A medida que el cambio climático transforma territorios y desplaza poblaciones enteras, emergen nuevas formas de desigualdad urbana que amenazan con profundizar la crisis social. Las ciudades consideradas “refugios climáticos” están viendo incrementos poblacionales que, sin una planificación adecuada, pueden derivar en procesos de gentrificación que expulsan a los residentes más vulnerables. Analizamos cómo estos fenómenos se están desarrollando, qué riesgos implican y qué estrategias pueden adoptarse para garantizar un desarrollo urbano justo, inclusivo y resiliente frente a los desafíos ambientales del siglo XXI

El cambio climático se ha consolidado como uno de los principales factores transformadores de las dinámicas sociales, económicas y territoriales a escala global. Entre sus múltiples efectos, uno de los fenómenos emergentes más relevantes es la gentrificación climática, una forma particular de reconfiguración urbana impulsada por los riesgos y amenazas ambientales, que profundiza las desigualdades preexistentes. Este fenómeno se manifiesta especialmente en las denominadas ciudades receptoras o “refugios climáticos”: territorios que, por sus condiciones geográficas y climáticas, comienzan a atraer poblaciones desplazadas de otras regiones más vulnerables a los impactos del cambio climático, como huracanes, incendios forestales, olas de calor o aumento del nivel del mar.
A medida que los eventos climáticos extremos se intensifican en frecuencia y magnitud, millones de personas se ven obligadas a reconsiderar su lugar de residencia. Aunque esta migración climática interna no siempre es inmediata ni homogénea, sus efectos comienzan a evidenciarse en ciertas regiones de los Estados Unidos y otros países industrializados. En este contexto, la gentrificación climática no solo implica un cambio en los patrones de ocupación del suelo, sino también un desplazamiento sistemático de las poblaciones de bajos ingresos, exacerbado por políticas urbanas, intereses del mercado inmobiliario y dinámicas de exclusión social.
El concepto de “gentrificación climática”, introducido por investigadores en 2018, describe al menos tres vías diferenciadas mediante las cuales el cambio climático reconfigura los espacios urbanos:
- Vía de inversión superior: los inversionistas reorientan capitales hacia zonas geográficamente más seguras, como aquellas alejadas de las costas o situadas a mayor altitud, con el objetivo de proteger sus activos frente a fenómenos climáticos. Este proceso provoca un aumento en el valor del suelo en estas áreas, lo que a su vez genera el desplazamiento de comunidades históricamente ubicadas en estos territorios, generalmente poblaciones trabajadoras o de menores recursos.
- Vía de carga económica: en esta modalidad, las propias condiciones climáticas elevan el costo de vida en zonas de riesgo. Las primas de seguros, los impuestos a la propiedad y los costes de reparación y mantenimiento se incrementan a tal punto que las familias de bajos ingresos se ven forzadas a abandonar sus hogares. Irónicamente, esta vía puede conducir a una situación en la que solo las personas más ricas pueden permitirse el lujo de permanecer en zonas peligrosas, como laderas propensas a incendios o costas vulnerables al aumento del nivel del mar.
- Vía de inversión en resiliencia: cuando se realizan mejoras en infraestructura y equipamiento urbano—como diques, sistemas de drenaje, modernización de redes eléctricas o construcción de viviendas sostenibles—se incrementa la resiliencia de una comunidad frente a riesgos climáticos. No obstante, estas intervenciones también aumentan el valor inmobiliario, generando procesos de exclusión económica que expulsan a los residentes originales.
El caso de Miami, en el estado de Florida, constituye un ejemplo paradigmático del primer tipo de gentrificación climática. Ante el aumento del nivel del mar, los desarrolladores han comenzado a concentrarse en zonas elevadas como Little Haiti, una comunidad históricamente afrocaribeña, rica en cultura, pero vulnerable en términos socioeconómicos. Al encontrarse a diez pies sobre el nivel del mar, esta área ha despertado el interés de inversores inmobiliarios que buscan proteger sus capitales. Sin embargo, la mayoría de sus habitantes son inquilinos y carecen de protección frente a los aumentos del alquiler o la venta de propiedades. La lógica fiscal de la ciudad, que depende en gran medida de los ingresos por impuestos a la propiedad, refuerza este patrón, al priorizar el desarrollo de viviendas de lujo sobre la protección de las comunidades vulnerables.
Por su parte, el estado de California evidencia la segunda vía: la “carga económica” como resultado de desastres naturales recurrentes. Los incendios forestales han aumentado drásticamente el costo de los seguros y de la reconstrucción de viviendas, dificultando el acceso a hipotecas o préstamos, especialmente en zonas rurales y suburbanas. Como consecuencia, los incendios ocurridos en zonas como Palisades y Eaton en 2025 han generado desplazamientos hacia las áreas urbanas de menor renta, incrementando la presión sobre los mercados de vivienda y favoreciendo procesos de desplazamiento de las clases trabajadoras y comunidades racializadas. Este fenómeno podría desembocar en una configuración urbana profundamente segregada, donde solo los sectores de altos ingresos puedan resistir los impactos económicos del cambio climático.
