PEDRO GONZÁLEZ
Atalayar
Seis mil kilómetros separan las dos orillas de África con el Atlántico y el Índico. Es la parte más ancha del continente, la faja del Sahel, que ahora mismo es un territorio en el que puede dirimirse no sólo gran parte del futuro de África sino también de Europa. Todos los países que conforman ese cinturón han sufrido golpes de Estado que han alterado el frágil status quo surgido de la descolonización.
Si empezamos en el este, en las cercanías del Mar Rojo, Sudán, Chad, Níger, Malli, Burkina Faso y Guinea, ya a orillas del Atlántico, todos han sufrido en los últimos años el derrocamiento de sus respectivos gobiernos por asonadas militares, en algunos casos por dos veces, como Mali y Burkina Faso. Gabón, de momento el último país africano que ha experimentado un golpe de estado no está enclavado en ese cinturón, situado en los aledaños del Trópico de Cáncer, sino en la línea del ecuador. Todos ellos salvo Sudán tienen como denominador común haber sido colonias francesas, y asimismo haber mantenido una relación tan estrecha con la metrópoli después de la independencia, que Francia ha sido no sólo el principal socio de sus intercambios comerciales sino el garante de sus activos, a través de una moneda acuñada en París y respaldada por el Banco de Francia, el franco CFA. Y, por supuesto, manteniendo bases militares, cuyos efectivos se han encargado de la protección de sus intereses, además de colaborar frecuentemente en el mantenimiento del orden público, y en los últimos años hacer frente a las ofensivas terroristas de todo tipo.
La explotación de los grandes recursos naturales de que disponen estos países, que van desde el petróleo al uranio, pasando por el hierro, manganeso e incluso los agrupados bajo la denominación de tierras raras, han estado por lo tanto en manos de las corporaciones francesas, a veces en dura pugna con las norteamericanas.
La estabilidad de buena parte de todos estos países se ha basado en personalidades erigidas en auténticos caudillos, tentados a menudo tanto de eternizarse en el poder como de hacer de éste una empresa hereditaria. El caso de los Bongo de Gabón es de los más significativos, puesto que el país no ha conocido en sesenta años más presidentes que a Omar, fallecido en 2009, y a su hijo Alí, que había revalidado su mandato en las elecciones de agosto, con los mismos abultados resultados de siempre, no reconocidos esta vez por su principal rival, Albert Ondo Ossa.
Los Bongo en Gabón, como Mohamed Bazoum en Níger, Roch Marc Christian Kaboré en Burkina Faso o Ibrahim Boubacar Keita en Mali, actuaron siempre como los grandes y bien pagados capataces de sus respectivos países, convertidos en la práctica en fincas de las multinacionales francesas. París tuvo siempre muy buen cuidado de dirigir con firmeza los asuntos relativos a sus antiguas colonias. El que fuera considerado como un auténtico “rey republicano”, el presidente François Mitterrand, instaló en el Palacio del Elíseo una célula dedicada exclusivamente a los asuntos africanos, que solo despachaba y rendía cuentas ante él.
La agresiva irrupción de Rusia y China en el continente, además de la sacudida del terrorismo islámico de las organizaciones adscritas a Al Qaeda y al Daesh, ha terminado por agitar el tablero geopolítico del Sahel y países aledaños con muchos visos de romperlo definitivamente. Los militares que han tomado el poder a través de los sucesivos golpes de Estado concitan adhesiones de la población en base a una argumentación simple: el país no obtiene los beneficios que le corresponderían a tenor de las materias primas que explotan los antiguos colonizadores. Razonamiento maniqueo que se traduce en una hostilidad manifiesta a Francia, y por extensión a la Unión Europea y a Occidente.
En el seno de los militares sublevados también emergen las diferencias. Algunas son tan sangrientas como las que libran en Sudán el general Abdel Fatah al Burhan y el que fuera su subordinado, el también general Mohamed Hamdan Daglo. Salvo rarísimas excepciones, todos se han formado en la educación práctica de la ley del más fuerte, de que es mejor ser temido que compadecido.
La franja del Sahel es también un cruce de caminos complejo, donde fronteras trazadas con compás y cartabón son imposibles de guardar en la inmensidad del desierto del Sahara. Ahí se ventilan los centenares de miles de odiseas y tragedias de la cada vez más numerosa emigración que se deja sus pequeños ahorros, el pellejo y a menudo la vida por alcanzar esa Europa que los traficantes de seres humanos les pintan como el paraíso en la tierra.