La consolidación de China como actor clave en América Latina marca un punto de inflexión en la geopolítica regional. A través de inversiones masivas en infraestructura, acuerdos estratégicos y un discurso centrado en la cooperación Sur-Sur, Pekín refuerza su presencia en un territorio históricamente influido por Estados Unidos. El reciente Foro China-CELAC no solo visibiliza esta expansión, sino que plantea interrogantes sobre el futuro del equilibrio de poder en el hemisferio occidental. ¿Está América Latina ante una nueva era de alineamientos globales?

La creciente implicación de China en América Latina, evidenciada por la reciente celebración del IV Foro Ministerial China-CELAC en Pekín, constituye un claro reflejo de la estrategia geopolítica de largo plazo de la República Popular para consolidar su influencia en el Sur Global. Este foro, que reunió a representantes de los 33 países miembros de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), no solo reforzó los vínculos políticos y económicos sino que también confirmó el interés sostenido de Pekín por posicionarse como un socio estratégico frente a un contexto global caracterizado por el proteccionismo, la multipolaridad emergente y el debilitamiento relativo de la hegemonía estadounidense en el hemisferio occidental.
Durante el evento, el presidente Xi Jinping ofreció una línea de crédito por 9.200 millones de dólares a la región y destacó la disposición de China a trabajar conjuntamente con América Latina y el Caribe para impulsar el desarrollo económico y social. Xi no solo presentó a China como un “buen amigo y socio” de los países latinoamericanos, sino que formuló un mensaje diplomático contundente al criticar, de manera implícita pero inequívoca, el unilateralismo y las políticas de coerción económica de Estados Unidos. Estas declaraciones se producen en un momento de intensificación de la competencia estratégica entre las dos potencias, en particular en una región que históricamente ha sido considerada por Washington como su esfera de influencia privilegiada.
Desde el año 2000, el comercio entre China y América Latina se ha multiplicado por más de 25 veces, pasando de apenas 12.000 millones de dólares a más de 315.000 millones en 2023, lo que posiciona a China como el segundo mayor socio comercial de la región, solo por detrás de EE. UU. Además, la región se ha convertido en un destino prioritario para la inversión directa china, especialmente en sectores clave como energía, minería, transporte, infraestructura logística, tecnología y telecomunicaciones. Según datos del Banco Interamericano de Desarrollo, más del 60 % de las inversiones chinas en América Latina en los últimos cinco años han estado vinculadas a proyectos de infraestructura, lo cual subraya la lógica estratégica detrás de este despliegue económico: afianzar una presencia estructural que facilite el acceso a recursos naturales, diversifique rutas comerciales y aumente la interdependencia con países que históricamente han sido dependientes de EE. UU.
Un momento especialmente simbólico del foro fue la adhesión formal de Colombia a la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés), el megaproyecto global de infraestructura liderado por China. Este movimiento fue interpretado como un golpe diplomático para Washington, dado que Colombia ha sido uno de los aliados más fieles de EE. UU. en la región en las últimas décadas, particularmente en materia de seguridad, lucha antidrogas y cooperación militar. Poco después, Colombia también presentó su solicitud para ingresar al Nuevo Banco de Desarrollo (NDB) del grupo BRICS, lo que revela un giro estratégico hacia un multilateralismo pragmático que busca diversificar fuentes de financiamiento y autonomía frente a los condicionamientos tradicionales de los organismos financieros dominados por Occidente.
Las propuestas de nuevos corredores bioceánicos, como el tren transcontinental entre Brasil y Perú o el canal seco en Colombia que conectaría los océanos Atlántico y Pacífico, son parte de un ambicioso plan de integración física sudamericana que tiene como objetivo mejorar la competitividad regional, reducir costes logísticos y generar polos de desarrollo económico más equitativos. Estos proyectos no son nuevos, pero adquieren nueva viabilidad a través del financiamiento chino y del renovado interés de los gobiernos progresistas de la región en promover la integración latinoamericana como motor de crecimiento.
En este sentido, la apuesta china por América Latina no se limita a lo económico o comercial: tiene profundas implicancias geopolíticas. Pekín entiende que América Latina, junto con África y el Sudeste Asiático, representa un espacio vital para contrarrestar el aislamiento diplomático al que se enfrenta en foros dominados por potencias occidentales, así como para consolidar una narrativa alternativa sobre el desarrollo, la soberanía y el orden internacional. El discurso de Xi Jinping durante el foro enfatizó la necesidad de promover un mundo multipolar basado en la igualdad, el respeto mutuo y el rechazo al hegemonismo, en una clara alusión al orden liderado por EE. UU. desde la posguerra.
En paralelo, la reacción de Washington ha sido ambigua y, en muchos casos, tardía. Aunque la administración estadounidense ha multiplicado las visitas diplomáticas a la región y ha expresado preocupación por la creciente presencia china, su respuesta concreta ha carecido de propuestas sustantivas de desarrollo o inversión comparables a las de Pekín. A esto se suma el desgaste acumulado por décadas de políticas de condicionalidad, intervencionismo y promesas incumplidas que han erosionado la credibilidad de EE. UU. como socio fiable ante muchas naciones latinoamericanas.
En este contexto, cabe preguntarse cómo evolucionará en los próximos años esta dinámica. Es probable que China continúe profundizando su presencia en América Latina, especialmente mediante el fortalecimiento de los lazos financieros, el aumento de las inversiones en infraestructura crítica y la diversificación de sus relaciones bilaterales con cada país de forma diferenciada. Asimismo, la cooperación tecnológica, educativa y cultural podría adquirir mayor relevancia como instrumento de «poder blando» (soft power), consolidando a China como una alternativa sistémica no solo económica sino también ideológica.
No obstante, el futuro de esta relación no está exento de riesgos. Las condiciones internas de cada país —cambios de gobierno, polarización política, presiones de la sociedad civil y debates sobre el modelo de desarrollo— pueden generar tensiones o retrocesos. A esto se suman las posibles reacciones geopolíticas de EE. UU., que podría intensificar su presión diplomática, económica o incluso mediática para frenar el avance de China en su vecindario estratégico. Un ejemplo claro de esta presión fue la salida reciente de Panamá de la BRI, interpretada ampliamente como resultado de la presión directa de Washington.
En definitiva, lo que se está configurando es un escenario de reconfiguración del orden hemisférico, en el cual América Latina ya no es un espacio pasivo sino un terreno de disputa activa entre grandes potencias globales. Para los países latinoamericanos, esto representa tanto una oportunidad como un desafío: pueden aprovechar la competencia estratégica para obtener mejores condiciones de cooperación e inversión, pero también deben gestionar con cautela los equilibrios diplomáticos y evitar quedar atrapados en una nueva lógica de bloques.
La maduración de las relaciones entre China y América Latina dependerá, por tanto, de la capacidad de ambos lados para construir una agenda de cooperación sostenida, inclusiva y respetuosa de las particularidades nacionales. Y dependerá también de la habilidad de los países latinoamericanos para articular una visión común de desarrollo regional que supere la fragmentación y aproveche el nuevo orden multipolar en construcción. Si eso ocurre, el siglo XXI podría marcar una transformación profunda en la inserción internacional de América Latina, más autónoma, diversificada y con mayor capacidad de agencia global.