El tercer tipo de gentrificación, vinculado a la “resiliencia”, comienza a observarse en las denominadas ciudades receptoras. Se trata de localidades que, por estar situadas en climas templados, lejos de zonas costeras o expuestas a riesgos extremos, se perfilan como destinos deseables para quienes buscan escapar del deterioro ambiental. Flagstaff, en el norte de Arizona, es un ejemplo representativo. Ubicada a mayor altitud que Phoenix y con temperaturas más moderadas, ha comenzado a recibir una afluencia de residentes adinerados que huyen del calor extremo del desierto. Este fenómeno ha disparado los precios de la vivienda y ha generado una crisis de acceso a la vivienda, hasta el punto que el ayuntamiento declaró una emergencia habitacional en 2020.
Estudios recientes sugieren que ciudades medias del Cinturón del Óxido, como Buffalo, Duluth, Madison, Cincinnati y Toledo, están bien posicionadas para recibir un número significativo de migrantes climáticos en las próximas décadas. En este contexto, algunas de ellas ya han comenzado a formular políticas proactivas. Por ejemplo, el plan de resiliencia de Cincinnati (2018) propuso un modelo de desarrollo urbano que combina la preparación ante eventos climáticos con la integración social de nuevos habitantes. Asimismo, Buffalo ha promovido una narrativa de refugio climático para atraer inversiones, mientras que Duluth ya ha absorbido parte de la demanda migratoria por su clima más fresco.
Sin embargo, estas iniciativas suelen enfrentarse a importantes desafíos estructurales. Ninguna ciudad está completamente aislada del cambio climático, y muchas carecen de infraestructuras adecuadas para soportar un crecimiento demográfico rápido y sostenible. Además, sin mecanismos claros de redistribución de la riqueza y protección social, la llegada masiva de nuevos residentes podría agravar las desigualdades, empujando a las comunidades históricas a la periferia urbana o incluso fuera del mercado de vivienda formal.
Frente a este panorama, se vuelve imprescindible desarrollar estrategias integrales de planificación urbana, centradas en la justicia climática y la equidad territorial. Esto implica fomentar la planificación comunitaria participativa, priorizando las voces de los residentes locales, en especial aquellos que históricamente han sido marginados por las políticas urbanas convencionales. Las autoridades deben facilitar herramientas de análisis y planificación a las comunidades, promover la colaboración con organizaciones sociales y garantizar la presencia activa de actores locales en la toma de decisiones.
Algunos ejemplos prometedores ya están en marcha. En Seattle, las autoridades han implementado programas de resiliencia contra inundaciones en barrios como South Park y Georgetown, poblados mayoritariamente por familias de bajos ingresos y comunidades étnicas. En Miami, se ha creado un puesto en el Comité de Subida del Nivel del Mar dedicado a la justicia climática y social. Estos enfoques reconocen que la adaptación al cambio climático no puede limitarse a soluciones técnicas, sino que debe estar profundamente arraigada en principios de justicia redistributiva y participación ciudadana.
Por otro lado, los gobiernos locales pueden recurrir a instrumentos legales y financieros para frenar la especulación inmobiliaria y garantizar el acceso a vivienda digna. Los fideicomisos de tierras comunitarios representan una herramienta eficaz: entidades sin fines de lucro que adquieren y administran tierras para asegurar la asequibilidad habitacional a largo plazo. Un ejemplo relevante es SMASH (Struggle for Miami’s Affordable and Sustainable Housing), organización que promueve la creación de un fideicomiso en Liberty City, otro barrio afroamericano históricamente marginado de Miami. Mediante este instrumento, buscan desarrollar unidades de vivienda asequibles, evitar la concentración de propiedad en manos de grandes promotores y generar riqueza comunitaria.
Donde la implementación de fideicomisos no sea viable, otras alternativas incluyen los acuerdos de beneficios comunitarios, mediante los cuales los desarrolladores se comprometen a proveer ciertos servicios o infraestructuras a cambio de permisos de construcción, o bien la actualización de los códigos de zonificación para priorizar la vivienda asequible en las zonas de menor riesgo. Asimismo, las políticas fiscales pueden desempeñar un papel crucial. El diseño de sistemas de impuestos progresivos sobre la propiedad puede desincentivar la especulación y financiar programas de vivienda inclusiva.
Finalmente, es indispensable que las ciudades desarrollen sistemas de monitorización y recolección de datos demográficos y territoriales que permitan rastrear con precisión los cambios en la composición social de los barrios, los flujos migratorios y los efectos de las políticas de adaptación climática. Esta información resulta vital para diseñar intervenciones oportunas y prevenir dinámicas de exclusión.
En conclusión, el cambio climático está alterando profundamente las condiciones de habitabilidad urbana. Las ciudades receptoras tienen la oportunidad —y la responsabilidad— de adelantarse a las consecuencias negativas de la gentrificación climática. Esto exige una visión integral del desarrollo urbano, donde la equidad social, la resiliencia climática y la participación democrática sean ejes fundamentales. La transición hacia una urbanización adaptada al clima no puede reproducir ni ampliar las injusticias históricas, sino que debe constituirse como una oportunidad para construir ciudades más justas, inclusivas y sostenibles.