El Mortal Efecto Dominó del Islamismo en el Cuerno de África

El Cuerno de África se ha convertido en un epicentro de tensiones geopolíticas donde convergen intereses estratégicos, conflictos ideológicos y ambiciones de poder regional. Estados como Catar y Turquía han impulsado una red de influencia islamista que amenaza con desestabilizar una región clave para el comercio global y la seguridad internacional.

Miembros del grupo extremista islamista Boko Haram. ( Foto de archivo: AP)

La expansión del islamismo político y su instrumentalización como herramienta de poder blando por parte de ciertos Estados del Medio Oriente ha alterado profundamente las dinámicas de seguridad en una de las regiones más estratégicas y frágiles del planeta: el Cuerno de África. En este contexto, la interacción entre actores estatales —principalmente Catar y Turquía— y una serie de organizaciones islamistas —como los hutíes en Yemen, Al-Shabaab en Somalia y las Fuerzas Armadas Sudanesas (SAF) alineadas con la Hermandad Musulmana en Sudán— configura un fenómeno de subversión asimétrica que amenaza con desestabilizar no solo al norte del continente africano, sino también con generar efectos dominó que afecten el equilibrio de poder en el Mar Rojo, el Mediterráneo oriental y más allá.

La estrategia de Catar, anclada en su rol como pequeño pero influyente Estado del Golfo, ha consistido en desplegar una política exterior basada en el apoyo a movimientos islamistas con el fin de proyectar influencia regional más allá de su peso demográfico o militar. Este enfoque ha encontrado en la Hermandad Musulmana una plataforma ideológica común que le permite intervenir en procesos políticos en crisis, presentando al islam político como una alternativa legítima a los regímenes autoritarios tradicionales. En Yemen, por ejemplo, Catar ha brindado respaldo financiero y diplomático al movimiento hutí, una milicia chiita con fuertes vínculos con Irán y que, pese a ser enemiga ideológica de la Hermandad Musulmana, se ha beneficiado del antagonismo compartido con Arabia Saudí. Este doble juego, que combina pragmatismo político con afinidades ideológicas según el contexto, se reproduce también en Somalia, donde Catar ha apoyado simultáneamente a facciones dentro del gobierno somalí y, de forma indirecta, a Al-Shabaab, una organización salafista-yihadista afiliada a Al-Qaeda, cuya acción terrorista ha socavado la frágil institucionalidad del país.

Por su parte, Turquía, bajo el liderazgo de Recep Tayyip Erdoğan, ha desarrollado una política exterior neo-otomana que combina soft power —a través de cooperación humanitaria, religiosa y educativa— con elementos de hard power, incluyendo bases militares, provisión de armamento y entrenamiento de fuerzas locales. El respaldo turco a actores islamistas en África responde a una lógica de expansión de su influencia en el mundo musulmán suní, en competencia directa con Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos y, en menor medida, Egipto. En Somalia, Turquía ha construido la mayor embajada del mundo, así como la base militar más grande que tiene en el extranjero, lo que demuestra la importancia estratégica que otorga a este país. Al mismo tiempo, se han documentado vínculos entre operativos turcos y ciertos sectores islamistas radicalizados dentro del espectro somalí, generando ambigüedad respecto a su papel en la lucha contra el extremismo.

En Sudán, el conflicto entre las SAF, lideradas por el general Abdel Fattah al-Burhan, y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), comandadas por Mohamed Hamdan Dagalo (conocido como Hemedti), representa la manifestación más aguda del enfrentamiento entre islamismo político y actores más seculares o pragmáticos. Las SAF mantienen una clara continuidad ideológica con el régimen de Omar al-Bashir, quien gobernó Sudán durante tres décadas bajo una interpretación estricta de la sharía y con estrechos vínculos con la Hermandad Musulmana. La caída de al-Bashir en 2019 no desmanteló las estructuras islamistas profundamente enraizadas en las instituciones militares y de seguridad del país. Por el contrario, permitió que actores externos como Catar y Turquía reforzaran su apoyo a estas facciones con el fin de asegurarse aliados leales en un país que representa un nodo geoestratégico vital en el tránsito entre el mundo árabe, el África subsahariana y la cuenca del Mar Rojo.

