La Guerra Silenciosa de los Chips: Cómo el Acuerdo con TSMC Redibuja el Mapa Geopolítico y Tecnológico Global

En un mundo donde la supremacía tecnológica define el poder global, los semiconductores se han convertido en el nuevo oro estratégico del siglo XXI. La reciente inversión de 100 mil millones de dólares por parte de TSMC en Estados Unidos no solo marca un hito industrial, sino que revela una reconfiguración profunda de las dinámicas geopolíticas y geoeconómicas. Este movimiento, enmarcado en la rivalidad entre Washington, Pekín y Taipéi, redefine las relaciones de poder en torno al control de la inteligencia artificial, la seguridad nacional y la soberanía tecnológica. El acuerdo va más allá de la producción de chips: es una jugada maestra en el tablero de la nueva geopolítica global.

TSMC es actualmente la empresa puntera y más expuesta por las tensiones geopoliticas entre USA- China. Foto: Stephen Woodrow

El pasado 3 de marzo, en un acto simbólico y de gran trascendencia política, C.C. Wei, director ejecutivo de Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC), la mayor empresa de fabricación de semiconductores del mundo, anunció junto al presidente Donald Trump una inversión histórica de 100 mil millones de dólares estadounidenses destinada a expandir la capacidad de producción de chips en Estados Unidos. Este anuncio no solo representa una ampliación masiva de infraestructura tecnológica con la construcción de cinco nuevas plantas en el estado de Arizona —entre ellas un centro de investigación y desarrollo de vanguardia—, sino que marca también un punto de inflexión en la arquitectura global de las cadenas de suministro tecnológicas y en la redistribución del poder industrial que ha venido configurándose en las últimas décadas.

TSMC es el pilar central de la industria global de semiconductores. Sus instalaciones producen más del 60% del suministro mundial de chips y controlan más del 90% de los semiconductores de tecnología más avanzada, fundamentales para dispositivos electrónicos de uso cotidiano, automóviles, sistemas de defensa, centros de datos e infraestructuras críticas de inteligencia artificial. Empresas líderes como Apple, AMD, Nvidia y Google dependen casi exclusivamente de los chips que produce TSMC, lo que convierte a esta compañía no solo en un gigante industrial, sino también en un actor estratégico del equilibrio geopolítico mundial. La magnitud de esta inversión —que se suma a los 65 mil millones ya canalizados previamente en Arizona, donde TSMC opera sobre una superficie de 1.100 acres y emplea a más de 3.000 trabajadores— revela no solo una expansión industrial, sino una apuesta estratégica por parte de Estados Unidos para repatriar capacidades tecnológicas clave.

El retroceso histórico de la industria de semiconductores estadounidense proporciona un marco fundamental para entender el trasfondo de esta estrategia. Durante la década de 1990, Estados Unidos era responsable de aproximadamente el 37% de la producción global de semiconductores. Sin embargo, con el auge de la globalización, la búsqueda de eficiencias económicas y la transferencia de capacidades productivas a Asia, dicha participación cayó por debajo del 12% en las décadas siguientes. Taiwán, gracias a TSMC, asumió entonces un rol de supremacía en esta cadena industrial, convirtiéndose en el epicentro mundial de la fabricación de chips. Esta concentración, sin embargo, ha generado vulnerabilidades sistémicas: la dependencia de un único nodo geográfico en una región geopolíticamente volátil plantea riesgos sustanciales no solo para Estados Unidos, sino para la economía global en su conjunto.

La firma del acuerdo con TSMC debe leerse a la luz de las políticas industriales que Estados Unidos ha venido implementando para revertir este deterioro. En 2022, bajo la administración Biden, se promulgó la Ley CHIPS y Ciencia (CHIPS and Science Act), que destinó 52.700 millones de dólares en subvenciones, incentivos fiscales y fondos para investigación, con el objetivo de fomentar la producción nacional de semiconductores y reducir la dependencia de actores extranjeros, especialmente en segmentos críticos de la cadena de suministro. Este marco normativo, que representa el mayor esfuerzo industrial estadounidense en décadas, busca no solo generar empleo y estimular el crecimiento económico, sino también responder a una preocupación cada vez más aguda: la pérdida de autonomía estratégica frente a rivales como China.

