En las últimas décadas, México ha pasado de ser un país de tránsito migratorio a convertirse en una pieza clave de la estrategia de contención migratoria de Estados Unidos. Bajo presión diplomática y económica, ha desplegado un complejo aparato de control que extiende la frontera estadounidense miles de kilómetros al sur. Este fenómeno plantea profundas implicaciones geopolíticas, humanitarias y legales, y abre interrogantes sobre el futuro de la movilidad humana en América

En el contexto de una creciente polarización política y crisis humanitaria a escala continental, México se ha convertido en un actor central dentro de la estrategia de externalización del control migratorio de Estados Unidos. A partir de 2019, bajo presión directa de la administración Trump, y posteriormente con una cooperación más estructurada durante los gobiernos de Joe Biden y la nueva gestión de Donald Trump en este su segundo mandato, México ha asumido un papel de «gendarme» regional, desplegando dispositivos de contención migratoria que se extienden desde la frontera sur con Guatemala hasta zonas internas de su propio territorio. Esta situación plantea no solo cuestiones de soberanía nacional, derechos humanos y responsabilidades compartidas, sino también interrogantes sobre el futuro de la gobernanza migratoria en América del Norte y Mesoamérica.
La geografía y la economía mexicana explican en gran medida su rol subordinado en este entramado geopolítico. Con más del 80% de sus exportaciones destinadas a Estados Unidos y una interdependencia estructural acentuada por tratados como el T-MEC, México ha tenido que equilibrar su agenda soberana con las demandas de seguridad de su vecino del norte. A lo largo de las últimas dos décadas, esta tensión se ha manifestado en una serie de acuerdos bilaterales y cooperaciones técnicas que han desplazado la línea de defensa migratoria de Estados Unidos más allá de sus fronteras inmediatas, insertándola en el territorio mexicano mediante tecnologías de vigilancia, fondos para infraestructura fronteriza, y formación de agentes locales.
Esta externalización no es un fenómeno nuevo ni exclusivo del continente americano. En Europa, por ejemplo, la UE ha replicado esquemas similares en su relación con países del Magreb y el Sahel. Sin embargo, el caso mexicano presenta particularidades que merecen atención: la violencia estructural del crimen organizado, la debilidad institucional del Instituto Nacional de Migración (INM), y la militarización creciente de la gestión migratoria bajo el control de la Guardia Nacional. Esto ha generado un sistema de control fragmentado y en muchos casos arbitrario, donde la línea entre seguridad nacional y represión humanitaria se vuelve difusa.
Desde una perspectiva demográfica y socioeconómica, la migración irregular hacia Estados Unidos responde a factores estructurales de los países expulsores: violencia endémica, pobreza extrema, crisis políticas y colapso ambiental. Las nuevas olas migratorias no están compuestas exclusivamente por hombres jóvenes en busca de empleo, sino cada vez más por familias completas, niños no acompañados, personas LGBTIQ+ perseguidas, y desplazados climáticos. Este cambio de perfil ha puesto en tensión los mecanismos tradicionales de control migratorio y ha desbordado las capacidades tanto del sistema estadounidense como del mexicano.
En el caso de México, la política migratoria ha evolucionado de manera ambivalente. Por un lado, existe un marco legal progresista que reconoce el derecho a la protección humanitaria y el principio de no devolución. Por otro, la práctica cotidiana está mediada por detenciones arbitrarias, condiciones deplorables en centros de retención como la Estación Siglo XXI en Tapachula, y un sistema de asilo desbordado e ineficaz. La ineficiencia institucional, combinada con presiones exteriores y narrativas de criminalización, ha convertido al sur de México en una trampa migratoria que inmoviliza a miles de personas sin perspectivas claras de regularización o reubicación.
A futuro, la configuración del control migratorio en la región podría tomar diferentes rumbos. Uno de ellos es la consolidación de México como país «tercer seguro», con un sistema propio de asilo robusto, capaz de absorber parte de la demanda que actualmente se canaliza hacia EE.UU. Esto, sin embargo, requeriría reformas estructurales, mayor inversión internacional y un cambio en la narrativa dominante sobre la migración. Otra posibilidad es la intensificación de la externalización, extendiendo el modelo mexicano hacia países del Triángulo Norte (Guatemala, Honduras, El Salvador), replicando lógicas de militarización y contención que, lejos de resolver las causas estructurales de la migración, exacerban su carácter forzado y peligroso.
En suma, la posición de México como primer guardián fronterizo de Estados Unidos representa una paradoja política: mientras refuerza su papel como socio estratégico en la región, también se convierte en escenario de una crisis humanitaria sin precedentes. Resolver esta tensión requerirá una redefinición profunda del concepto de seguridad, que incluya el respeto a los derechos humanos, el desarrollo regional equitativo, y una gobernanza migratoria basada en la cooperación multilateral y no en la imposición unilateral. Solo así podrá transformarse un sistema de contención en un verdadero sistema de acogida y movilidad digna.