Las carreteras de la frustración en África: el coste oculto del caos urbano

La congestión vehicular en las ciudades africanas se ha convertido en una crisis silenciosa con profundas repercusiones económicas, sociales, sanitarias y ambientales. A medida que el continente experimenta una urbanización acelerada, las deficiencias estructurales en los sistemas de transporte urbano limitan el desarrollo sostenible y agravan las desigualdades

No hay por donde pasar. La congestión en la mayoría de ciudades africanas es un enorme obstáculo a su desarrollo. Foto: EuropaHoy news

La congestión vehicular en las ciudades africanas constituye una de las manifestaciones más visibles del desajuste estructural entre el ritmo de urbanización y el desarrollo de infraestructura. Según estimaciones del grupo Alstom, esta problemática le cuesta a las economías del continente africano unos 314 mil millones de dólares anuales, una cifra que excede por mucho el PIB de países enteros como Costa de Marfil, y representa aproximadamente la mitad del producto económico de toda la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO). Lejos de tratarse de una mera molestia cotidiana, los embotellamientos urbanos son hoy un serio freno al desarrollo, con implicaciones directas en la productividad, la salud pública, la eficiencia energética, el medio ambiente, y la equidad social. A pesar de la puesta en marcha de ciertas políticas públicas orientadas a mitigar estos efectos, la magnitud del problema sigue siendo subestimada por los responsables de planificación urbana y desarrollo económico.

El origen de esta situación es multifactorial y refleja tanto las limitaciones históricas en la planificación territorial como la fragilidad institucional en el manejo del crecimiento urbano. Desde los años posteriores a la descolonización, muchas capitales africanas experimentaron un crecimiento poblacional exponencial, no acompañado de una expansión proporcional en los sistemas de transporte público ni en la infraestructura vial. Este fenómeno se ha agudizado en el siglo XXI debido a la combinación de altas tasas de natalidad, migraciones internas hacia centros urbanos, y una industrialización desigual centrada en sectores informales o poco integrados a cadenas de valor modernas. En ciudades como Abiyán, Lagos, Dakar o Kinshasa, la urbanización acelerada ha producido una geografía funcional fragmentada: núcleos residenciales informales emergen sin regulación en las periferias, mientras los centros económicos, políticos y administrativos se mantienen concentrados, generando flujos diarios masivos de personas en busca de empleo o servicios esenciales.

Este panorama se traduce en un sistema de transporte saturado, inseguro e ineficiente. En Abiyán, por ejemplo, se estima que los ciudadanos más pobres —quienes dependen exclusivamente del transporte público informal— pueden llegar a invertir entre el 20% y el 30% de sus ingresos mensuales en movilidad, y hasta 200 minutos diarios en desplazamientos, según el Banco Mundial. El acceso desigual a medios de transporte adecuados no solo constituye una barrera a la inclusión socioeconómica, sino que perpetúa un ciclo de pobreza, estrés y desgaste físico. A nivel macroeconómico, los costos derivados de la congestión urbana incluyen la pérdida de horas laborales, el aumento de los gastos logísticos para empresas, el encarecimiento de productos básicos y una creciente factura sanitaria por exposición prolongada a contaminantes atmosféricos.

El impacto ambiental de los embotellamientos es particularmente preocupante. Durante las horas punta, los niveles de dióxido de nitrógeno (NO₂), monóxido de carbono (CO) y material particulado fino (PM2.5) superan ampliamente los límites establecidos por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en muchas urbes africanas. Estudios realizados en Abiyán y Dakar han demostrado que la calidad del aire urbano se ve gravemente deteriorada por las emisiones vehiculares, siendo el transporte una de las fuentes principales de polución atmosférica. Este deterioro no solo amenaza la salud de los habitantes, sino que contribuye al cambio climático global. A nivel individual, las consecuencias son palpables: enfermedades respiratorias crónicas, hipertensión arterial, trastornos de ansiedad, fatiga crónica y dolores musculoesqueléticos, especialmente entre quienes realizan trayectos prolongados en condiciones incómodas.

Desde una perspectiva estructural, la congestión urbana en África es el resultado directo de una planificación territorial disfuncional y una ausencia de políticas públicas integrales. Las inversiones históricas han favorecido el desarrollo vial antes que el fortalecimiento del transporte público masivo. Así, el modelo dominante ha sido el de una movilidad centrada en vehículos privados y servicios informales, como minibuses o mototaxis, que si bien ofrecen cierta flexibilidad, son ineficientes en cuanto a capacidad, tiempo y sostenibilidad ambiental. En Lagos, por ejemplo, se calcula que los retrasos diarios en el tránsito representan una pérdida de casi 9 mil millones de dólares anuales. El costo en términos de productividad laboral y competitividad empresarial es innegable, más aún cuando se considera que muchas pequeñas y medianas empresas —columna vertebral de las economías africanas— dependen de entregas rápidas y movilidad fluida.

Frente a esta crisis silenciosa, algunos gobiernos han comenzado a implementar respuestas estructurales. Costa de Marfil ha lanzado el ambicioso proyecto del metro de Abiyán, con una inversión estimada en 1.000 millones de euros, que busca transportar hasta medio millón de personas por día para 2030. También ha creado una Autoridad de Movilidad Urbana del Gran Abiyán (AMUGA) y ha introducido medidas para regular el parque automotor, incluyendo la prohibición de importar vehículos de más de cinco años de antigüedad. Estas iniciativas son pasos importantes, pero siguen siendo insuficientes ante el crecimiento demográfico proyectado y la expansión del parque vehicular, que ya supera 1,2 millones de unidades.

Otras ciudades africanas están explorando soluciones innovadoras. Dakar ha lanzado un sistema de autobuses de tránsito rápido (BRT) con carriles exclusivos y estaciones fijas, diseñado para atender a 320.000 pasajeros diarios. Kigali, por su parte, ha apostado por la movilidad eléctrica y jornadas quincenales sin coches, mientras que Addis Abeba ha logrado mejorar la conectividad y la eficiencia energética mediante su red de tren ligero. Casablanca, con su sistema de tranvía, ha reducido significativamente los tiempos de viaje y los costos de transporte urbano. Estas experiencias demuestran que, con voluntad política y planificación adecuada, es posible transformar radicalmente el modelo de movilidad urbana.

La digitalización también ofrece herramientas prometedoras para enfrentar el problema. En diversas ciudades, startups locales están desarrollando aplicaciones que permiten planificar rutas, compartir vehículos y evitar zonas congestionadas. Gracias al uso de GPS y análisis de datos en tiempo real, estas soluciones pueden reducir los tiempos de viaje entre 15 y 30 minutos. Sin embargo, aún existen barreras importantes, como el bajo acceso a teléfonos inteligentes en sectores de bajos ingresos, la escasa alfabetización digital y la necesidad de infraestructuras de telecomunicaciones robustas.

En última instancia, abordar la congestión urbana en África exige una reconfiguración profunda de las políticas de desarrollo urbano, donde la movilidad deje de ser tratada como un problema técnico aislado y se convierta en una prioridad transversal. Esto implica reformar los marcos institucionales, integrar el transporte en los planes de ordenamiento territorial, descentralizar la oferta de servicios públicos y empleo, e incorporar principios de justicia social y sostenibilidad ambiental en la formulación de políticas. Sin una movilidad eficiente, inclusiva y resiliente, no será posible consolidar ciudades africanas verdaderamente sostenibles ni garantizar un crecimiento económico equitativo. La transformación del paisaje urbano y del sistema de transporte es, por tanto, no solo una cuestión de infraestructura, sino una urgencia civilizatoria.

Por Instituto IDHUS