La evolución de estos conflictos locales hacia configuraciones transnacionales responde también a intereses geoeconómicos de mayor calado. El Mar Rojo es una arteria marítima esencial por la que transita cerca del 10% del comercio mundial, incluidos productos energéticos clave que conectan Europa con Asia. La inestabilidad en países ribereños como Sudán, Eritrea, Somalia y Yibuti puede generar disrupciones en las rutas marítimas, amenazando no solo la seguridad del transporte global, sino también la capacidad de potencias occidentales, China y Rusia de mantener presencia efectiva en puertos clave y bases logísticas. Yibuti, en particular, acoge instalaciones militares de Estados Unidos, China, Francia, Japón e Italia, convirtiéndose en un enclave neurálgico en la rivalidad entre grandes potencias.

En este contexto, la posibilidad de que Al-Shabaab logre tomar control total de Somalia —como sugiere el avance actual hacia Mogadiscio, respaldado por financiación catarí, armamento turco y entrenamiento iraní— plantea un escenario de altísimo riesgo para la seguridad regional. Somalia se convertiría en el primer Estado africano de mayoría musulmana completamente gobernado por una organización yihadista, con capacidad de proyectar violencia hacia países vecinos y establecer una retaguardia para operaciones terroristas globales. La caída de Eritrea —país con un régimen autoritario y secular, pero aislado diplomáticamente— abriría un nuevo flanco de vulnerabilidad para Etiopía, nación clave para el equilibrio del Cuerno de África y aliada potencial de Occidente e Israel en el combate contra el extremismo islamista.

Etiopía, con más de 120 millones de habitantes, una economía emergente y un papel histórico como bastión del cristianismo africano, representa hoy la última gran muralla frente al avance islamista en la región. Sin embargo, las sanciones internacionales impuestas tras la guerra del Tigray han debilitado su economía y su capacidad militar. En este contexto, analistas y actores regionales abogan por un levantamiento de las sanciones y una reconfiguración de alianzas que incluya asistencia financiera, cooperación militar y colaboración en inteligencia con potencias como Estados Unidos e Israel. Tal alianza, con epicentro en Addis Abeba, Jerusalén y Washington, permitiría articular una estrategia de contención efectiva frente a los avances islamistas que se gestan desde el sur y el este.

En el caso de Egipto, el riesgo de implosión es real. A pesar del derrocamiento de Mohamed Morsi y la represión estatal contra la Hermandad Musulmana bajo el régimen de Abdel Fattah al-Sisi, el islamismo político mantiene un sólido apoyo popular, estimado en torno al 60% de la población. La posibilidad de una pinza estratégica formada por la Hermandad en Sudán y sus aliados en Egipto podría desestabilizar a este país, entregando a los islamistas no solo el control de la nación más poblada del mundo árabe, sino también el acceso a uno de los ejércitos más grandes y mejor equipados de la región. Esto tendría implicancias catastróficas para la seguridad de Israel, que se vería amenazado simultáneamente desde el sur (Egipto) y el norte (Siria, vía Turquía), en una maniobra geopolítica que recuerda los peores escenarios de la Guerra Fría.

En conclusión, el avance del islamismo político en el Cuerno de África, apoyado y financiado por Estados como Catar, Turquía e Irán, no puede ser analizado únicamente desde la óptica de los conflictos internos o la lucha contra el terrorismo. Se trata de una estrategia de poder estructurada, que busca reconfigurar el orden político regional mediante el ascenso de actores afines ideológicamente, con el objetivo de desplazar a regímenes seculares, consolidar rutas de influencia y controlar puntos estratégicos clave para la economía global. La comunidad internacional enfrenta así el desafío de responder no solo con herramientas militares, sino también con una visión geoestratégica de largo plazo, que combine desarrollo, diplomacia y seguridad para frenar un efecto dominó que, de no detenerse, podría transformar radicalmente el equilibrio de poder en África, Oriente Medio y más allá.

Suscríbete a nuestro blog

Recibe en tu email exclusivos artículos y novedades, con análisis y las claves acerca de las dinámicas, procesos y tendencias geoeconómicas y geopolíticas que están activas en nuestra sociedad.