Cómo perder una guerra imposible de ganar: por qué ha fracasado la intervención en el Sahel

Cómo perder una guerra imposible de ganar: por qué ha fracasado la intervención en el Sahel

Dennis Jett
Profesor de la Escuela de Asuntos Internacionales de la Universidad Estatal de Pensilvania.
Modern War Institute

La situación de seguridad en la región del Sahel es compleja, desalentadora y no mejora. Se calcula que el número anual de víctimas mortales causadas por los conflictos en esa parte de África habrá aumentado un 50% en 2022, hasta alcanzar unas nueve mil. Los combates entre grupos extremistas violentos, los enfrentamientos entre éstos y los soldados y mercenarios gubernamentales y extranjeros, y los ataques a civiles por todas las partes se han sumado al número de víctimas mortales. El uso de tácticas de guerra irregular por parte de los extremistas, incluidos los artefactos explosivos improvisados, también ha infligido un número creciente de bajas a las fuerzas de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas.

La situación en Malí y en gran parte del resto del Sahel está empeorando en parte porque la ONU y los países democráticos no han logrado elaborar una estrategia para contener el conflicto. En palabras del International Crisis Group: «Burkina Faso, Malí y Níger no muestran signos de estar venciendo a las obstinadas insurgencias islamistas. Los líderes occidentales, cuya implicación militar durante la última década ha hecho poco por frenar la violencia, parecen no saber cómo responder a los golpes de Estado en Burkina Faso y Malí».

Esta incapacidad para responder eficazmente ha provocado manifestaciones populares contra las fuerzas de paz de la ONU y Francia. También ha llevado a algunos gobiernos de la región a recurrir a mercenarios rusos como el Grupo Wagner para acabar con los insurgentes y a exigir la salida de las tropas francesas.

En ningún lugar es más evidente este trágico escenario que en Malí, donde los países de Europa Occidental y Canadá han retirado sus tropas. Francia se fue después de intentar durante casi una década mejorar la situación, gastar miles de millones de dólares y perder a más de cincuenta de sus soldados. El presidente francés, Emmanuel Macron, al anunciar la retirada en febrero de 2022, dijo: «No podemos seguir comprometidos militarmente junto a autoridades de facto cuya estrategia y objetivos ocultos no compartimos.»

El profundo desencanto con lo que había sido una estrecha relación entre una antigua colonia y el país que la había gobernado era mutuo. En agosto de 2022, el ministro de Asuntos Exteriores maliense escribió una carta al presidente del Consejo de Seguridad de la ONU en la que afirmaba que Francia había proporcionado información, armas y municiones a grupos terroristas. La carta también amenazaba con recurrir a la «autodefensa» si Francia continuaba con esas supuestas operaciones.

Los franceses no son los únicos a los que no les han ido bien las cosas en Malí. La misión de mantenimiento de la paz de la ONU, MINUSMA, ha sufrido más de 290 muertes y va camino de tener el mayor número de bajas de cualquier operación en la historia de la ONU. También es una de las más caras, con un presupuesto anual de casi 1.300 millones de dólares. En un incidente reciente, el 21 de febrero de 2023, tres miembros senegaleses de las fuerzas de mantenimiento de la paz murieron a causa de una bomba colocada al borde de una carretera, uno de los más de quinientos ataques de este tipo contra personal de la MINUSMA perpetrados con artefactos explosivos improvisados.

La situación en Malí no es sólo sombría. Es desesperada. No existe ninguna estrategia militar que los países donantes estén dispuestos a utilizar para que la guerra pueda ganarse. Si hay algún aspecto positivo en esta situación para Estados Unidos, es que realmente no importa. Estados Unidos no tiene intereses nacionales vitales en juego en Malí. Eso no impedirá que el gobierno estadounidense siga aplicando una estrategia que no sólo fracasará, sino que empeorará las cosas. Para entender por qué esto es así es necesario repasar cómo la política estadounidense ha llegado a donde está hoy.

