La ampliación de la Unión Europea ha dejado de ser un simple proceso técnico para convertirse en una herramienta estratégica clave en la configuración del orden geopolítico europeo. En un contexto marcado por la confrontación con Rusia, la incertidumbre en las relaciones transatlánticas y la presión interna por el auge del populismo, la ampliación se redefine como un instrumento de defensa, estabilidad y proyección de poder

La ampliación de la Unión Europea ha sido históricamente uno de los instrumentos más eficaces para garantizar la estabilidad, fomentar la prosperidad y consolidar los valores democráticos en el continente europeo. En las últimas décadas, este proceso ha permitido integrar a países que, tras superar regímenes autoritarios o economías planificadas, han encontrado en la UE una plataforma para modernizar sus instituciones, fortalecer sus economías y anclar su soberanía dentro de un marco multilateral basado en normas. No obstante, el contexto internacional ha cambiado de manera radical. Las tensiones geopolíticas, la erosión del orden multilateral, el auge del populismo y el retorno de la lógica de las grandes potencias están redefiniendo los parámetros bajo los cuales se lleva a cabo la integración europea. La ampliación, que antes respondía a una lógica de expansión pacífica y cooperativa, se ha convertido en un campo de confrontación estratégica, especialmente frente a potencias como Rusia y, en otro plano, frente a una creciente actitud ambivalente de Estados Unidos hacia Europa.
En el pasado, las ampliaciones de la UE tuvieron, sin duda, un trasfondo geopolítico, pero su ejecución estuvo condicionada más por la voluntad interna de reforma de los países candidatos y por los intereses económicos comunes que por presiones externas. La adhesión de Grecia, España y Portugal supuso la consolidación de democracias tras décadas de dictaduras. La gran ampliación de 2004, que incorporó a varios países de Europa Central y del Este, representó la culminación del proceso de reintegración europea tras la caída del Muro de Berlín y el colapso del bloque soviético. La UE, en ese entonces, actuaba como un imán geopolítico, un modelo de éxito institucional, económico y social. Sin embargo, el escenario actual presenta características muy distintas: el entorno internacional se ha vuelto más hostil, la competencia geopolítica se ha intensificado, y la UE se enfrenta tanto a rivales exteriores como a crecientes divisiones internas.
El caso de Ucrania ejemplifica esta transformación. Desde 2014, tras la anexión ilegal de Crimea por parte de Rusia y la guerra híbrida en el Donbás, Kiev ha reorientado su política exterior hacia Occidente. La invasión a gran escala iniciada por Rusia en 2022 aceleró ese proceso, convirtiendo la integración euroatlántica de Ucrania en una cuestión de supervivencia nacional. La candidatura oficial a la UE, aceptada en 2022, no solo refleja el deseo de alinearse con los valores europeos, sino también una estrategia de protección frente a las ambiciones imperialistas de Moscú. En este contexto, la ampliación ya no es meramente un proceso técnico-jurídico de adaptación al acervo comunitario; es una herramienta estratégica para redefinir el equilibrio de poder en Europa y contener la influencia rusa en el espacio postsoviético.
El papel de Rusia en esta ecuación es fundamental. El Kremlin ha asumido una postura abiertamente hostil hacia la ampliación de la UE, especialmente en su vecindad inmediata. La interferencia en procesos electorales, la desinformación, la presión energética y la instrumentalización de conflictos congelados forman parte de un repertorio de tácticas destinadas a obstaculizar la integración europea de países como Moldavia, Georgia o incluso los Estados balcánicos. El reciente intento de Rusia de influir en el referéndum europeo en Moldavia en 2024, así como en sus elecciones presidenciales, pone de manifiesto esta estrategia. Del mismo modo, la decisión del partido gobernante georgiano, Sueño Georgiano, de alejarse del camino europeo responde en parte a una creciente presión rusa y al debilitamiento del consenso proeuropeo interno.
Por otro lado, la tradicional alianza trasatlántica también está siendo puesta a prueba. La presidencia de Donald Trump en Estados Unidos ha traído una visión confrontacional hacia la UE, a la que ha llegado a considerar una competencia económica directa. El apoyo estratégico estadounidense a la ampliación europea, especialmente visible en los Balcanes durante los años 90 y 2000, ha disminuido notablemente. El regreso de Trump al poder supone un viraje aún más drástico, incluyendo negociaciones bilaterales con Rusia que podrían afectar directamente el futuro de Ucrania y otros países aspirantes. Además, la demanda estadounidense de acceso prioritario a sectores estratégicos ucranianos, como el de minerales críticos, genera tensiones respecto a la soberanía económica de Ucrania y su capacidad de convergencia con los estándares de la UE.
