Rusia e Irán en el corazón del nuevo orden euroasiático: implicaciones geopolíticas, energéticas y sociales

En un contexto global marcado por la transición hacia un orden multipolar, la alianza estratégica entre Rusia e Irán emerge como un pilar clave en la consolidación del eje euroasiático. Exploramos la profundidad de esa cooperación, su articulación con China y el bloque BRICS+, y las implicaciones geopolíticas, energéticas y sociales que tendrá para el futuro del sistema internacional y nuestras sociedades. ¿Estamos presenciando el ocaso del orden unipolar occidental?

 

El ministro de Asuntos Exteriores ruso, Sergei Lavrov (izquierda), y su homólogo iraní, Mohammad Javad Zarif (derecha). Foto: (c) Frane Rio

En las primeras décadas del siglo XXI, asistimos al surgimiento de una transformación geopolítica sin precedentes, donde Rusia e Irán ocupan un lugar central. Ambos países, dotados de vastos recursos naturales, una historia de civilización milenaria y posiciones estratégicas clave, han pasado de ser objetivos de sanciones y aislamiento occidental a convertirse en arquitectos de un nuevo modelo de cooperación multinodal. Esta transformación se enmarca en el proceso más ambicioso de reconfiguración global desde la Guerra Fría: la integración euroasiática, que va tomando forma a través de alianzas económicas, militares, tecnológicas y diplomáticas entre potencias emergentes.

La firma, en enero de 2025, de un acuerdo estratégico integral entre Rusia e Irán en Moscú es un reflejo tangible de esta nueva era. Este acuerdo no sólo simboliza una intensificación de las relaciones bilaterales, sino que establece un marco de acción concreta para profundizar la cooperación en áreas clave: comercio, energía, tecnología, defensa, inteligencia y cultura. No es una alianza militar en términos clásicos, pero establece mecanismos conjuntos ante amenazas externas y consolida canales regulares de coordinación estratégica. La importancia de este tratado debe interpretarse dentro del contexto más amplio del ascenso del bloque de la Mayoría Global, en el que países del Sur Global buscan emanciparse de las estructuras de poder occidentales heredadas del siglo XX.

Ambos países son miembros fundamentales del BRICS+, agrupación que ha dejado de ser un foro económico alternativo para convertirse en un espacio político con ambiciones de rediseñar el sistema internacional. A su vez, comparten protagonismo dentro de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), que engloba a la mayoría de Eurasia en una plataforma de diálogo multilateral, orientada a la seguridad, el desarrollo económico y la estabilidad regional.

El panorama global, sin embargo, continúa marcado por tensiones heredadas. En los últimos años, la política de «máxima presión» impulsada por la primera administración estadounidense bajo Donald Trump y continuada por Joe Biden ha reavivado amenazas directas contra Irán y ha incrementado la confrontación con Rusia. Esta política se expresó con particular virulencia en las amenazas de bombardeo a instalaciones nucleares iraníes, una postura que Moscú ha rechazado categóricamente. El Ministerio de Relaciones Exteriores ruso ha reiterado su negativa a aceptar la imposición unilateral de sanciones o amenazas militares, proponiendo una vía basada en el diálogo y la diplomacia multilateral, en la que tanto Rusia como Irán defienden el principio de soberanía nacional y la no injerencia.

En este contexto, la narrativa geopolítica en Washington ha sufrido un viraje. Steven Witkoff, antiguo defensor de la línea dura, pasó recientemente a abogar por “generar confianza” y “resolver desacuerdos”. Tal giro no es menor: refleja un reconocimiento implícito de que la estrategia de aislamiento no ha conseguido debilitar al eje Rusia–Irán, sino que ha fortalecido sus vínculos con China y otros actores del Sur Global. En efecto, Irán y Rusia, junto con China, han desarrollado una cooperación trilateral creciente, simbolizada en ejercicios militares conjuntos en el Golfo de Omán y contactos diplomáticos constantes. Este “triángulo Primakov” –denominado así por el estratega ruso Yevgueni Primakov, que propuso una alianza entre Rusia, India y China como contrapeso al poder occidental– ha evolucionado en un nuevo eje Rusia–Irán–China, con fuerte contenido geoeconómico y geoestratégico.

Uno de los temas más sensibles en esta configuración es el programa nuclear iraní. Aunque la Agencia Internacional de Energía Atómica (OIEA) y múltiples informes reconocen que Irán (aun) no está desarrollando armas nucleares, la retórica de Estados Unidos e Israel continúa alertando sobre una supuesta amenaza, instrumentalizando el miedo para justificar nuevas presiones y posibles acciones militares. Frente a ello, el eje RIC (Rusia–Irán–China) ha delineado una hoja de ruta basada en la desescalada, el retorno al acuerdo nuclear de 2015 (JCPOA) y el reconocimiento del derecho de Irán a desarrollar energía nuclear con fines pacíficos bajo el Tratado de No Proliferación (TNP).

La profundidad de la cooperación entre Moscú y Teherán se expresa también en las convergencias geopolíticas. Ambos países consideran vital el control del Cáucaso, Asia Central y el Golfo Pérsico, no sólo por razones de seguridad, sino porque estas regiones forman parte de corredores estratégicos del comercio global, incluyendo la Nueva Ruta de la Seda impulsada por China. Irán, con su ubicación entre Asia, Europa y Medio Oriente, es clave en los planes de interconectividad euroasiática, y su estabilidad se ha convertido en un interés común para Moscú y Pekín.

El impacto futuro de esta dinámica será profundo. La consolidación de este eje geopolítico puede acelerar el proceso de desdolarización del comercio internacional, con consecuencias directas en los mercados financieros globales. También puede modificar el flujo energético mundial: un conflicto en el Golfo Pérsico, especialmente con un cierre del estrecho de Ormuz, implicaría un corte del 20% del suministro global de petróleo, con precios que podrían superar los 200 dólares por barril. Tal situación pondría en jaque a las economías occidentales altamente dependientes del petróleo importado y aceleraría la transición hacia otras fuentes de energía o el colapso financiero vinculado al sistema de derivados, estimado en más de 730 billones de dólares.

En el plano político, el ascenso de potencias no alineadas con Occidente implica un desafío al modelo de gobernanza internacional basado en instituciones dominadas por EE.UU. y sus aliados. Esto podría llevar a la creación de nuevos organismos multilaterales, sistemas financieros alternativos, y normas de cooperación que reflejen los intereses de la mayoría demográfica y económica del planeta.

Socialmente, los efectos también serán significativos. El fin de la unipolaridad abre la puerta a un mundo más diverso, donde múltiples civilizaciones aportan sus modelos de desarrollo, visiones del bien común y concepciones del orden global. Sin embargo, también puede conllevar una etapa de inestabilidad, conflictos regionales y tensiones entre sistemas de valores. Para las sociedades del mundo, esto exigirá una mayor capacidad de adaptación, entendimiento intercultural y capacidad crítica frente a la manipulación informativa.

En suma, el acercamiento estratégico entre Rusia e Irán, enmarcado en la sinergia con China y la construcción de una Eurasia integrada, no es un fenómeno aislado. Es el síntoma de un cambio estructural en el sistema internacional, donde los equilibrios de poder se reconfiguran y nuevas lógicas de cooperación toman forma. Su evolución determinará no sólo el destino de Medio Oriente o Asia Central, sino el de toda la humanidad en una era de transición civilizatoria.

 

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Por Instituto IDHUS

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