En un contexto internacional marcado por tensiones geopolíticas crecientes y el resurgimiento de amenazas autoritarias, Estados pequeños como Lituania han emergido como actores clave en la defensa de los valores democráticos y la seguridad europea. A pesar de su tamaño, su historia, ubicación estratégica y voluntad política les otorgan una influencia desproporcionada en los asuntos regionales e internacionales

En el complejo tablero geopolítico europeo del siglo XXI, los Estados tradicionalmente considerados como periféricos o de limitada influencia han comenzado a reclamar un lugar en el centro del escenario internacional. Tal es el caso de Lituania, un país báltico con menos de tres millones de habitantes, cuya ubicación estratégica, memoria histórica activa y voluntad política le han conferido un protagonismo notable en los asuntos de seguridad, diplomacia y defensa de Europa. Lejos de constituirse como una excepción, Lituania representa un fenómeno más amplio: el ascenso de los Estados pequeños como actores clave en la configuración de la arquitectura de seguridad y las dinámicas geoeconómicas del continente, en un contexto marcado por el declive relativo de las grandes potencias tradicionales, la amenaza de una Rusia revanchista, y la transformación del orden global multipolar.
Lituania, situada en la confluencia geográfica y cultural del norte, centro y este de Europa, ha convertido su historia de ocupación, resistencia y renacimiento nacional en una herramienta diplomática y narrativa de gran potencia simbólica. El Museo de las Ocupaciones y Luchas por la Libertad, ubicado en la antigua sede de la KGB en Vilna, ofrece una experiencia que no solo documenta las atrocidades sufridas bajo los regímenes nazi y soviético, sino que establece un paralelismo claro con las amenazas actuales que enfrentan naciones como Ucrania. La presencia de una nueva exposición sobre el genocidio en Ucrania, instalada en los sótanos que antaño funcionaron como celdas de tortura soviéticas, no es una coincidencia, sino un acto deliberado de memoria activa: una advertencia sobre la persistencia de patrones históricos de agresión y dominación por parte de potencias autocráticas como la Rusia de Vladimir Putin.
Este uso político de la memoria no es exclusivo de Vilna. También se expresa en espacios como el Memorial Tuskulėnai, donde la exposición Homo Sovieticus examina la mentalidad moldeada por décadas de autoritarismo soviético. La figura de Putin, representado en una instalación artística como un prisionero, evoca el legado sin resolver del sistema del que él mismo es producto. Esta narrativa cultural e histórica dota a Lituania de una autoridad moral significativa en el discurso político europeo contemporáneo, especialmente en un momento en que el continente enfrenta dilemas sobre su seguridad colectiva, sus relaciones con los regímenes autoritarios y el futuro de su orden económico y político.
En términos geopolíticos, Lituania ha demostrado que su tamaño no es un impedimento para ejercer una influencia significativa. Su decisión en 2021 de permitir a Taiwán abrir una oficina representativa en Vilna —rompiendo con el protocolo diplomático dictado por la República Popular China— desencadenó una represalia inmediata por parte de Pekín, que incluyó la retirada de su embajador, el bloqueo comercial y presiones diplomáticas a nivel europeo. Sin embargo, lejos de doblegarse, Lituania obtuvo el respaldo de potencias clave como Alemania y Estados Unidos, lo que forzó a China a levantar su embargo en cuestión de días. Este episodio no solo reveló la resiliencia institucional y la claridad estratégica de Lituania, sino que también evidenció un desplazamiento de las dinámicas geoeconómicas hacia un modelo de solidaridad estructurada en torno a principios democráticos, y no meramente en función de los intereses comerciales inmediatos.
En el ámbito de la seguridad y defensa, Lituania se ha situado a la vanguardia entre los Estados miembros de la OTAN y la Unión Europea, comprometiéndose a destinar al menos el 5% de su PIB a la defensa, una cifra muy por encima del estándar del 2% fijado por la Alianza Atlántica. Esta inversión no solo tiene un valor simbólico, sino que está acompañada por una modernización activa de sus capacidades militares, la colaboración estrecha con fuerzas aliadas —particularmente las de Alemania y Estados Unidos— y un papel protagónico en los planes de disuasión de la OTAN frente a Rusia en el flanco oriental. Este compromiso es especialmente relevante en el contexto de la guerra en Ucrania, donde Lituania y sus vecinos bálticos se han convertido en los aliados más consistentes y comprometidos de Kiev, tanto en términos materiales como diplomáticos.
