En un contexto de transformaciones geopolíticas profundas en el continente africano, el reciente respaldo de Kenia al plan de autonomía marroquí para el Sáhara Occidental marca un punto de inflexión decisivo. Este gesto no solo reconfigura equilibrios regionales, sino que desafía legados ideológicos arraigados desde la Guerra Fría. En este artículo analizamos las implicaciones estratégicas de esta decisión, sus causas estructurales y las posibles proyecciones futuras para África y sus alianzas internacionales

El reciente respaldo diplomático de Kenia al plan de autonomía propuesto por Marruecos para el Sáhara Occidental representa un punto de inflexión no solo en la política regional del norte y este de África, sino en la evolución geoestratégica del continente africano en su conjunto. Este alineamiento no debe interpretarse únicamente como una toma de postura sobre un conflicto territorial específico, sino como una reconfiguración más amplia de alianzas, visiones de desarrollo y marcos ideológicos que marcaron el pasado africano, especialmente durante la Guerra Fría, y que hoy pierden tracción frente a una nueva realidad internacional dominada por el pragmatismo, la conectividad económica y la seguridad compartida.
Históricamente, el conflicto del Sáhara Occidental ha sido uno de los temas más divisivos dentro de la diplomacia africana y de las instituciones panregionales, como la Unión Africana. La persistencia del apoyo al Frente Polisario por parte de Argelia ha prolongado un statu quo que ha bloqueado oportunidades de integración regional en el Magreb, ha perpetuado condiciones de subdesarrollo en las zonas afectadas y ha alimentado tensiones artificiales en nombre de una lucha por la autodeterminación que, en la práctica, ha derivado en un limbo institucional. La llamada República Árabe Saharaui Democrática (RASD), sin una administración efectiva, sin legitimidad democrática ni economía sostenible, ha funcionado como un instrumento de presión geopolítica en manos de Argel, más que como una alternativa viable de Estado.
La decisión de Kenia de respaldar el plan de autonomía bajo soberanía marroquí no solo refleja una comprensión más pragmática del principio de autodeterminación—reinterpretado en clave de gobernanza funcional y estabilidad regional—sino que también señala el fortalecimiento de un eje diplomático entre Marruecos y las potencias africanas orientales. Kenia, actor clave del África oriental, con vínculos sólidos tanto con Estados Unidos como con Israel, ha optado por un realineamiento que privilegia la inversión extranjera, la cooperación en materia de seguridad y la modernización económica como ejes fundamentales de su política exterior.

Este cambio tiene además implicaciones significativas para el equilibrio de poder en el continente. El debilitamiento del eje argelino, tradicionalmente alineado con discursos antioccidentales y con una política exterior anclada en alianzas con Rusia e Irán, abre el espacio para una nueva coalición africana que priorice los intereses comunes sobre las herencias ideológicas. La consolidación de esta coalición encuentra en Marruecos no solo un socio con estabilidad institucional y visión estratégica, sino un puente entre África y el mundo árabe, y entre África y Occidente, especialmente Estados Unidos e Israel. El papel de Marruecos en los Acuerdos de Abraham lo convierte en un actor central en los esfuerzos de normalización árabe-israelí y en la estrategia estadounidense de contención de influencias hostiles en regiones clave del mundo en desarrollo.
Desde una perspectiva prospectiva, este respaldo keniano podría ser el catalizador de un cambio sistémico dentro de la Unión Africana. A medida que más Estados comiencen a priorizar los beneficios tangibles de la cooperación económica y la integración infraestructural sobre las lealtades históricas a causas congeladas, es probable que se genere una presión creciente para revisar el estatus de la RASD dentro de los órganos continentales. Países como Ghana, Senegal, Ruanda o incluso Etiopía podrían, en distintos grados, seguir el ejemplo de Kenia, especialmente si se presentan incentivos por parte de socios internacionales como Estados Unidos, la Unión Europea o las monarquías del Golfo.
El conflicto del Sáhara Occidental, entonces, podría transitar hacia una nueva etapa no a través de una resolución formal negociada en foros multilaterales, sino mediante una progresiva erosión del apoyo internacional a la causa saharaui en favor de una integración funcional de los territorios en disputa bajo el modelo autonómico marroquí. Este modelo ya ha demostrado cierta capacidad de tracción en términos de infraestructura, desarrollo energético y administración descentralizada, lo que refuerza su atractivo frente a alternativas sin viabilidad práctica.

Por otro lado, el aislamiento creciente de Argelia y su modelo de política exterior basada en el enfrentamiento y la autosuficiencia podría intensificarse, empujando al país hacia una relación más estrecha con actores como Rusia y China. Sin embargo, esta opción podría no ofrecer los mismos beneficios inmediatos de legitimidad y desarrollo que plantea la integración en redes multilaterales occidentales, particularmente en un contexto global donde las alianzas económicas y de seguridad están en transformación acelerada.
En síntesis, el respaldo de Kenia a la propuesta marroquí no debe leerse únicamente como un posicionamiento diplomático coyuntural, sino como un síntoma de una transformación estructural en la lógica geopolítica africana. Es un rechazo a las narrativas del pasado y una afirmación de una visión donde la soberanía, la estabilidad y el desarrollo se convierten en las nuevas banderas de legitimidad. Este giro, si se mantiene y amplía, podría redefinir no solo el destino del Sáhara Occidental, sino el futuro de la política continental africana en un mundo cada vez más interdependiente y multipolar.