Infraestructura estratégica: el nuevo eje del poder global y la transformación social del siglo XXI

En un mundo marcado por tensiones geopolíticas, transformaciones tecnológicas y urgencias climáticas, la inversión en infraestructuras ha adquirido un papel central en la configuración del futuro global. Ya no se trata solo de construir puentes o redes eléctricas, sino de establecer las bases de un nuevo orden económico, energético y social

Las infraestructuras generadoras y energéticas son un elemento clave en la geopolítica actual. Foto: Antonino C. – Flicker

En el contexto actual de profunda transformación geopolítica, económica y tecnológica, la inversión en infraestructuras ha dejado de ser una cuestión meramente técnica o financiera para convertirse en una herramienta estratégica central que articula los intereses de los Estados, redefine el posicionamiento de los actores globales y moldea las condiciones estructurales del desarrollo humano. La creciente interdependencia entre infraestructura y geopolítica ha provocado que las decisiones de inversión se vean cada vez más determinadas por factores como la seguridad energética, la estabilidad de las cadenas de suministro, la competencia por tecnologías emergentes, los marcos regulatorios nacionales e internacionales y, en general, por los riesgos sistémicos derivados de un orden mundial en proceso de reconfiguración.

Tradicionalmente, la infraestructura se concebía como el soporte físico del crecimiento económico: redes de transporte, sistemas de generación y distribución de energía, telecomunicaciones, agua y saneamiento. Sin embargo, en la actualidad, su rol se ha ampliado sustancialmente para abarcar dimensiones estratégicas como la resiliencia nacional ante crisis climáticas o conflictos armados, la autonomía tecnológica, la transición energética y la integración regional. En este sentido, los gestores de riesgo adquieren una relevancia sin precedentes, ya que los proyectos de infraestructura no solo deben ser rentables, sino también sostenibles, adaptables a entornos políticos cambiantes, y resilientes ante disrupciones como pandemias, guerras, sanciones comerciales o ciberataques.

Una de las figuras que más claramente ha expresado esta nueva complejidad es Roberta Brzezinski, socia de Control Risks, quien sostiene que las prioridades de inversión en infraestructura están siendo redefinidas a gran velocidad por los grandes movimientos geopolíticos contemporáneos. Desde los efectos del conflicto en Ucrania hasta la polarización entre China y Estados Unidos, pasando por los esfuerzos multilaterales por acelerar la transición energética, el mapa de la infraestructura global refleja hoy más que nunca los intereses estratégicos de las principales potencias y sus alianzas emergentes.

En términos energéticos, la transición hacia fuentes renovables ya no se analiza exclusivamente desde la perspectiva ambiental o climática, sino en clave de seguridad nacional. Gobiernos de todo el mundo están adoptando políticas que buscan reducir su dependencia de fuentes de energía externas, particularmente fósiles, en favor de un modelo más autosuficiente basado en energías limpias como la solar, eólica, hidrógeno verde y tecnologías nucleares avanzadas. Este enfoque responde, en gran medida, al impacto de los shocks recientes, como la crisis energética desatada por la invasión rusa a Ucrania, que evidenció la vulnerabilidad estructural de Europa por su alta dependencia del gas ruso. Como respuesta, la Unión Europea ha puesto en marcha iniciativas como REPowerEU, que busca acelerar la diversificación energética y potenciar la infraestructura renovable en el bloque.

La magnitud de esta transformación es notable: en 2024, la inversión global en infraestructuras superará los 3 billones de dólares, de los cuales 2 billones se destinarán exclusivamente a tecnologías limpias y sus infraestructuras asociadas. A pesar de ello, persisten importantes desafíos: la modernización de las redes eléctricas, por ejemplo, no avanza al mismo ritmo que el desarrollo de nuevas fuentes de generación, lo cual genera cuellos de botella y riesgos de inestabilidad energética. Este desfase es particularmente preocupante dado el incremento de la demanda eléctrica impulsada por sectores como la inteligencia artificial, los centros de datos y la movilidad eléctrica.

