La entrega ultrarrápida se ha consolidado como una característica central del consumo urbano contemporáneo, transformando la forma en que las personas acceden a bienes y servicios. Esta nueva dinámica, sin embargo, plantea importantes retos para las ciudades, que no han sido diseñadas para absorber su velocidad ni su escala. Analizamos los impactos estructurales, regulatorios y ambientales de este fenómeno, así como las estrategias necesarias para integrarlo de forma sostenible en el tejido urbano

En los últimos años, la entrega ultrarrápida en entornos urbanos ha pasado de ser una novedad a convertirse en una expectativa cotidiana para millones de consumidores. Este fenómeno, impulsado por la expansión del comercio electrónico, la digitalización del consumo y el auge de plataformas logísticas altamente optimizadas, ha transformado radicalmente la dinámica del transporte de mercancías en las ciudades. Comestibles, medicamentos, artículos de tecnología, comidas preparadas y todo tipo de productos pueden ahora llegar a los hogares en menos de una hora, gracias a una combinación de algoritmos de asignación, infraestructura digital, redes de distribución urbana densas y mano de obra flexible, muchas veces precarizada. Sin embargo, este salto cualitativo en la eficiencia del consumo ha tenido lugar sin que el tejido urbano ni las políticas públicas evolucionaran a la misma velocidad, lo que plantea una serie de desafíos estructurales, regulatorios y ambientales que deben ser abordados con urgencia.
Las ciudades, en su forma actual, no fueron diseñadas para absorber el volumen, la velocidad y la fragmentación espacial que exige la entrega ultrarrápida. La infraestructura vial, el uso del espacio público y la planificación urbana siguen respondiendo a modelos de movilidad y comercio del siglo XX, donde el transporte de mercancías era mayoritariamente centralizado, planificado con antelación y realizado en horarios definidos. Hoy, por el contrario, los sistemas logísticos operan bajo demanda, con una altísima rotación de entregas en franjas horarias extensas y en áreas densamente pobladas, lo cual incrementa la presión sobre las vías, aceras, espacios de carga y descarga, y zonas residenciales. Si no se implementan medidas estructurales, se estima que para 2030 las entregas urbanas podrían representar hasta el 13% de las emisiones de transporte en entornos urbanos, al mismo tiempo que se prevé un aumento del 60% en la cantidad de vehículos vinculados a la distribución de última milla, lo que agravaría la congestión vial, el deterioro de la calidad del aire y la competencia por el espacio público, especialmente en barrios históricamente desfavorecidos.
Uno de los principales obstáculos para enfrentar este fenómeno es la desconexión entre los sectores público y privado. Mientras las empresas innovan rápidamente para optimizar sus operaciones, las autoridades municipales a menudo reaccionan de manera fragmentaria y reactiva, sin marcos regulatorios integrales ni plataformas de gobernanza coordinadas. Esta disociación genera un ecosistema logístico altamente desarticulado, donde los objetivos públicos –como la sostenibilidad ambiental, la equidad territorial y la eficiencia del transporte– colisionan con las lógicas comerciales, que priorizan la rapidez, la competitividad y la reducción de costes. En este contexto, las ciudades corren el riesgo de consolidar un modelo urbano en el que la calidad de vida de los habitantes se ve erosionada por la sobrecarga del espacio público, al mismo tiempo que se limita la capacidad del sector logístico para realizar inversiones de largo plazo en tecnologías limpias y soluciones estructurales.
Para abordar este reto, es imperativo reconocer la entrega ultrarrápida como una infraestructura urbana crítica, cuya planificación, regulación y financiación deben estar al nivel de otros servicios urbanos esenciales como el transporte público, la gestión de residuos o el suministro energético. En términos normativos, muchas ciudades han comenzado a implementar medidas para mitigar los impactos negativos de este fenómeno. Entre ellas destacan el cierre de centros de distribución opacos o dark stores (que suelen operar sin regulación en áreas residenciales), la creación de zonas de bajas emisiones, la exigencia de electrificación progresiva de las flotas y la restricción del acceso de vehículos contaminantes a determinadas áreas. Estas políticas, si bien son un paso en la dirección correcta, suelen aplicarse de forma dispersa, con normativas que varían no solo entre ciudades, sino incluso entre barrios, lo cual genera un entorno regulatorio incierto que desincentiva la inversión sostenible y perpetúa la fragmentación del sistema.