Históricamente, Lituania ha sido una nación atravesada por las tensiones entre imperios, desde la Mancomunidad Polaco-Lituana hasta las ocupaciones del siglo XX. Esta experiencia le ha otorgado una perspectiva única sobre la fragilidad de las fronteras, la ambigüedad de las identidades nacionales y la necesidad de mantener viva la memoria para garantizar la supervivencia cultural y política. Vilna, como ciudad símbolo, encarna esta complejidad: alguna vez fue centro del judaísmo europeo bajo el nombre yidis de Vilne, patria de figuras como Roman Kacew (Romain Gary), y escenario de conflictos por su pertenencia entre polacos, rusos, alemanes y lituanos. Esta historia plural y a veces dolorosa se ha convertido en una fuente de sabiduría política que permite a Lituania asumir el papel de conciencia crítica de Europa frente al olvido y la complacencia.
En términos geoeconómicos, el fortalecimiento de los Estados bálticos como polos de innovación, logística y defensa está reconfigurando los mapas de inversión, transporte y cooperación regional. La región del mar Báltico se está consolidando como un eje estratégico de conectividad entre Escandinavia, Europa Central y Europa del Este, lo que se refleja en proyectos como Rail Baltica —una línea ferroviaria de alta velocidad que conectará Tallin, Riga y Vilna con Varsovia y Berlín—, y en la diversificación energética que reduce la dependencia de Rusia a través de terminales de gas natural licuado, interconectores eléctricos con Finlandia y Suecia, y acuerdos de seguridad energética con socios como Noruega. Estos movimientos no solo aumentan la resiliencia regional, sino que refuerzan la integración de los Estados bálticos en la economía europea, elevando su perfil geopolítico.
El pensamiento estratégico lituano se articula también con corrientes filosóficas y culturales propias de los pueblos pequeños. El filósofo estonio Uku Masing lo expresó con claridad al afirmar que “los pueblos pequeños tienen un horizonte más amplio precisamente porque no pueden ignorar la existencia de los grandes”. En este sentido, Lituania y sus vecinos bálticos no se permiten la indiferencia: su historia les ha enseñado que la supervivencia no es un derecho garantizado, sino una conquista permanente. Esta actitud contrasta con una Europa occidental que, según autores como Milan Kundera, sufre de fatiga histórica y vive con la nostalgia de una era de estabilidad que ya no existe. En su lugar, los bálticos aportan energía, perspectiva moral y urgencia estratégica a una Europa que necesita reorientarse frente a los desafíos de la desglobalización, la competencia sistémica con China, y la amenaza persistente del autoritarismo.
En 2025, este reposicionamiento de Lituania y los Estados pequeños cobra aún más relevancia. Como subraya el periodista Oliver Moody en su obra reciente sobre la región báltica, el mar Báltico se ha convertido en una fuente de ideas y de optimismo en contraste con una Europa que a menudo parece cansada y sumida en un ciclo de decadencia relativa. Esta vitalidad se explica en parte porque Lituania, Letonia y Estonia viven bajo la constante amenaza de desaparecer: su existencia, como escribió Kundera, “puede ser cuestionada en cualquier momento”. Esta precariedad existencial ha sido transformada en motor político, en una ética de vigilancia permanente, de alerta estratégica y de solidaridad proactiva. Desde esta óptica, su influencia no es un fenómeno efímero sino una tendencia estructural que apunta hacia una Europa donde los Estados pequeños no solo tienen voz, sino que marcan el tono y el contenido del debate estratégico.
Así, Lituania y sus aliados bálticos han dejado de ser la periferia para convertirse en el núcleo activista, moral y geopolítico de una Europa que se redefine a sí misma en un entorno global turbulento. Su rol ya no se limita a reaccionar frente a las amenazas, sino que consiste en modelar activamente la respuesta europea a los grandes desafíos del siglo XXI. Museos, memoriales, instituciones políticas y decisiones estratégicas se entrelazan en una narrativa coherente que conecta el pasado con el presente y proyecta una visión clara del futuro: una Europa que no puede permitirse olvidar, y que solo podrá sobrevivir si aprende de quienes han luchado constantemente por su existencia. En esta narrativa, los Estados pequeños como Lituania no son notas al pie, sino pilares fundamentales de un nuevo equilibrio europeo basado en la memoria, la acción y la solidaridad.