En este contexto, la geoeconomía del chip se convierte en uno de los escenarios más decisivos para definir la hegemonía tecnológica del siglo XXI. Los semiconductores son la infraestructura invisible pero esencial que sostiene la digitalización global, la inteligencia artificial, la computación cuántica, las redes 5G y las capacidades militares de última generación. No es casual que, en su discurso del 27 de enero ante los republicanos de la Cámara de Representantes, Donald Trump haya propuesto aranceles del 100% a todos los chips importados. Su retórica apeló a una narrativa de «recuperación nacional», acusando a Taiwán de haber «robado» la industria de semiconductores y proponiendo medidas proteccionistas para incentivar la producción local. Esta lógica no solo apunta a reindustrializar sectores clave, sino también a condicionar el comportamiento de actores extranjeros como TSMC, que podrían instalarse en suelo estadounidense para evitar sanciones y beneficiarse de incentivos fiscales, tal como se evidencia en la nueva inversión anunciada.

El impacto geopolítico de esta reconfiguración es profundo. En primer lugar, desde la perspectiva de la inteligencia artificial, la relocalización parcial de la producción de chips de TSMC fortalece la posición de Estados Unidos en la carrera global por el dominio tecnológico. Las GPUs de Nvidia, fundamentales para entrenar y ejecutar modelos de lenguaje como ChatGPT, se basan en chips avanzados que hasta ahora solo TSMC podía fabricar a escala. Asegurar el suministro de estos componentes dentro de territorio estadounidense implica blindar las infraestructuras críticas de IA frente a amenazas externas, interrupciones geopolíticas o manipulaciones estratégicas de mercado. No obstante, esto no ha frenado el avance de potencias rivales. A principios de este 2025, el modelo de IA chino DeepSeek sorprendió al mundo por rivalizar con las capacidades de modelos occidentales sin utilizar GPUs de alta gama de origen estadounidense, demostrando que el acceso restringido a tecnología no ha detenido, sino estimulado, la innovación autónoma en China.

En segundo lugar, la situación de Taiwán se vuelve aún más compleja. La isla ha sido descrita como poseedora de un “escudo de silicio”: su supremacía en la producción de chips disuade ataques militares por parte de China, cuyo aparato industrial también depende de estos componentes. Además, el interés de Estados Unidos en proteger Taiwán ha estado históricamente vinculado a la necesidad de preservar su acceso a esta infraestructura estratégica. Sin embargo, el progresivo traslado de capacidades de producción hacia suelo estadounidense podría erosionar este incentivo, debilitando la garantía implícita de defensa que Estados Unidos ha sostenido durante décadas. Desde Taiwán ya se han alzado voces críticas acusando a Washington de estar «vaciando» su sector más estratégico. Las leyes taiwanesas exigen la aprobación gubernamental para inversiones de gran escala en el extranjero, y el gabinete ha anunciado que revisará el acuerdo con TSMC, advirtiendo que los procesos de fabricación más avanzados deberán seguir ejecutándose en Taiwán para preservar su ventaja estratégica.

Por su parte, China observa estos movimientos con una mezcla de alarma y determinación. La rivalidad entre Washington y Pekín se ha intensificado a medida que la competencia por el liderazgo tecnológico se vuelve más explícita. Las restricciones de exportación impuestas por EE. UU. a empresas chinas como Huawei, así como el control de acceso a tecnologías avanzadas de litografía y diseño de chips, han acelerado los programas de autarquía tecnológica en China. Pekín ha multiplicado las inversiones en investigación, ha fomentado el desarrollo de empresas nacionales como SMIC (Semiconductor Manufacturing International Corporation) y ha adoptado políticas industriales ambiciosas bajo el paraguas de la iniciativa Made in China 2025. El resultado ha sido una carrera por la soberanía tecnológica en la que la relocalización de TSMC juega un papel catalizador. Además, el hecho de que Taiwán, mediante esta inversión, profundice su interdependencia con Estados Unidos puede interpretarse como una forma de disuadir a Trump de adoptar una postura transaccional frente a su defensa, transformando la lógica de “protección a cambio de pago” en una alianza basada en beneficios recíprocos.

En definitiva, el acuerdo entre TSMC y Estados Unidos no debe entenderse únicamente como una expansión empresarial, sino como una manifestación clara de una transformación estructural en el orden geoeconómico mundial. La pugna por el control de los semiconductores se ha convertido en un teatro central donde se dirime no solo la seguridad nacional de los Estados, sino la orientación futura de la innovación, el comercio y el poder global. La repatriación de capacidades productivas, el auge de políticas industriales, la rivalidad estratégica entre potencias y la fragilidad de las cadenas globales de suministro configuran un nuevo paradigma en el que los chips no son solo componentes tecnológicos, sino instrumentos de poder. La gran pregunta que se desprende de este nuevo escenario es si esta estrategia conducirá a una mayor estabilidad y resiliencia para Estados Unidos, o si, por el contrario, alimentará una carrera de autosuficiencia tecnológica que profundice la fragmentación del sistema internacional y genere nuevas fuentes de conflicto.

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Por Instituto IDHUS

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