El desafío de los vehículos autónomos: ¿renovar la ciudad o repetir sus errores?

La llegada de los vehículos autónomos promete transformar radicalmente la movilidad urbana, pero también plantea serias interrogantes sobre el futuro del espacio público y el papel del peatón en la ciudad. Lejos de ser una simple cuestión tecnológica, su implementación nos obliga a revisar las lecciones del pasado y a preguntarnos qué tipo de ciudad estamos construyendo

 

Cruzando por el medio de las calles. Foto: Adamy

Es indiscutible que la irrupción del automóvil transformó radicalmente la forma en que concebimos y habitamos nuestras ciudades. Durante gran parte del siglo XX, las calles dejaron de ser espacios compartidos —donde peatones, ciclistas, vendedores ambulantes y niños convivían en una red densa de interacciones cotidianas— para convertirse en arterias diseñadas casi exclusivamente para el flujo vehicular. Esta mutación no ocurrió de manera orgánica; fue el resultado de una estrategia bien orquestada por la industria automotriz, que supo reconfigurar tanto las normas legales como el imaginario urbano. En ese contexto, la invención del término «jaywalker» no fue un hecho menor, sino una maniobra simbólica poderosa: criminalizar a los peatones que cruzaban la calle libremente sirvió para desplazar la culpa de los accidentes de tráfico desde los vehículos hacia las personas. La calle pasó a ser, no un espacio público, sino un dominio motorizado.

Lo más preocupante es que esta historia podría repetirse, ahora impulsada por otra revolución tecnológica: la de los vehículos autónomos. El reciente anuncio del gobierno británico, que plantea acelerar las pruebas de coches sin conductor en el país, ha generado reacciones encontradas. Uno de los comentarios más reveladores provino de una empresa tecnológica involucrada en el proyecto, al afirmar que “Londres tiene siete veces más jaywalkers que San Francisco”. Más allá de la imprecisión técnica —ya que el concepto de “jaywalking” no existe en el Reino Unido— lo que revela esta afirmación es una mentalidad que persiste: el peatón como problema, como anomalía que debe ser corregida. En vez de considerar la imprevisibilidad humana como una característica esencial de la vida urbana, se la relega a la categoría de error, de bug en el sistema.

Este enfoque es profundamente preocupante. Porque si bien es cierto que los vehículos autónomos requieren entornos estructurados y comportamientos predecibles para operar con eficacia, ello no debería traducirse en la adaptación forzada de las ciudades a sus limitaciones tecnológicas. Más aún cuando se ha demostrado que esta lógica ya tuvo consecuencias nefastas en el pasado: la exclusión del peatón, la pérdida de autonomía de los niños, el aumento de la contaminación, la fragmentación del tejido social y, sobre todo, la normalización de las muertes en carretera, especialmente entre los más vulnerables. Las leyes de “jaywalking”, además, han sido históricamente utilizadas de manera discriminatoria. En California, por ejemplo, las personas negras son detenidas por esta infracción con una frecuencia 4,5 veces mayor que las blancas, lo cual pone en evidencia cómo el control del espacio urbano también puede ser una herramienta de segregación.

La pregunta que debemos hacernos no es si queremos o no vehículos autónomos. La tecnología, bien utilizada, puede ser una aliada valiosa. Con el enfoque adecuado, podrían representar una alternativa más segura y sostenible a la propiedad privada de automóviles. Pero el verdadero dilema radica en cómo los integramos en la vida urbana: ¿Cómo herramientas al servicio de una ciudad más humana, o como motores de una nueva etapa de deshumanización del espacio público?

La economía tampoco es un argumento neutral. El gobierno británico estima que el sector de los vehículos autónomos podría generar 38.000 empleos y aportar £42 mil millones a la economía nacional para el año 2035. Otros países europeos van en la misma línea. Esta cifra, indudablemente tentadora, puede ejercer una presión considerable sobre los marcos de planificación urbana, incentivando políticas que prioricen la eficiencia tecnológica por encima de la equidad espacial. Es aquí donde la historia nos ofrece una advertencia clara: ya una vez sacrificamos la calidad de vida urbana en nombre del progreso técnico. No podemos permitirnos cometer el mismo error.

Cabe señalar que no se necesita una ley de “jaywalking” para restringir la libertad peatonal. Basta con diseñar calles que, de manera sutil pero efectiva, impidan el cruce libre, fragmenten los trayectos a pie o disuadan de caminar mediante entornos hostiles. Cuando los espacios urbanos son moldeados por las necesidades de las máquinas en lugar de por las de las personas, se produce una erosión paulatina pero profunda de la vida pública. Y esa erosión, aunque muchas veces imperceptible, tiene efectos duraderos en la cohesión social, en la salud pública y en la democracia misma.

Por eso, si las pruebas de vehículos autónomos finalmente se llevan a cabo, tenemos ante nosotros una elección fundamental. Podemos permitir que los intereses tecnológicos y económicos rediseñen nuestras calles una vez más en función de sus necesidades, o podemos optar por un modelo urbano distinto, en el que caminar, pedalear y usar el transporte público no sean actos residuales, sino el corazón mismo de la vida urbana. Se trata, en última instancia, de decidir qué tipo de ciudad queremos habitar: una que se adapta a los algoritmos, o una que reconoce y protege la complejidad humana.

Los vehículos autónomos pueden aportar soluciones reales a ciertos problemas de movilidad, eso es innegable. Pero si su implementación se produce a costa del derecho a caminar libremente por nuestras ciudades, entonces no estaremos resolviendo los problemas correctos. Más bien, estaremos profundizando una lógica histórica que ya ha mostrado sus límites. No se trata de rechazar la innovación, sino de subordinarla a principios más amplios de justicia, inclusión y humanidad. La tecnología debe servirnos a nosotros, no al revés. Solo así podremos construir ciudades verdaderamente vivas y democráticas.

Por Instituto IDHUS