La urbanización acelerada plantea uno de los mayores retos del siglo XXI: cómo gestionar ciudades cada vez más densas, complejas y demandantes de recursos. En este contexto, la promesa de las ciudades inteligentes ha inspirado proyectos ambiciosos que buscan conjugar tecnología, datos y planificación para crear entornos urbanos más eficientes y sostenibles. Songdo, en Corea del Sur, se erigió como emblema de esta visión, pero su experiencia revela los límites de un modelo excesivamente rígido y centralizado

Las ciudades contemporáneas constituyen uno de los fenómenos más significativos de la historia reciente de la humanidad. Aunque apenas ocupan el 3 % de la superficie terrestre, concentran ya a más de la mitad de la población mundial, lo que las convierte en espacios de alta densidad demográfica, económica y cultural. Este proceso de urbanización acelerada no parece tener marcha atrás: según estimaciones de Naciones Unidas, para 2050 cerca del 70 % de la población global residirá en áreas urbanas, frente al 56 % registrado en 2021. El crecimiento urbano, que en muchos casos responde a procesos migratorios internos desde zonas rurales, plantea enormes desafíos en cuanto a movilidad, consumo energético, acceso al agua, gestión de residuos, vivienda y provisión de servicios públicos. A la par, ofrece oportunidades para la innovación tecnológica y para replantear los modos de habitar, producir y gobernar los espacios urbanos.
Ante este panorama, la noción de “ciudad inteligente” se ha convertido en un eje central del debate urbanístico, político y económico de las últimas dos décadas. Bajo esta etiqueta se agrupan proyectos que pretenden integrar tecnologías digitales, sistemas de sensores, inteligencia artificial y automatización con el objetivo de mejorar la eficiencia de los servicios urbanos, reducir el impacto ambiental y aumentar la calidad de vida de los ciudadanos. Países pioneros en esta materia, como Japón, Corea del Sur y Singapur, han destinado recursos millonarios a la construcción de urbes altamente tecnificadas que sirvan de modelos para el futuro. El principio rector es claro: mediante la recolección masiva de datos en tiempo real y la automatización de procesos se aspira a gestionar con mayor eficacia infraestructuras críticas y a anticipar los problemas derivados del crecimiento poblacional.
En este contexto, Songdo, en Corea del Sur, ocupa un lugar paradigmático. Concebida a principios de los años 2000 como una “ciudad del futuro”, fue construida sobre tierras ganadas al mar cerca de Incheon, con una inversión superior a los 40.000 millones de dólares. Su diseño partió de un lienzo en blanco: no se trataba de modernizar un tejido urbano existente, sino de edificar desde cero una urbe totalmente planificada, dotada de 500.000 sensores distribuidos en su infraestructura para registrar tráfico, consumo energético, seguridad y gestión de residuos. La ambición era enorme: crear un espacio urbano capaz de autorregularse mediante la recopilación constante de datos y su procesamiento en tiempo real, con un control centralizado en el Centro de Operaciones Integradas (IOC).
Los sistemas tecnológicos de Songdo fueron innovadores para su época. Los semáforos inteligentes regulaban el tráfico según los flujos de movilidad detectados; los medidores de agua y electricidad reportaban consumos al instante; la basura era transportada por tuberías neumáticas subterráneas que la separaban y procesaban, aprovechando incluso el calor residual para alimentar calefacciones. El proyecto representaba la materialización del paradigma “tecnológico” de la ciudad: una urbe diseñada para funcionar como una máquina perfecta, previsible y eficiente, donde los problemas podrían anticiparse y resolverse de forma casi automática.
Sin embargo, la experiencia de Songdo revela los límites de esta visión. Dos décadas después, la ciudad no ha alcanzado las expectativas de convertirse en el modelo global de urbanismo inteligente. Críticos como Saskia Sassen han señalado que la planificación de Songdo priorizó el control y la homogeneidad sobre la flexibilidad y la creatividad ciudadana, produciendo un espacio urbano rígido, poco receptivo a la innovación social y económica. Anthony Townsend, especialista en ciudades inteligentes, ha descrito el proyecto como un intento fallido de “crear una ciudad a golpe de diseño corporativo”, sin la riqueza caótica y adaptativa que caracteriza a los entornos urbanos dinámicos.
