Yemen como Tablero Geopolítico: El Ataque de EE.UU. y su Impacto en el Orden Global y la Seguridad Energética

Los ataques militares de Estados Unidos en Yemen no solo representan una acción táctica en un conflicto regional, sino que forman parte de una estrategia geopolítica mucho más amplia. Esta operación, ejecutada bajo una lógica de disuasión y proyección de poder, revela las prioridades estratégicas de Washington en un contexto internacional marcado por la competencia entre potencias. Al analizar sus causas y consecuencias, se evidencia cómo esta intervención afecta no solo al equilibrio de fuerzas en Oriente Medio, sino también a la estabilidad del comercio global, la seguridad energética y el futuro del orden internacional

Estados Unidos ataca instalaciones militares y depósitos de armas de los hutíes de Yemen – Foto: Getty

La reciente y aun continua acción militar de Estados Unidos contra Yemen, llevada a cabo bajo la administración de Donald Trump, constituye mucho más que una respuesta puntual a una amenaza específica o un acto aislado de política exterior. Esta operación representa un episodio complejo dentro de una estrategia de largo alcance, profundamente anclada en los intereses geoestratégicos de Washington en el entorno de Asia Occidental. A pesar de que oficialmente se justifica como una medida para contrarrestar amenazas terroristas y garantizar la seguridad nacional, el trasfondo de esta decisión revela un entramado más denso de motivaciones, que incluyen la protección de aliados regionales como Israel, la contención de adversarios estratégicos como Irán, y el reforzamiento del poder estadounidense en un contexto global en transformación.

Esta serie de ataques no puede entenderse fuera del marco de la doctrina unilateralista que caracteriza la política exterior del presidente Trump. Su visión del orden internacional se fundamenta en el principio de «America First», privilegiando acciones unilaterales y el uso de la fuerza para garantizar lo que se interpreta como intereses nacionales prioritarios. Esta orientación supone un distanciamiento de las normas multilaterales tradicionales y una inclinación hacia la utilización de instrumentos militares de alta tecnología como medio para proyectar poder, disuadir rivales y remodelar el equilibrio geopolítico en zonas clave del planeta. En este contexto, los ataques a Yemen se revelan como una manifestación clara de dicha doctrina, articulada con una lógica geopolítica que busca influir no solo en los acontecimientos regionales, sino también en las dinámicas de poder global.

Desde una perspectiva estratégica, uno de los ejes principales de la intervención en Yemen es el objetivo de debilitar a los grupos insurgentes hutíes, considerados por Washington como una amenaza regional alineada con Teherán. Si bien los hutíes no han sido responsables directos de atentados contra intereses estadounidenses en el exterior, su creciente influencia en Yemen, su capacidad para atacar infraestructuras energéticas en Arabia Saudí —como ocurrió con el ataque a las instalaciones de Aramco en 2019—, y su control de puntos estratégicos del tránsito marítimo como el estrecho de Bab el-Mandeb, los convierte en un actor relevante en el tablero regional. Este paso marítimo, por donde transita aproximadamente el 10% del comercio global de petróleo, es un punto de estrangulamiento estratégico que une el Mar Rojo con el Golfo de Adén. Cualquier alteración en su estabilidad tiene consecuencias directas sobre los precios del crudo, las cadenas de suministro globales y la seguridad energética de Europa, Asia y América del Norte.

Asimismo, el despliegue de tecnología militar avanzada —particularmente drones de combate, municiones de precisión guiadas y unidades de operaciones especiales— no solo responde a una lógica de eficacia operativa, sino también a un propósito comunicativo. La administración estadounidense busca reforzar la imagen de un país tecnológicamente dominante, capaz de ejecutar acciones quirúrgicas con mínima exposición de sus tropas y alto impacto psicológico sobre sus adversarios. Este tipo de operaciones se inscribe en la evolución de la guerra moderna, donde la tecnología asume un rol protagonista en el control del territorio, la vigilancia estratégica y la disuasión. Además, tales acciones tienen efectos multiplicadores sobre los equilibrios regionales, pues envían señales inequívocas a actores como Irán, China y Rusia sobre la disposición de EE.UU. para recurrir al poder militar si sus intereses son amenazados.

En el plano interno, estas operaciones cumplen una función política crucial. Durante la presidencia de Trump, las intervenciones militares en el extranjero sirven para consolidar una narrativa de fortaleza nacional y liderazgo decisivo ante el electorado estadounidense. Alineadas con la «teoría del loco» popularizada por Nixon —según la cual mostrar imprevisibilidad y disposición al uso de la fuerza genera temor y respeto entre los adversarios—, estas acciones han sido concebidas como herramientas para fortalecer la posición del mandatario ante un electorado polarizado, mientras se proyecta al exterior una imagen de poder incontestable. No obstante, esta estrategia también genera controversias, ya que muchos analistas y organismos internacionales advirtieron sobre la erosión del derecho internacional y la legitimidad de un orden basado en reglas.