Los orígenes de una estrategia fracasada

Durante la Guerra Fría hubo una tendencia a apoyar a cualquier líder que se declarara anticomunista. Eso fue especialmente evidente durante la administración de Ronald Reagan, cuando la política tenía incluso un nombre. Se llamó Doctrina Kirkpatrick, en honor a la embajadora de Reagan ante la ONU, Jeane Kirkpatrick. Se basaba en la creencia de que un dictador de derechas era preferible a un líder de izquierdas, incluso a uno elegido democráticamente, porque el primero ayudaría a ganar la Guerra Fría, mientras que el segundo podría no hacerlo.

Tras los atentados terroristas del 11-S, se impuso una doctrina similar, en la que el terrorismo sustituía al comunismo como amenaza existencial. Nueve días después del 11-S, el presidente George W. Bush declaró en un discurso ante el Congreso: «Cada nación, en cada región, tiene ahora que tomar una decisión. O estáis con nosotros, o estáis con los terroristas». En la práctica, esto significaba que cualquier autócrata podía invocar la amenaza del terrorismo islamista como motivo para recibir ayuda militar estadounidense. Era y sigue siendo una forma de ver el mundo tan simplista como binaria. Y a menudo empeora las cosas.

En 2003, un escritor del Christian Science Monitor describió lo que puede ocurrir: «[La] mala gestión de la guerra contra el terrorismo por parte de la administración [Bush] ha socavado profundamente la estabilidad en toda África en el último año. En su encarnación africana, esa guerra ha conseguido producir casi exactamente lo contrario de lo que se pretendía. La administración ha permitido que los regímenes africanos asociados tomen medidas enérgicas contra una amplia gama de grupos musulmanes… creando enemigos donde antes no existían».

Como los esfuerzos para contener a esos enemigos flaquearon, se intentó un enfoque más amplio. En 2005 se puso en marcha la Asociación Antiterrorista Transahariana. El TSCTP se diseñó como un «programa interagencial plurianual para luchar contra el extremismo violento mediante el fomento de la resiliencia de las comunidades marginadas para que puedan resistir la radicalización y el reclutamiento de terroristas, y para luchar contra el terrorismo mediante la creación de capacidad antiterrorista a largo plazo de las fuerzas de seguridad y la cooperación regional en materia de seguridad». Etiquetado como un enfoque de todo el gobierno, el TSCTP ha sido sin embargo desequilibradamente favorable al uso de medios militares para resolver el problema. Y ha fracasado.

El hecho de que el extremismo violento haya seguido creciendo tras diecisiete años del TSCTP y cientos de millones de dólares es una clara prueba de su falta de éxito. El programa ha tenido incluso dificultades para definir sus logros y hacer un seguimiento de dónde se ha invertido el dinero. Como señalaba un informe de la GAO de 2014, aunque las agencias estadounidenses habían gastado cerca de la mitad de los casi 290 millones de dólares asignados al TSCTP desde 2009, carecían de la información necesaria para evaluar el rendimiento del programa y tomar decisiones de gestión.

Un antiguo alto funcionario de la Oficina de Asuntos Africanos del Departamento de Estado tenía una valoración más dura del programa. «Lo consideraba una estafa», me dijo. «Cuando preguntaba a la gente por el éxito, señalaban cuánta gente se había formado. En mi opinión, el éxito es cuánto territorio controlan los malos. El hecho es que ahora controlan mucho más».

La incapacidad de mejorar la seguridad, a pesar del TSCTP y de las decenas de soldados franceses y de otros países muertos, demuestra que la estrategia no está funcionando. Esto se debe a que los esfuerzos militares dejan sin abordar las causas fundamentales del problema.

Una versión actualizada del TSCTP que se promulgó en 2022 intenta hacerlo. La legislación reconocía explícitamente que «la mala gobernanza, la marginación política y económica y la falta de rendición de cuentas por los abusos contra los derechos humanos cometidos por las fuerzas de seguridad son factores que impulsan el extremismo». El Congreso dio 180 días al poder ejecutivo para presentar un plan que combatiera a los extremistas, aumentara las oportunidades de empleo, la educación de las niñas, la participación política de las mujeres, la capacidad de los gobiernos locales y la sociedad civil, y la transparencia y rendición de cuentas del gobierno, y luchara contra la corrupción. El contenido del plan no es público, pero tampoco tendrá éxito. Entender por qué requiere considerar por qué Malí está a punto de convertirse en un Estado fallido.