En este sentido, se requieren marcos regulatorios estructurados, transparentes y adaptables, que definan con claridad las reglas del juego para todos los actores involucrados. Un ejemplo notable es el modelo adoptado por la ciudad de Ámsterdam, donde se ha establecido una zona de cero emisiones que, a partir de 2025, prohibirá el ingreso de vehículos contaminantes, con una transición escalonada hasta 2030. Este enfoque, respaldado por el Acuerdo Climático Nacional de los Países Bajos, ha sido replicado en otras ciudades del país, lo cual ofrece a las empresas una hoja de ruta previsible para planificar la transformación de sus operaciones. La previsibilidad regulatoria no solo favorece la sostenibilidad ambiental, sino que también permite a los operadores logísticos optimizar sus inversiones en vehículos eléctricos, microcentros de distribución y tecnologías de optimización de rutas.
Más allá de la regulación, otro componente esencial para la transformación del sistema logístico urbano es la inversión compartida entre los sectores público y privado. La modernización de la infraestructura logística –desde hubs urbanos de consolidación, puntos de recogida automatizados, estaciones de carga eléctrica, hasta espacios inteligentes en las aceras para carga y descarga– requiere recursos financieros, planificación conjunta y una visión de largo plazo. Sin embargo, muchas ciudades carecen de la capacidad presupuestaria o del capital político necesario para emprender este tipo de proyectos de forma autónoma. Por su parte, las plataformas de entrega operan en un entorno de alta competencia y bajos márgenes, lo que limita su disposición a realizar inversiones costosas sin incentivos claros.
La inversión conjunta, estructurada en forma de asociaciones público-privadas, consorcios logísticos urbanos o esquemas de cofinanciación, aparece como una solución viable y mutuamente beneficiosa. Ejemplos como el de iFood en Brasil ilustran cómo estas colaboraciones pueden materializarse: la empresa ha establecido alianzas con sistemas locales de bicicletas compartidas para desplegar bicicletas eléctricas para sus repartidores, reduciendo tanto la huella ambiental como los costes operativos. Cuando las ciudades y las empresas planifican e invierten conjuntamente, no solo se mejora la eficiencia del sistema, sino que también se promueve la inclusión social de los trabajadores del sector, quienes muchas veces enfrentan condiciones laborales precarias y carecen de protección legal.
Finalmente, un elemento transversal que condiciona la eficacia de cualquier intervención es la disponibilidad de datos. La gran mayoría de las autoridades urbanas no dispone de información precisa y actualizada sobre el volumen de entregas, los flujos de movilidad de los vehículos de reparto, los puntos críticos de congestión ni las emisiones asociadas a esta actividad. Esta opacidad limita la capacidad de diseñar políticas basadas en evidencia, evaluar el impacto de las medidas implementadas y anticipar tendencias futuras. A su vez, las empresas suelen considerar sus datos como activos estratégicos sensibles, lo que dificulta la cooperación en este ámbito.
Sin embargo, están emergiendo mecanismos que permiten superar esta barrera mediante marcos de intercambio de datos anónimos y no competitivos, protegidos por estándares abiertos y acuerdos de confidencialidad. Iniciativas como la Open Mobility Foundation trabajan para estandarizar la recopilación y el uso de datos de movilidad, permitiendo a las ciudades acceder a información útil sin comprometer los intereses comerciales de las empresas. Este tipo de gobernanza de datos es fundamental para construir sistemas logísticos urbanos más inteligentes, resilientes y sostenibles, capaces de responder a los desafíos del presente y anticipar las demandas del futuro.
En conclusión, la entrega ultrarrápida ha redefinido las relaciones entre consumo, espacio urbano y movilidad, pero su integración armónica en la vida urbana aún está lejos de completarse. Para que este sistema pueda evolucionar de forma equitativa, eficiente y sostenible, es necesario un nuevo pacto entre ciudades, empresas, trabajadores y ciudadanos, basado en reglas claras, inversión compartida y una infraestructura de datos que permita una planificación inteligente. Solo así será posible convertir la velocidad en una aliada del bienestar urbano, en lugar de una amenaza a su sostenibilidad.