Desde el inicio de la guerra en Ucrania, Turquía ha adoptado un papel de mediador estratégico que le permite proyectar su influencia más allá de sus fronteras. Bajo el liderazgo de Recep Tayyip Erdogan, Ankara busca consolidarse como un actor central en el tablero geopolítico global, equilibrando sus relaciones con Rusia, Ucrania, Estados Unidos y la Unión Europea. Esta ambición responde no solo a intereses diplomáticos, sino también a urgencias económicas, de seguridad y legitimidad interna

Desde el estallido de la guerra en Ucrania en 2022, Turquía, bajo el liderazgo del presidente Recep Tayyip Erdogan, ha adoptado una postura de equilibrio calculado entre Kiev y Moscú, posicionándose como un mediador potencial en un conflicto que ha reconfigurado las relaciones internacionales y desatado una serie de tensiones globales con implicaciones de largo alcance. En este contexto, Ankara ha buscado activamente consolidarse como un actor geopolítico indispensable, tanto en el escenario regional como en la esfera internacional, capitalizando su habilidad para mantener canales de diálogo abiertos con ambas partes enfrentadas. La organización de conversaciones de paz que se realizaron (con poco éxito y repercusión) el pasado 15 de mayo representa, por lo menos, un nuevo paso en esta estrategia, que no solo tiene objetivos diplomáticos inmediatos, sino que responde también a una visión de largo plazo de reposicionamiento estratégico de Turquía. En todo caso, la iniciativa de escoger Turquía como base para las negociaciones fue del propio presidente ruso, cosa que Ankara aceptó rápidamente.
El papel de Turquía en el conflicto ucraniano no es meramente circunstancial; responde a una serie de intereses nacionales interrelacionados que abarcan desde la seguridad fronteriza hasta la proyección internacional de su influencia. En un mundo cada vez más polarizado, Ankara se presenta como una de las pocas potencias que puede sentarse a hablar tanto con Washington como con Moscú, una capacidad que le otorga un valor político significativo. Erdogan ha cultivado relaciones estrechas con los Estados Unidos, particularmente con el presidente Donald Trump, a la vez que mantiene vínculos funcionales con Vladimir Putin, cimentados en la cooperación energética, la compra del sistema de defensa antiaérea ruso S-400 y el comercio bilateral. Este posicionamiento dual le permite a Turquía ocupar un espacio geopolítico intermedio entre Occidente y Eurasia, convirtiéndola en una pieza clave en la arquitectura de seguridad europea y euroasiática.
La mediación en el conflicto no solo le otorga a Turquía prestigio internacional, sino que también le brinda una plataforma para renegociar su lugar dentro del entramado institucional europeo. Ankara busca utilizar su papel mediador para obtener concesiones de la Unión Europea, entre ellas, la reactivación del proceso de adhesión, el acceso simplificado de los ciudadanos turcos al visado Schengen y la modernización de la unión aduanera entre Turquía y la UE. En este sentido, la política exterior turca se articula con una agenda económica que requiere acceso a nuevos mercados, inversión extranjera y apoyo financiero en un momento en que la economía turca enfrenta una inflación persistente, una lira devaluada y una dependencia creciente de los capitales del Golfo y de Rusia.
La dimensión económica de esta estrategia no es menor. Turquía ha experimentado en los últimos años un notable desarrollo de su industria de defensa, con empresas como Baykar y Roketsan ganando presencia internacional gracias a la exportación de drones y otros sistemas armamentísticos. Sin embargo, esta expansión tecnológica convive con vulnerabilidades estructurales que requieren de cooperación internacional y recursos externos. La integración parcial en los programas de defensa europeos permitiría a Turquía beneficiarse de financiamiento, transferencia tecnológica y legitimidad institucional. Países como Polonia y los Estados bálticos, que perciben a Ankara como un aliado estratégico frente a la amenaza rusa, abogan por una mayor implicación turca en la arquitectura de seguridad europea. No obstante, estas intenciones chocan con las reticencias de otras naciones del oeste europeo, que observan con cautela la deriva autoritaria del gobierno de Erdogan y su autonomía estratégica frente a la OTAN.
Desde una perspectiva geoestratégica, la guerra en Ucrania ha revalorizado el Mar Negro como espacio de competencia militar, energética y comercial. Turquía, que controla los estrechos del Bósforo y los Dardanelos conforme a la Convención de Montreux de 1936, tiene un interés vital en evitar una hegemonía rusa en esta región, que considera su área de influencia natural. Por ello, un alto el fuego que no implique una victoria política o territorial para Moscú es prioritario para Ankara. Además, Turquía aspira a desempeñar un papel clave en la reconstrucción de Ucrania una vez finalizado el conflicto, especialmente mediante la participación de sus poderosas empresas de construcción e infraestructura, que ya han mostrado su capacidad en otras zonas de posguerra como Siria, Libia o Azerbaiyán.
En el plano interno, la política exterior turca está estrechamente vinculada con la necesidad de reforzar la legitimidad de Erdogan ante una opinión pública dividida. Las elecciones municipales de 2024 y la reciente condena del alcalde de Estambul, Ekrem Imamoglu, han exacerbado las tensiones políticas internas. En este contexto, la organización de eventos diplomáticos de alto nivel —como las conversaciones entre Rusia y Ucrania, la reunión informal de ministros de Asuntos Exteriores de la OTAN en Antalya o los diálogos nucleares entre Irán, Francia, el Reino Unido y Alemania en Estambul— permite a Erdogan proyectar una imagen de liderazgo global y desviar la atención de los problemas domésticos. La política exterior se convierte así en una herramienta de cohesión nacional y de movilización del orgullo turco, alimentando una narrativa neo-otomana en la que Turquía recupera su papel histórico como potencia central en Eurasia.
A nivel geoeconómico, las ambiciones de Turquía deben entenderse también en relación con los cambios estructurales en la economía mundial. La creciente desconfianza entre los bloques occidentales y orientales, la militarización del comercio, la transición energética y la reconfiguración de las cadenas de suministro están generando una nueva dinámica de regionalización estratégica. En este escenario, Turquía busca consolidarse como un corredor logístico, energético y diplomático entre Europa, Asia Central, el Cáucaso y Oriente Medio. Su ubicación geográfica, su control de rutas críticas y su diversificación de alianzas la convierten en un actor especialmente atractivo para quienes buscan alternativas al sistema global dominado por las potencias tradicionales.
En conclusión, el intento de Recep Tayyip Erdogan de posicionar a Turquía como mediador en la guerra de Ucrania forma aparentemente parte de una estrategia más amplia de reposicionamiento geopolítico que tiene profundas implicaciones tanto para la seguridad regional como para el equilibrio global. Ankara quizás no solo busca influir en el resultado del conflicto en el que prefiere, acorde a sus intereses comerciales, una victoria ucraniana sin que ello suponga una debacle o humillación para Rusia, sino también redefinir con ello su papel en un mundo multipolar en gestación. Al hacerlo, desafía tanto a los paradigmas tradicionales de la política internacional como a las estructuras de poder que han prevalecido desde la Guerra Fría. La eficacia de esta estrategia dependerá, sin embargo, de su capacidad para equilibrar ambiciones externas con estabilidad interna, mantener su autonomía estratégica sin aislarse de sus aliados clave y ofrecer resultados tangibles a una sociedad que, aunque orgullosa de su historia y de su posición, también exige prosperidad, justicia y democracia.