La Ruta de Desarrollo propuesta por Irak, que busca conectar el puerto de Al Faw con Turquía y Europa a través de un corredor ferroviario y vial, representa una ambiciosa apuesta por redefinir el papel del país en el comercio euroasiático. Este megaproyecto, valorado en 17.000 millones de dólares, se sitúa en un contexto de profundas transformaciones geopolíticas y económicas regionales. Atraer el interés de potencias como China es clave para su viabilidad, pero los desafíos estructurales internos, la competencia internacional y las consideraciones estratégicas condicionan su futuro

La propuesta iraquí de construir una vasta infraestructura multimodal —denominada Ruta de Desarrollo— que conecte su puerto de aguas profundas en Al Faw con Turquía y, por ende, con Europa, representa una de las apuestas más ambiciosas de la región en materia de integración comercial y reconversión económica. Concebido como un corredor de transporte de aproximadamente 1.200 kilómetros que incluirá vías férreas y carreteras, el proyecto está estimado en 17.000 millones de dólares, una inversión monumental para un país que aún carga con las secuelas políticas, sociales y estructurales de décadas de conflicto. Su propósito no es solamente económico; pretende reposicionar a Irak como un nodo clave en el comercio euroasiático del siglo XXI. Sin embargo, la cautela de Pekín ante esta propuesta, pese a sus profundas relaciones comerciales con Bagdad, revela los complejos equilibrios de poder, intereses y riesgos que caracterizan las infraestructuras transcontinentales en la actualidad.
Una geografía estratégica atravesada por la inestabilidad
Irak cuenta con una posición geográfica singular: actúa como bisagra entre los grandes polos de poder del Medio Oriente —Arabia Saudita e Irán—, y al mismo tiempo conecta el Golfo Arábigo con Turquía, a través del cual se accede a Europa. Su litoral, aunque reducido (solo 50 km), alberga el puerto de Al Faw, el cual, una vez completado, será uno de los más profundos y estratégicos del Golfo. Desde allí, las exportaciones energéticas iraquíes se encaminan hacia el Canal de Suez, pasando por aguas geopolíticamente sensibles como el estrecho de Ormuz, el mar de Omán y el mar Rojo. En este contexto, la dependencia iraquí de rutas marítimas expuestas a tensiones regionales ha incentivado la búsqueda de rutas terrestres alternativas, donde la Ruta de Desarrollo se presenta como una solución prometedora.
Sin embargo, Irak continúa siendo uno de los países con mayores niveles de fragmentación política en la región. Las tensiones entre el gobierno central de Bagdad y el gobierno autónomo del Kurdistán iraquí, así como la presencia de múltiples milicias armadas con lealtades sectarias, étnicas o incluso transnacionales, ponen en duda la estabilidad a largo plazo del corredor propuesto. La construcción de una infraestructura de esta envergadura exige no solo seguridad física, sino también estabilidad jurídica, claridad normativa, y un entorno de gobernanza transparente, condiciones aún deficientes en el contexto iraquí actual.

La Ruta de Desarrollo en el tablero geoeconómico global
El proyecto es percibido por Bagdad como una alternativa a rutas consolidadas como el Canal de Suez, y como un posible complemento al ambicioso plan chino de la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI). Su lógica apunta a insertar a Irak dentro de las redes logísticas euroasiáticas como un país de tránsito fundamental entre Asia y Europa. De hecho, ya ha asegurado respaldo diplomático de Turquía e Irán, lo que muestra que existe un marco regional para su viabilidad. Además, su ejecución promete beneficios domésticos: generación de empleo, impulso al desarrollo de zonas económicas especiales, urbanización verde y diversificación económica más allá de la dependencia del petróleo, que todavía representa más del 90% de los ingresos públicos iraquíes.
No obstante, para que esta iniciativa cumpla su propósito estratégico, debe estar acompañada por una verdadera visión de integración comercial internacional, capaz de adaptarse a la evolución del comercio intercontinental. En este sentido, la Ruta de Desarrollo compite directamente con el Corredor Económico India–Medio Oriente–Europa (IMEC), impulsado por Estados Unidos e India. Este corredor pretende conectar India con Europa a través del Golfo, Israel y el Mediterráneo, combinando transporte marítimo, ferroviario y digital. India, en ascenso como potencia manufacturera global, se posiciona como rival económico de China en esta iniciativa, apoyada además por países con capacidades complementarias: Israel con su innovación tecnológica, los Emiratos y Arabia Saudita con financiación e infraestructura, y Europa como destino comercial final.
Si bien la Ruta de Desarrollo y el IMEC podrían coexistir como rutas comerciales paralelas, el entorno geopolítico las ha convertido en instrumentos de competencia estratégica, enmarcadas en la disputa por el control de las cadenas de suministro globales. En esta competencia, la percepción internacional de viabilidad, seguridad y estabilidad política será un factor clave. Mientras el IMEC transcurre por países con relaciones más estrechas con Occidente y mayor estabilidad institucional, la propuesta iraquí aún necesita demostrar que puede ofrecer condiciones equivalentes.
