En un mundo cada vez más dominado por la convergencia entre tecnología, poder político y economía, Europa se enfrenta al reto de redefinir su papel en un orden global en transformación. El auge de la tecnopolítica, impulsada por la visión transaccional y autoritaria de líderes como Donald Trump, pone en entredicho los principios del multilateralismo, la democracia liberal y el equilibrio geoeconómico

En la actual coyuntura internacional, Europa se enfrenta a una transformación profunda del orden global que amenaza no solo su posición relativa en el sistema mundial, sino también los fundamentos sobre los que ha construido su identidad política, económica y cultural desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Esta transformación se manifiesta, de manera cada vez más evidente, en el ascenso de una nueva forma de ejercicio del poder que combina elementos de autoritarismo político, desregulación económica, concentración tecnológica y debilitamiento del multilateralismo. Este fenómeno ha sido denominado por algunos analistas como tecnopolítica, una categoría que permite describir el modo en que las tecnologías digitales, especialmente aquellas vinculadas a la inteligencia artificial, el control de datos y las infraestructuras de la información, se convierten en instrumentos centrales para redefinir las relaciones de poder a escala global. Esta nueva forma de «dominación» no solo altera el equilibrio entre Estados, sino que también modifica la relación entre el Estado y el mercado, entre la esfera pública y las corporaciones privadas, entre los ciudadanos y los mecanismos de decisión.
Este cambio se encarna con particular claridad en la figura de Donald Trump y en la corriente ideológica que ha impulsado desde su irrupción en la política estadounidense. Lejos de ser un fenómeno exclusivamente norteamericano, el trumpismo ha marcado una inflexión en la lógica de las relaciones internacionales: abandona el liberalismo internacionalista que definió el siglo XX y adopta un enfoque transaccional, centrado en los beneficios inmediatos, la supremacía nacional y la instrumentalización del poder estatal para favorecer intereses privados. Trump no solo ha desmantelado los fundamentos del soft power —basado en la legitimidad moral, la diplomacia y la atracción cultural—, sino que ha instaurado una lógica de poder coercitivo (hard power) en la que las alianzas tradicionales se subordinan a los intereses de corto plazo y a la lógica del intercambio comercial y militar.
Uno de los elementos centrales de esta nueva política exterior estadounidense es su articulación con el poder tecnológico. En lugar de fomentar un ecosistema regulado de innovación y protección de derechos, el trumpismo ha promovido una fusión entre el Estado y las grandes corporaciones tecnológicas, generando una suerte de Estado privatizado donde los gigantes digitales —Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft, Tesla, Palantir— no solo dominan el mercado, sino que participan activamente en la formulación de estrategias geopolíticas, en la seguridad nacional y en el control social. Este fenómeno ha sido especialmente visible en el uso de la inteligencia artificial con fines militares, en la explotación de datos personales para fines económicos y en el impulso a una economía digital que escapa a la regulación democrática.
El caso de Palantir, empresa especializada en análisis de datos masivos con fines de inteligencia, dirigida por Alexander Karp y respaldada por Peter Thiel —uno de los ideólogos del nuevo conservadurismo tecno-autoritario—, ilustra con claridad cómo esta ideología rechaza toda forma de control estatal en nombre de la eficiencia y la supremacía estratégica. En su obra La república tecnológica, Karp defiende abiertamente que la inteligencia artificial debe ser un monopolio privado si se quiere competir con China, argumentando que las restricciones regulatorias como la protección de la privacidad son obstáculos que Occidente no puede permitirse si quiere prevalecer. Esta visión configura un nuevo marco de referencia donde las grandes tecnológicas asumen funciones propias de los Estados: regulan, controlan, vigilan, financian y hasta intervienen en conflictos. Son, en muchos sentidos, alter ego institucionales.
En este contexto, Europa aparece como una potencia debilitada, fragmentada y sin una narrativa propia capaz de ofrecer una alternativa clara a este nuevo orden tecnopolítico. Mientras Washington desplaza su interés geoestratégico hacia el Indo-Pacífico, considerando a China como su principal adversario y a Europa como un socio comercial molesto y regulador excesivo, el Viejo Continente se ve relegado a un papel secundario, atrapado entre la dependencia tecnológica de Estados Unidos y la amenaza sistémica que representa el modelo chino. A pesar de los esfuerzos regulatorios de la Unión Europea en materia de protección de datos (con el GDPR), competencia digital (con la Ley de Mercados Digitales) o inteligencia artificial (con la recién aprobada AI Act), su capacidad de incidir en las grandes dinámicas del poder global sigue siendo limitada por su división interna, su insuficiente soberanía tecnológica y su débil aparato de defensa común.