A estos factores externos se suman las fracturas internas de la UE. La unanimidad requerida para avanzar en el proceso de adhesión otorga a cada Estado miembro un poder de veto que puede ser usado con fines estratégicos o ideológicos. Hungría, bajo el liderazgo de Viktor Orbán, ha asumido una posición obstruccionista, anunciando su intención de bloquear tanto la renovación de sanciones contra Rusia como el inicio de negociaciones de adhesión con Ucrania. Este bloqueo puede desencadenar represalias cruzadas entre Estados miembros, socavando la cohesión interna de la Unión. La posibilidad de que los aliados de Ucrania frenen el proceso de ampliación en los Balcanes como medida de presión contra Budapest revela el grado de interdependencia y tensión dentro del bloque.
El desafío es aún mayor si se considera que los países candidatos en los Balcanes Occidentales también exigen un trato equitativo. Serbia, Montenegro, Albania, Macedonia del Norte, Bosnia y Herzegovina y Kosovo han avanzado de forma desigual en sus reformas, y algunos de ellos presentan serios retrocesos democráticos o problemas estructurales que dificultan su adhesión. Sin embargo, una percepción de favoritismo hacia Ucrania o Moldavia podría erosionar la legitimidad del proceso de ampliación en esa región. La necesidad de un enfoque diferenciado—uno que reconozca las asimetrías pero no socave la cohesión política del proceso—se convierte, así, en una prioridad urgente.
En este contexto, dos enfoques se enfrentan dentro de las instituciones europeas. El primero, de corte tradicionalista, apuesta por avanzar con países como Montenegro y Albania, que han cumplido buena parte de los criterios exigidos. La idea es que su adhesión antes de 2030 reforzaría la credibilidad del proceso y motivaría a otros países a intensificar sus reformas. El segundo enfoque, de carácter geopolítico, sostiene que anclar rápidamente a Ucrania en la UE debe ser la prioridad absoluta, incluso si esto implica una integración escalonada mediante una membresía asociada. Esta fórmula permitiría acceder a ciertos beneficios comunitarios mientras se aplaza la adopción completa del acervo, lo que garantizaría una protección institucional temprana sin forzar una integración prematura.
El problema radica en que esta solución intermedia aún no está claramente definida. Supone redefinir el modelo de adhesión sin comprometer la coherencia jurídica y funcional de la UE. Además, cualquier esquema que otorgue beneficios sin exigir las mismas obligaciones podría generar fricciones entre Estados miembros y candidatos que han seguido un camino más riguroso. La clave estará en diseñar un modelo flexible pero robusto, que permita avanzar en la integración sin diluir los estándares fundamentales de la Unión.
Todo esto ocurre en un momento de fuerte oleada populista en Europa. La creciente desconfianza hacia las instituciones supranacionales, el miedo a la inmigración, la inseguridad económica y la polarización política están alimentando movimientos que rechazan cualquier tipo de expansión de la UE. En este clima, lograr la ratificación de nuevos tratados de adhesión por parte de los parlamentos nacionales será un proceso políticamente complejo. Por ello, la Unión necesita desde ahora una estrategia de comunicación pública efectiva, que explique de forma clara y persuasiva los beneficios de la ampliación no solo para los países candidatos, sino también para los Estados miembros actuales. La narrativa debe ir más allá de los tecnicismos y conectar con las preocupaciones reales de la ciudadanía: seguridad energética, estabilidad geopolítica, desarrollo económico y defensa de los valores democráticos.
En conclusión, la ampliación de la Unión Europea en la era geopolítica no puede seguir operando bajo las lógicas del pasado. Es necesario un nuevo paradigma, una estrategia integral que combine flexibilidad institucional, firmeza normativa y visión estratégica. El próximo encuentro de la Comunidad Política Europea en Tirana, aunque no ofrecerá soluciones definitivas, puede convertirse en un espacio clave para construir consensos y articular una hoja de ruta viable. Lo que está en juego no es solo la configuración territorial de la UE, sino su papel como actor global en un mundo cada vez más fragmentado y competitivo. La ampliación, bien gestionada, puede ser la respuesta europea a los desafíos del siglo XXI.