El problema central radica en que Songdo fue construida bajo una lógica excesivamente jerárquica y centralizada. Los sistemas, en lugar de adaptarse de manera orgánica a los cambios, dependían de actualizaciones dictadas desde el centro de control. Así, la ciudad no evolucionaba con sus habitantes, sino que funcionaba en paralelo a ellos, tratándolos más como variables a gestionar que como agentes activos de transformación. Esta rigidez se agravó por la rapidez del cambio tecnológico: soluciones que en su momento parecían vanguardistas —como los terminales de telepresencia de Cisco— quedaron obsoletas frente a la irrupción de los smartphones y las plataformas basadas en la nube, dejando infraestructuras costosas e integradas que resultaba difícil reemplazar o actualizar.
La experiencia de Songdo pone de relieve una lección crucial: las ciudades no son máquinas programables, sino organismos sociales y culturales en constante evolución. Su vitalidad depende de procesos incrementales, de la innovación espontánea, de la interacción impredecible entre actores diversos y de la capacidad de adaptación ante circunstancias cambiantes. Cuando los sistemas urbanos se diseñan como estructuras cerradas, rígidas y excesivamente dependientes de controles centralizados, corren el riesgo de quedar rápidamente desfasados y de perder su capacidad de resiliencia.
De ahí que en los últimos años haya cobrado fuerza la idea de descentralizar la infraestructura urbana. El concepto de DePIN (Redes Descentralizadas de Infraestructura Física) propone distribuir la propiedad y el control de los sistemas entre múltiples actores, permitiendo que las ciudades puedan evolucionar de manera más orgánica y adaptativa. En lugar de depender de un único centro de operaciones, las redes descentralizadas permiten que diferentes nodos —máquinas, sensores, servicios— cooperen de manera autónoma y verificada criptográficamente, generando resiliencia y flexibilidad.
El potencial se multiplica cuando estas redes descentralizadas se combinan con inteligencia artificial. La IA, alimentada por datos hiperlocales recogidos en tiempo real, puede identificar patrones, anticipar problemas y redistribuir recursos antes de que surjan crisis. De este modo, una ciudad podría descongestionar el tráfico antes de que aparezca el embotellamiento, equilibrar proactivamente la demanda energética o ajustar sus servicios públicos en función de necesidades emergentes. Se trataría, en palabras metafóricas, de un sistema urbano donde la IA actúa como cerebro y DePIN como sistema nervioso, posibilitando que la ciudad no solo funcione, sino que aprenda y mejore constantemente.
Lo esencial de esta reflexión es que el futuro de las ciudades inteligentes no dependerá únicamente de la incorporación de sensores, algoritmos o infraestructuras tecnológicas de última generación, sino de la capacidad de diseñar sistemas abiertos, adaptables y capaces de integrar tanto la innovación tecnológica como la creatividad social. La lección de Songdo no es que las ciudades inteligentes sean inviables, sino que deben construirse sobre principios de flexibilidad, descentralización y participación, reconociendo que el verdadero motor de la vida urbana no es la infraestructura en sí misma, sino las personas que la habitan y la transforman.
En suma, Songdo constituye un laboratorio valioso y, al mismo tiempo, una advertencia: las ciudades no pueden reducirse a proyectos de ingeniería, por sofisticados que sean. La ciudad del futuro no será una máquina cerrada gobernada por un centro de control, sino un ecosistema vivo en el que tecnología, sociedad y cultura coevolucionan en un proceso dinámico y abierto. Solo así será posible afrontar los desafíos de la urbanización global y construir espacios urbanos resilientes, eficientes y, sobre todo, humanos.