En este marco, el reciente relanzamiento del eje Berlín-París por parte del canciller alemán Friedrich Merz y del presidente francés Emmanuel Macron, con el apoyo del nuevo gobierno polaco de Donald Tusk y la posible colaboración del Reino Unido bajo el liderazgo de Keir Starmer, representa un intento de crear un núcleo duro europeo capaz de actuar como contrapeso estratégico a la deriva tecnopolítica de Estados Unidos. Sin embargo, esta coalición aún está en formación y enfrenta numerosos obstáculos.
El análisis del profesor Gary Gerstle en Ascenso y declive del orden neoliberal es revelador: el éxito de un nuevo orden político no se mide únicamente en términos electorales, sino en la capacidad de moldear el marco de lo políticamente posible. En otras palabras, el verdadero triunfo de la tecnopolítica trumpiana radica en su capacidad para establecer una narrativa dominante que reconfigura las expectativas, prioridades y límites del debate público, no solo en EE.UU., sino también en Europa y el resto del mundo. Así, políticas que hace una década habrían sido impensables —como la ruptura de tratados comerciales, el aislamiento diplomático, la desregulación total del mercado de datos o la militarización de la IA—, hoy se presentan como opciones legítimas y racionales.
Desde el punto de vista económico, este nuevo escenario implica una reconfiguración de las dinámicas geoeconómicas globales. La guerra comercial iniciada por Trump, la tendencia hacia la desglobalización, el desacoplamiento tecnológico entre EE.UU. y China, y la búsqueda de nuevas cadenas de suministro menos dependientes del sudeste asiático, están redefiniendo el mapa de la producción, el comercio y la inversión global. La política de aranceles, combinada con la reindustrialización interna impulsada por subsidios masivos como los contemplados en la Ley de Reducción de la Inflación (IRA) en EE.UU., afecta directamente a las economías europeas, muchas de las cuales ven peligrar sus ventajas comparativas en sectores clave como la automoción, la tecnología verde o la farmacéutica.
Al mismo tiempo, la desdolarización progresiva del sistema financiero internacional —impulsada por el creciente uso del yuan en el comercio entre países del Sur Global, la acumulación de reservas en oro y monedas alternativas, y la pérdida de confianza en los títulos del Tesoro estadounidense— supone una amenaza estructural para el «privilegio exorbitante» del dólar. Si esta tendencia se consolida, EE.UU. podría enfrentar limitaciones inéditas en su capacidad de financiar déficits públicos crónicos mediante la emisión de deuda. Moody’s ya ha rebajado la calificación crediticia de EE.UU., alertando sobre un posible desequilibrio macroeconómico si el endeudamiento sigue escalando en paralelo a recortes fiscales para las élites y aumentos en el gasto militar.
En este escenario de transformación sistémica, Europa se enfrenta a una encrucijada. Puede optar por adaptarse pasivamente a la lógica de la tecnopolítica, renunciando a su modelo social, su regulación democrática y su autonomía estratégica. O bien puede asumir un papel proactivo en la construcción de un nuevo orden postestadounidense, como plantea el economista Dani Rodrik en La globalización inteligente, quien advierte del trilema entre globalización, soberanía nacional y democracia: no se pueden mantener las tres simultáneamente sin compromisos. Rodrik defiende la necesidad de reducir —aunque no eliminar— la hiperglobalización para proteger la cohesión social y la legitimidad democrática. Europa podría liderar esta tercera vía, apostando por una integración más profunda, una reindustrialización sostenible y una defensa del Estado de bienestar como pilar de resiliencia y legitimidad interna.
La tecnopolítica no es simplemente una moda pasajera o una anomalía trumpiana: es la expresión de una nueva fase del capitalismo global, donde la concentración de poder económico y tecnológico redefine los marcos institucionales y las jerarquías sociales. Si Europa quiere mantener su relevancia histórica, deberá ser capaz de comprender esta mutación, desarrollar una estrategia propia y construir las alianzas necesarias para ofrecer una alternativa sólida y creíble. De lo contrario, el futuro se decidirá sin ella.