Una dimensión crucial del ataque es su mensaje disuasorio hacia Irán. Washington percibe a Teherán como un actor desestabilizador que, mediante el respaldo a milicias como Hezbollah, los hutíes o grupos paramilitares en Irak y Siria, extiende su influencia a lo largo del llamado «Eje de la Resistencia». Los ataques a Yemen, en este sentido, son también una advertencia a Irán: el apoyo a grupos que desafían los intereses estadounidenses e israelíes puede desencadenar represalias militares. Pero más allá de la amenaza directa, el verdadero objetivo es reforzar la posición de EE.UU. en eventuales negociaciones con Irán sobre su programa nuclear y su política regional. Utilizar la fuerza como mecanismo para aumentar el margen de maniobra diplomático es una táctica clásica de coerción en relaciones internacionales.

En términos más amplios, este episodio puede también ser interpretado dentro del marco teórico de las geoestrategias del «Heartland» y la «Rimland», formuladas por Halford Mackinder y Nicholas Spykman respectivamente. Según Mackinder, quien controle el «Heartland» —la masa continental euroasiática— tendrá potencial para dominar el mundo. Sin embargo, para alcanzar este control, es necesario dominar previamente el «Rimland», la franja costera que incluye partes de Europa, Oriente Medio y el Sudeste Asiático. La intervención en Yemen, un enclave geográfico ubicado precisamente en la intersección de la Península Arábiga con el Cuerno de África, podría verse como un esfuerzo por afianzar el dominio estadounidense en la Rimland, conteniendo así las ambiciones chinas de expandir su influencia mediante la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI). China ha incrementado su presencia en el Mar Rojo con la instalación de bases militares en Yibuti y con inversiones portuarias en Sudán y Egipto, lo que convierte a Yemen en un punto geoestratégico de disputa silenciosa pero decisiva.

Las implicaciones geoeconómicas de este conflicto son igualmente profundas. Yemen se encuentra en una de las rutas comerciales más transitadas del mundo, y su inestabilidad amenaza con interrumpir no solo el transporte de crudo, sino también el flujo general de mercancías entre Asia y Europa. La percepción de inseguridad en esta región incrementa los costes del transporte marítimo, encarece las primas de seguros para navieras y puede contribuir a la inflación global en un contexto ya marcado por tensiones postpandemia y conflictos prolongados como el de Ucrania. La desestabilización de Yemen también podría repercutir negativamente sobre los mercados energéticos, agravando la volatilidad de los precios del petróleo y el gas, y afectando la recuperación económica de países dependientes de importaciones energéticas.

Además, la acción unilateral de EE.UU. ha reavivado los temores sobre el debilitamiento de las instituciones multilaterales, como la ONU, y el desprecio por los mecanismos diplomáticos de resolución de conflictos. Esta tendencia pone en cuestión la sostenibilidad de un orden internacional basado en normas compartidas y socava la legitimidad de las potencias que actúan sin consenso internacional. La región de Asia Occidental es especialmente vulnerable a estos efectos, dada la complejidad de sus conflictos étnico-religiosos, la proliferación de actores no estatales y la superposición de intereses de potencias externas. A largo plazo, la recurrencia de acciones unilaterales podría intensificar la fragmentación del orden global, fortalecer alianzas revisionistas (como la de China, Rusia e Irán), y debilitar los principios de soberanía y cooperación internacional.

En conclusión, los ataques estadounidenses a Yemen debe entenderse como una manifestación integral de la política de poder en un sistema internacional cada vez más multipolar. Refleja una combinación de objetivos militares, económicos, políticos y simbólicos que buscan preservar la hegemonía de Estados Unidos frente a desafíos emergentes. No obstante, sus consecuencias son profundas y ambivalentes. A corto plazo, pueden haber reforzado la seguridad de ciertos aliados y debilitado a grupos insurgentes. Pero a largo plazo, este tipo de intervenciones sin respaldo multilateral tienden a erosionar la estabilidad regional, aumentar las tensiones geoeconómicas y provocar una reacción en cadena que desafía la arquitectura misma del orden internacional contemporáneo. La pregunta clave es si los beneficios inmediatos que obtiene una potencia mediante el uso de la fuerza compensan los costos estructurales que tales acciones imponen al sistema global en su conjunto.

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Por Instituto IDHUS

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