La causa del problema

Malí es uno de los países más pobres del mundo. Casi la mitad de la población vive en la pobreza extrema y el producto interior bruto per cápita es aproximadamente el 3% del de Estados Unidos. Pero la pobreza abunda en el mundo y el terrorismo no es significativamente mayor en los países pobres que en los ricos, como demuestra un estudio realizado por la Oficina Nacional de Investigación Económica.

Lo que sí importa es la calidad del gobierno del país. Si nos fijamos en la clasificación de los índices elaborados por organizaciones que califican a los países en función de diversas dimensiones de la gobernanza, queda claro que Malí es uno de los países peor gobernados del mundo.

En cuanto a libertades civiles y derechos políticos, Freedom House lo clasificó como «no libre». Transparencia Internacional lo clasificó como 136 entre 180 países en su Índice de Percepción de la Corrupción. En el Índice Ibrahim de gobernanza general, ocupaba el puesto 31 de 54 países africanos.

Como lo describió el New York Times en un artículo de febrero de 2022: «A partir de Mali en 2012, grupos terroristas de todo el Sahel se alzaron en armas contra sus gobiernos, aprovechando los agravios existentes en las comunidades marginadas, reclutando a hombres jóvenes con pocas perspectivas y acobardando a los pueblos de las zonas rurales hasta la sumisión.»

El artículo se hace eco de los resultados de un amplio estudio publicado recientemente por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Entrevistas con cientos de hombres jóvenes que habían pertenecido a grupos extremistas violentos revelaron que lo que les había inducido a unirse era la falta de trabajo, educación y fe en su gobierno. Solo el 17% citó la religión como un factor de motivación significativo. Un artículo del Washington Post de 2015 también informaba de que una encuesta realizada a casi novecientos malienses mostraba que «la idea más popular para resolver la crisis no apuntaba a una respuesta de seguridad, sino a la reforma del gobierno.»

A pesar de estas conclusiones y del reconocimiento en el TSCTP de la importancia de las cuestiones políticas y económicas, se ha hecho poco para abordar la corrupción y otros problemas de gobernanza. Se ha hecho hincapié en la opción militar, pero sin el apoyo de su pueblo un gobierno no podrá derrotar a los extremistas violentos. Y cuando se trata de gobiernos como el de Malí, hay muchas razones para dudar de que se preocupen por su propio pueblo.

Por qué no se puede ganar la guerra

Ante la amenaza extremista, Mali ha aumentado enormemente su gasto en defensa. De 150 millones de dólares y el 1,16% del PIB en 2013, pasó a casi 600 millones de dólares y el 3,3% del PIB en 2020. Sin embargo, más importante que los recursos es la cuestión de la motivación. Como demuestra cada día el ejército de Ucrania, un soldado que defiende su patria tiene más ganas de luchar que un ejército invasor con gran número de reclutas y criminales, baja moral y escasa cohesión de unidad.

El compromiso personal con la causa importa, pero es difícil que un soldado maliense crea que defender al régimen en el poder es una causa por la que merece la pena morir. Se trata de un gobierno que gobierna mal y que es el resultado de una puerta giratoria de presidentes que accedieron al poder tras elecciones cuestionables o golpes de Estado. También es un gobierno que, hasta cierto punto, está en guerra contra su propio pueblo y que ha contratado mercenarios rusos y les ha dado rienda suelta para que ayuden en esa guerra sin tener en cuenta el bienestar de los civiles.

Las fuerzas de paz de la ONU tampoco aportarán nunca una solución ni añadirán nada más que bajas al conflicto. Tras el fracaso de las fuerzas de paz a la hora de proteger a los civiles en Bosnia y otros lugares, la sede de la ONU decidió que el mantenimiento de la paz tenía que ser más robusto. En la práctica, este deseo de solidez ha llevado a ignorar los tres principios que tradicionalmente han seguido las fuerzas de mantenimiento de la paz: mantenerse imparciales, contar con la aceptación de todas las partes en conflicto y utilizar la fuerza sólo en defensa propia. Ignorar esos principios ha tenido un coste.

