La región del Sahel central enfrenta una de las crisis alimentarias más graves de las últimas décadas, con millones de personas al borde de la inanición y comunidades enteras desplazadas por la violencia y la escasez. Lejos de ser un fenómeno aislado, esta emergencia es el resultado de factores estructurales como los conflictos armados, el cambio climático y el colapso económico rural. Mientras los Estados luchan por mantener el control territorial y los socios internacionales se retiran progresivamente, la inseguridad alimentaria amenaza con erosionar los cimientos sociales de África Occidental

La región del Sahel central, conformada por Mali, Burkina Faso y Níger, se encuentra inmersa en una crisis alimentaria de proporciones alarmantes que compromete no solo la seguridad alimentaria de millones de personas, sino también la estabilidad política, social y económica de estos países. Según un informe conjunto del Grupo de Trabajo sobre Seguridad Alimentaria y Nutrición (FSNWG), respaldado por la Autoridad Intergubernamental sobre el Desarrollo (IGAD) y la Comunidad Económica de los Estados de África Occidental (CEDEAO), más de 52 millones de personas en África Occidental y el Sahel están actualmente expuestas a una inseguridad alimentaria aguda, con 19 millones de ellas ubicadas en el Sahel central. De esta cifra, más de 3 millones se encuentran en fase 4 del Marco Armonizado, lo que significa que viven en condiciones de emergencia humanitaria que rozan la hambruna.
Esta crisis no es un fenómeno aislado ni repentino. Se trata de un proceso de deterioro acumulativo alimentado por una serie de factores interrelacionados: el conflicto armado persistente, la degradación ambiental, los cambios climáticos, el colapso de los sistemas productivos rurales, el encarecimiento de los alimentos básicos y la debilidad institucional de los Estados involucrados. Las cifras actuales representan un incremento del 30% respecto a 2023, lo que evidencia una aceleración preocupante del deterioro de la situación alimentaria. Las condiciones de vida se han degradado de manera tan crítica que el número de desplazados internos ha alcanzado los 4,85 millones de personas en abril de 2025, la mayoría huyendo de enfrentamientos entre grupos armados no estatales, violencia intercomunitaria o represalias militares. A esta situación se suma la incapacidad de los gobiernos para garantizar seguridad y servicios en vastas zonas de su propio territorio.
La dimensión económica del problema agrava la situación. El precio del mijo, uno de los alimentos más consumidos y culturalmente relevantes en la dieta del Sahel, ha aumentado un 48% en Burkina Faso, un 52% en Mali y cerca de un 60% en Níger solo en los primeros meses de 2025. Este fenómeno está directamente vinculado a las interrupciones logísticas, la escasa producción nacional, la inflación estructural, el colapso de los mercados locales y las restricciones impuestas por los conflictos armados. Las familias, especialmente en zonas rurales y periurbanas, destinan hasta el 70% de sus ingresos a la alimentación, lo que deja a millones sin acceso a otros derechos esenciales como salud, educación o vivienda.

Una característica inquietante de la actual crisis es su expansión a regiones que históricamente habían sido consideradas como estables o incluso excedentarias en producción agrícola. Regiones como Sikasso y Ségou en Mali, que durante décadas fueron el “granero” del país, hoy muestran signos evidentes de desnutrición severa. En Burkina Faso, más de 800.000 personas viven en zonas fuera del control estatal, donde el acceso a la ayuda humanitaria es prácticamente inexistente debido a la presencia de grupos armados y al colapso de las instituciones. Las organizaciones internacionales, incluido el Programa Mundial de Alimentos (PMA), enfrentan crecientes dificultades logísticas y de seguridad para distribuir alimentos, lo que ha reducido su capacidad de asistencia a una fracción de los beneficiarios identificados.
Por otro lado, el desinterés creciente de los socios técnicos y financieros tradicionales plantea un desafío de largo alcance. Mali ha logrado financiar solo el 19% de los 752 millones de dólares necesarios para su plan humanitario 2025; Níger ha cubierto el 23% de los 638 millones que requiere; y Burkina Faso apenas el 16% de los 671 millones previstos. Esta desfinanciación responde a varios factores: un entorno geopolítico cambiante, el agotamiento de la comunidad internacional frente a múltiples crisis simultáneas (Ucrania, Gaza, Sudán), y las tensiones políticas crecientes con los regímenes militares instalados en la región que han optado por redefinir sus alianzas estratégicas, alejándose de potencias occidentales y acercándose a actores como Rusia, Turquía o Irán. En paralelo, la limitada capacidad de los Estados para movilizar recursos internos pone en evidencia no solo problemas estructurales en sus economías, sino también una desconexión alarmante entre las prioridades gubernamentales y las necesidades urgentes de sus poblaciones.
Este panorama debe ser comprendido dentro de una lógica más profunda: la inseguridad alimentaria ya no es un subproducto de las crisis, sino un factor estructurante de inestabilidad. La hambruna no se limita a una carencia de calorías, sino que destruye tejidos sociales, fractura comunidades, obliga al desplazamiento, exacerba tensiones étnicas y mina la legitimidad de los Estados. En contextos donde la autoridad estatal es frágil, el hambre se convierte en una herramienta de control territorial utilizada tanto por actores insurgentes como por fuerzas estatales. En este sentido, abordar el problema exclusivamente desde una lógica humanitaria resulta insuficiente.
El informe del FSNWG propone un enfoque radicalmente distinto: pasar de una gestión de crisis a una transformación estructural de los sistemas agroalimentarios. Esto implica repensar las políticas agrícolas, orientándolas hacia la soberanía alimentaria; proteger y dinamizar los mercados locales para que sean más resilientes frente a las fluctuaciones internacionales; invertir en reservas alimentarias estratégicas que garanticen un mínimo vital en tiempos de escasez; y fortalecer las capacidades productivas de las comunidades rurales, dándoles acceso real a tierra, agua, crédito, tecnología y capacitación. A largo plazo, solo la reactivación del mundo rural permitirá contener el éxodo masivo hacia los centros urbanos y prevenir un colapso generalizado de las economías regionales.
A futuro, si no se implementan estas transformaciones de fondo, la región corre el riesgo de entrar en un ciclo irreversible de colapso social. La pérdida de cohesión territorial ya observable en zonas como el norte de Burkina Faso o el centro de Mali podría expandirse a regiones más densamente pobladas, intensificando la competencia por recursos escasos y alimentando nuevos focos de conflicto. Además, los impactos del cambio climático —incluyendo la desertificación, el aumento de las temperaturas y la irregularidad de las lluvias— seguirán reduciendo la productividad agrícola, lo que hará que cada temporada de cultivo sea más incierta que la anterior.
La crisis alimentaria en el Sahel central no es un episodio coyuntural, sino un síntoma de una crisis sistémica que afecta a todos los niveles de la vida social. Abordarla requiere mucho más que ayuda de emergencia: exige una voluntad política sostenida, una redefinición profunda de las políticas económicas y una movilización estratégica de recursos regionales e internacionales. El futuro del Sahel —y, en muchos sentidos, el equilibrio geopolítico de África Occidental— depende de nuestra capacidad colectiva para responder a esta urgencia con visión, responsabilidad y determinación.