En un mundo marcado por la fragmentación del orden internacional y la creciente rivalidad entre potencias, los sistemas de pago internacionales han dejado de ser simples herramientas técnicas para convertirse en instrumentos estratégicos de poder. La exclusión de Rusia del sistema SWIFT en 2022 evidenció cómo la infraestructura financiera puede ser utilizada como arma geopolítica. Frente a ello, potencias emergentes como China y Rusia impulsan alternativas que desafían la hegemonía del dólar y buscan construir un nuevo ecosistema financiero multipolar

En el actual contexto de transformación acelerada del orden internacional, los sistemas de pago internacionales —infraestructuras técnicas antaño relegadas a los dominios exclusivos de los bancos centrales y los operadores financieros— están emergiendo como piezas estratégicas clave en el ajedrez de la competencia geopolítica global. Esta evolución, que responde a una creciente fragmentación del sistema internacional y al debilitamiento de las instituciones multilaterales, refleja una tendencia de fondo: la instrumentalización de las redes financieras como herramientas de poder, coerción y autonomía estratégica. El epicentro de este fenómeno es el sistema SWIFT, la red de mensajería interbancaria que durante décadas ha constituido la columna vertebral del comercio financiero global, y que ahora se encuentra cuestionada por una serie de alternativas impulsadas por potencias emergentes como China, Rusia e iniciativas multilaterales del bloque BRICS+.
SWIFT (Society for Worldwide Interbank Financial Telecommunication), fundado en 1973 y con sede en Bélgica, se diseñó como un mecanismo neutral y seguro para facilitar las comunicaciones financieras entre instituciones de todo el mundo. Actualmente interconecta a más de 11.000 bancos e instituciones financieras en más de 200 países, gestionando mensajes que permiten la transferencia indirecta de fondos, la validación de operaciones financieras y el establecimiento de relaciones comerciales seguras. Aunque no procesa pagos en sí mismo, su papel como intermediario técnico es tan fundamental que su exclusión equivale, en la práctica, a cortar el acceso de un país a los mercados financieros y comerciales globales. Por ello, con el paso de las décadas, SWIFT ha dejado de ser una simple infraestructura técnica para convertirse en un verdadero instrumento de política exterior, especialmente en manos de Estados Unidos y sus aliados.
La politización de SWIFT comenzó a intensificarse tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando Washington comenzó a utilizar los flujos financieros globales como herramientas en su lucha contra el terrorismo. Más adelante, esta dinámica se consolidó como un mecanismo de presión geopolítica, siendo utilizada para imponer sanciones unilaterales —o en el marco de coaliciones occidentales— contra países como Irán, Corea del Norte, Venezuela y, más recientemente, Rusia. La exclusión de bancos rusos del sistema SWIFT en 2022, en respuesta a la invasión de Ucrania, supuso un precedente de gran alcance: por primera vez, una potencia con un peso sistémico relevante en la economía mundial fue desconectada de la red financiera global. Esta acción marcó un punto de inflexión, impulsando a Moscú y a otros actores globales a acelerar el desarrollo de sistemas paralelos que reduzcan su vulnerabilidad a la coerción occidental.
En este contexto de creciente fractura geoeconómica, han surgido diversas iniciativas que apuntan a construir una arquitectura financiera alternativa, descentralizada y basada en principios de soberanía monetaria. Uno de los casos más avanzados es el CIPS (Cross-Border Interbank Payment System), lanzado por China en 2015 como parte de su estrategia para internacionalizar el yuan y dotarse de infraestructuras propias que respalden la expansión de su comercio exterior. CIPS, aunque en sus inicios estaba integrado con SWIFT, ha evolucionado rápidamente: en 2023 gestionó transacciones por más de 19 billones de yuanes (equivalentes a unos 2,6 billones de dólares), y cuenta ya con una red de más de 1.300 instituciones en 110 países, incluyendo bancos en Asia, África y América Latina. La visión de Pekín es clara: establecer un sistema autónomo que reduzca la dependencia del dólar y fortalezca su influencia económica, particularmente en los países que participan en la Iniciativa de la Franja y la Ruta.