El crecimiento de estas inversiones, sin embargo, es asimétrico y concentrado. China, Estados Unidos y la Unión Europea aglutinan la mayor parte del flujo de capital destinado a infraestructuras verdes, gracias a políticas públicas agresivas, incentivos fiscales y la disponibilidad de capital privado. Otros países como India, Brasil y algunas regiones del sudeste asiático y África han comenzado a experimentar una expansión moderada, impulsada por marcos regulatorios más favorables y por la mejora de sus redes de distribución. Sin embargo, estos mercados emergentes siguen expuestos a riesgos elevados derivados de una institucionalidad débil, volatilidad política y limitaciones técnicas, lo que obliga a una gestión de riesgos más sofisticada y adaptada a contextos de alta incertidumbre.

La dimensión geopolítica de la infraestructura se hace aún más evidente en el uso de grandes corredores comerciales como herramientas de influencia y competencia estratégica. China, con su Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI), ha transformado profundamente el acceso a financiamiento e infraestructura en países en desarrollo, aunque ha recibido críticas por problemas de opacidad, endeudamiento excesivo y baja sostenibilidad ambiental. En respuesta, Occidente ha lanzado iniciativas como el Corredor Económico India-Oriente Medio-Europa (IMEC) y la Asociación para la Inversión en Infraestructura Global (PGII), liderada por Estados Unidos y sus aliados del G7. Estos proyectos buscan no solo conectar regiones clave a través de oleoductos, rutas ferroviarias o cables digitales, sino también ofrecer alternativas geoestratégicas frente al predominio chino, apostando por estándares más altos de transparencia, impacto ambiental y sostenibilidad financiera.

Estas dinámicas tienen profundas implicaciones para el futuro de las relaciones internacionales y del desarrollo económico. La competencia entre corredores no solo redefine los flujos de mercancías y recursos, sino también los vínculos políticos, las alianzas comerciales y la soberanía económica de los países involucrados. Ejemplo de ello es el caso de Arabia Saudita, que busca maximizar su papel como punto de conexión entre Asia, África y Europa, equilibrando su cooperación con Estados Unidos y China. Sin embargo, la competencia regional, como la que mantiene con Emiratos Árabes Unidos, puede generar fricciones que afecten la estabilidad del comercio regional.

El horizonte tecnológico también redefine los ejes de la inversión en infraestructura. Las tecnologías emergentes, como los reactores modulares pequeños (SMRs), el hidrógeno verde y la infraestructura para inteligencia artificial, están reformulando las necesidades y prioridades del capital inversor. Países como Corea del Sur, Turquía o Colombia han comenzado a posicionarse como centros de innovación energética, desarrollando proyectos nucleares o apoyando la producción doméstica de hidrógeno verde, mientras que gigantes tecnológicos de EE. UU. están invirtiendo cientos de miles de millones en centros de datos alimentados con energía limpia. Estos avances abren nuevas oportunidades de crecimiento, pero también plantean retos regulatorios, técnicos y éticos: desde la seguridad nuclear hasta la obsolescencia tecnológica acelerada, pasando por el impacto ambiental del procesamiento masivo de datos.

Frente a este panorama, el futuro de la infraestructura global apunta hacia un modelo mucho más complejo, interconectado e incierto, donde la capacidad de anticiparse a escenarios críticos y de integrar criterios de sostenibilidad y resiliencia será crucial. La inversión en infraestructuras ya no puede entenderse como una decisión puramente económica: es una declaración de posicionamiento estratégico, una apuesta por un modelo de desarrollo y, en última instancia, una herramienta de construcción de futuro.

Como sociedad, esta evolución tendrá impactos profundos. En el plano económico, condicionará los patrones de empleo, productividad y crecimiento. En el plano político, determinará las alianzas internacionales, la estabilidad de regiones enteras y la legitimidad de los gobiernos ante sus poblaciones. En el plano social, afectará la equidad en el acceso a servicios esenciales, la calidad de vida urbana y rural, y la capacidad de respuesta ante crisis globales como el cambio climático. Entender hacia dónde se dirige la inversión en infraestructuras es, por tanto, entender los cimientos del mundo que estamos construyendo para las próximas generaciones.

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Por Instituto IDHUS

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