Se supone que los contingentes militares de la MINUSMA, y de las otras cuatro operaciones de mantenimiento de la paz lanzadas desde que se tomó la decisión sobre la solidez, deben proteger a la población civil y ayudar al gobierno a hacerse con el control de una mayor parte de su territorio. Esto coloca a las fuerzas de mantenimiento de la paz potencialmente en funciones de combate y las convierte en objetivos de los extremistas.

Nunca debe esperarse que las fuerzas de mantenimiento de la paz sean combatientes de guerra. Una de las razones es que los doce mil soldados del contingente militar de la MINUSMA proceden de cincuenta y cinco países diferentes. Más del 85% de ellos proceden de países pobres en los que el gasto en defensa por soldado es tan bajo como en Malí. A pesar del deseo de solidez por parte de los diplomáticos en Nueva York, los soldados extranjeros mal equipados y poco motivados tienen aún menos incentivos para ponerse en peligro que los soldados malienses.

Otro problema es que, aunque la MINUSMA es una de las mayores y más caras operaciones de mantenimiento de la paz, está demasiado dispersa. En dos países africanos más pequeños, Liberia y Sierra Leona, hubo misiones de mantenimiento de la paz que se consideraron exitosas. En el primero, había un pacificador por cada seis kilómetros cuadrados. En el segundo, había uno por cada cuatro kilómetros cuadrados. En Malí, la proporción es de uno por cada 80 kilómetros cuadrados.

Ni los soldados extranjeros ni las fuerzas de paz ganarán la guerra contra el extremismo violento. Lo que podría funcionar es un enfoque no militar, pero es poco probable que se intente seriamente.

Una estrategia mejor: eso no ocurrirá

A pesar de toda la retórica, Estados Unidos y otros países donantes que proporcionan ayuda oficial al desarrollo nunca han sido buenos en la promoción de la democracia. Como explicaba un informe reciente de la Fundación Westminster para la Democracia, aunque el mundo se encuentra en una prolongada recesión democrática: «Cuando los países deciden a dónde enviar fondos de ayuda oficial al desarrollo (AOD), el hecho de que el receptor sea una democracia no es un factor importante en sus decisiones. El 79% de la ayuda se destinó a autocracias en 2019. . . . Las iniciativas democráticas apoyadas por los Estados occidentales a menudo se ven superadas por sus compromisos cotidianos con socios autoritarios: desde acuerdos comerciales hasta programas conjuntos de seguridad.» Aunque Estados Unidos suspendió la ayuda militar a Mali en 2020 debido al golpe de Estado de ese año, sigue proporcionando ayuda al desarrollo y asistencia humanitaria que ascendió a 223 millones de dólares en el año fiscal 2021.

Si no se utiliza la AOD como palanca para mejorar la gobernanza, hay pocas posibilidades de que la democracia se fortalezca porque los gobiernos autoritarios no tienen incentivos ni interés en gobernar mejor. En febrero de 2023, el Grupo Eurasia, consultora líder en análisis de riesgo político, presentó un proyecto denominado Atlas de la Impunidad. En él se demostraba una fuerte correlación positiva entre la impunidad general y la ausencia de rendición de cuentas en la gobernanza, la explotación económica y los abusos contra los derechos humanos. El gobierno de Malí, y los de la mayor parte del resto del Sahel, obtuvieron altas puntuaciones en la medición del grado en que son inmunes a las repercusiones de sus acciones. No les interesa hacer lo mejor para su pueblo y su país. Su principal objetivo es aferrarse al poder.

Dado que para estos gobiernos el poder es más importante que la paz, no se dejarán impresionar por los esfuerzos de los países donantes encaminados a conseguir que gobiernen mejor. El tipo de diplomacia coercitiva que podría tener alguna posibilidad de conseguirlo es algo que los países donantes no están dispuestos a intentar. Y se argumentará que es necesario aceptar un gobierno no democrático para hacer frente a una amenaza crítica.

La justificación central ofrecida por Osama bin Laden para los atentados del 11-S fue el estacionamiento de tropas estadounidenses en Arabia Saudí para proteger a una monarquía corrupta. La posibilidad de un ataque terrorista contra la patria originado en el Sahel parece remota. Pero renovar el suministro de ayuda y entrenamiento militar a un gobierno como el de Mali podría inspirar una versión saheliana de Bin Laden. Y esa sería una forma de perder una guerra imposible de ganar.