Por su parte, Rusia ha desarrollado el SPFS (Sistema de Transferencia de Mensajes Financieros), concebido tras la imposición de las primeras sanciones occidentales en 2014 a raíz de la anexión de Crimea. Este sistema, utilizado actualmente por más de 500 bancos, cubre alrededor del 20 % de las transacciones interbancarias domésticas rusas y ha sido objeto de iniciativas de integración con redes similares en Irán y otros países afines. Sin embargo, su alcance internacional sigue siendo limitado debido a barreras tecnológicas, a la falta de confianza institucional en su funcionamiento y a la escasa interoperabilidad con los sistemas de pago globales dominantes.
Otro proyecto estratégico en gestación es BRICS Pay, impulsado por los cinco países fundadores del bloque BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y que hoy se extiende a los nuevos miembros del formato ampliado BRICS+ como Irán, Egipto y Etiopía. Esta iniciativa pretende construir una plataforma común para pagos digitales entre los países miembros, fomentando el uso de monedas locales en detrimento del dólar estadounidense. El objetivo es ambicioso: establecer un sistema de pagos soberano que permita realizar intercambios económicos, especialmente en sectores como el energético, infraestructural y alimentario, sin pasar por el sistema financiero occidental.
El telón de fondo teórico de estas transformaciones se enmarca en el concepto de “interdependencia armada” (weaponized interdependence), formulado por los académicos Henry Farrell y Abraham Newman. Según esta teoría, las potencias que controlan nodos centrales de las redes económicas globales —como Estados Unidos en el ámbito financiero o tecnológico— pueden utilizar dicha posición como un instrumento de vigilancia, castigo y coerción frente a países periféricos o rivales estratégicos. Sin embargo, esta forma de poder, aunque efectiva en el corto plazo, tiende a erosionarse en el largo plazo al fomentar la aparición de rutas alternativas que reducen la dependencia del sistema centralizado. Así, la creciente regionalización de los sistemas de pago refleja una lógica de desglobalización parcial y una redefinición de las esferas de influencia económica.
Desde una perspectiva europea esta reconfiguración del ecosistema financiero plantea numerosos desafíos. En primer lugar, la erosión de la centralidad occidental en los flujos financieros internacionales amenaza con debilitar la eficacia de las sanciones económicas como herramienta diplomática. En segundo lugar, el surgimiento de infraestructuras paralelas supone riesgos operativos para las empresas exportadoras, que deberán adaptarse a nuevos estándares técnicos, marcos normativos fragmentados y mecanismos de pago menos consolidados. Además, la falta de una soberanía financiera digital plenamente desarrollada dentro de la Unión Europea deja al continente en una posición de vulnerabilidad estructural. Proyectos como la European Payments Initiative (EPI) o el euro digital avanzan lentamente, y carecen todavía del consenso político y la escala necesaria para competir con alternativas extranjeras.
De cara al futuro, el escenario más probable es la consolidación de un sistema financiero multipolar y fragmentado, donde diversas redes de pagos —algunas dominadas por el dólar, otras por el yuan o por monedas regionales— coexistan y compitan por zonas de influencia. Esta evolución podría estar acompañada por el surgimiento de monedas digitales de bancos centrales (CBDC) interoperables, lo cual transformaría radicalmente el panorama de los pagos internacionales, permitiendo transacciones casi instantáneas, más seguras y potencialmente fuera del alcance de intermediarios tradicionales. Sin embargo, este cambio también plantea dilemas regulatorios, desafíos tecnológicos y riesgos en términos de privacidad, ciberseguridad y gobernanza global.
En suma, la competencia por el control de las redes financieras internacionales representa una de las dimensiones menos visibles pero más significativas de la transformación del orden mundial. Lo que antes era dominio exclusivo de tecnócratas y operadores financieros se ha convertido en un campo de batalla geopolítico, donde se disputa el futuro de la soberanía económica, la influencia regional y la arquitectura del poder global. Comprender esta dinámica no es sólo un ejercicio académico, sino una condición indispensable para anticipar los cambios estructurales que moldearán la economía internacional en las próximas décadas.