El rol de China: pragmatismo estratégico frente a un socio inestable
China, que durante la última década ha liderado la expansión de infraestructura global a través de su BRI, es actualmente el mayor socio comercial de Irak. Ha construido plantas eléctricas —con una capacidad conjunta de más de 6.200 MW—, instalaciones de petróleo y gas, aeropuertos, sistemas de tratamiento de agua y centros educativos. Esta cooperación ha elevado la relación bilateral a una “asociación estratégica”. No obstante, Pekín ha adoptado una postura notablemente cautelosa respecto al financiamiento y participación directa en la Ruta de Desarrollo.
Las razones son múltiples. Primero, existe una incertidumbre considerable respecto a la viabilidad económica del proyecto. La financiación basada en ingresos petroleros no convence del todo a China, particularmente en un contexto global en el que los precios del crudo son volátiles, y en el que la transición energética podría reducir la dependencia estructural de los hidrocarburos. Además, la construcción del puerto de Al Faw, elemento clave del corredor, ha sufrido retrasos importantes y sobrecostes que no auguran eficiencia para el resto del proyecto. A ello se suma la preocupación por la coexistencia de estándares técnicos divergentes: mientras empresas europeas lideran los estudios de factibilidad y la surcoreana Daewoo ejecuta partes del proyecto, las normas de construcción y licitación pueden entrar en conflicto con las metodologías chinas, generando costes adicionales y obstáculos operativos.
Más allá de estos aspectos técnicos, la verdadera razón de fondo detrás de la cautela china reside en la valoración del riesgo político y de seguridad. La fragilidad institucional de Irak, combinada con la fragmentación del poder territorial y la persistencia de grupos armados, constituye un entorno de riesgo difícil de manejar incluso para empresas estatales chinas acostumbradas a operar en contextos complejos. Pekín sabe que cualquier interrupción en la seguridad del corredor podría derivar en cierres temporales o permanentes de tramos claves, comprometiendo la rentabilidad a largo plazo del proyecto.
Las alternativas chinas y la lógica del repliegue táctico
Frente a los riesgos que presenta la Ruta de Desarrollo iraquí, China ha optado por diversificar sus opciones de conectividad terrestre hacia Europa. En junio de 2024, acordó con Uzbekistán y Kirguistán la construcción de una línea ferroviaria que conectará la ciudad de Kashgar, en Xinjiang, con el este de Uzbekistán, pasando por el sur de Kirguistán. Este corredor, valorado en tan solo 5.000 millones de dólares —menos de un tercio del costo del proyecto iraquí—, se integrará a las redes ferroviarias existentes en Asia Central hasta Turquía y Europa. Además, evita regiones de alta tensión como Irak, el Golfo y el mar Rojo, lo que lo convierte en una opción más estable y predecible.
Desde la perspectiva china, esta alternativa es más atractiva tanto en términos de costos como de control político. Refuerza el eje de integración continental promovido por la BRI y reduce la exposición a actores geopolíticos que no se alinean plenamente con los intereses de Pekín. En ese sentido, la suposición de que China apoyará automáticamente cualquier iniciativa que fortalezca sus vínculos comerciales con Medio Oriente requiere revisión. Pekín opera con un enfoque calculado, donde la minimización del riesgo y la eficiencia del capital invertido son prioridades. En consecuencia, si Irak no logra estabilizar internamente su aparato estatal ni demostrar viabilidad financiera y técnica clara, China podría relegar la Ruta de Desarrollo a un segundo plano en favor de corredores más seguros.
Perspectivas a futuro: entre el potencial y el pragmatismo
La Ruta de Desarrollo iraquí encarna tanto el deseo de transformación como los límites estructurales de los Estados en reconstrucción. Su éxito dependerá no solo de inversiones o acuerdos bilaterales, sino también de la capacidad de Irak para articular un modelo de desarrollo coherente, inclusivo y sostenible. Si logra estabilizar su política interna, reforzar su institucionalidad y demostrar un compromiso real con la diversificación económica, podría convertirse en un actor relevante dentro del nuevo orden comercial multipolar.
Por otro lado, el futuro del comercio euroasiático estará condicionado por la evolución de la competencia entre potencias como China, India y Estados Unidos, así como por la capacidad de las naciones intermedias para convertirse en plataformas logísticas, tecnológicas y energéticas. En este panorama, la infraestructura ya no es solo una cuestión de ingeniería, sino una herramienta de posicionamiento geoeconómico.
En definitiva, el caso de la Ruta de Desarrollo de Irak y la respuesta de China ofrece una ventana al funcionamiento actual del comercio global: un mundo donde las rutas físicas están entrelazadas con las rutas del poder, donde las decisiones estratégicas se toman con base en cálculos pragmáticos, y donde el futuro no está garantizado, sino que debe construirse con visión, estabilidad y alianzas sostenibles.