En la actualidad, China se encuentra en una etapa decisiva de transformación económica, en la que busca consolidar su lugar entre los países de ingresos altos. Ante el agotamiento del modelo basado en inversión y exportaciones, el país ha decidido enfocar sus esfuerzos en el fortalecimiento del consumo interno como motor clave de crecimiento

China se encuentra en una encrucijada crucial de su evolución económica y social, intentando consolidar su transición hacia el grupo de países de ingresos altos. En este contexto, el Gobierno chino ha establecido para este año 2025 un objetivo de crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) de alrededor del 5 %, fijando como prioridad estratégica la reactivación del consumo interno. Esta directriz, plasmada en el Informe sobre la Labor del Gobierno, refleja no solo una meta coyuntural, sino un viraje profundo en la concepción del modelo de desarrollo del país: de uno tradicionalmente centrado en la inversión y la exportación, hacia uno basado en la innovación tecnológica, la ampliación del mercado doméstico y la mejora del bienestar social.
Durante décadas, China ha seguido un modelo de crecimiento impulsado por fuertes inversiones en infraestructura, desarrollo industrial y exportaciones masivas, favorecido por su integración en los mercados globales. Este enfoque ha sido altamente efectivo para superar la pobreza extrema, generar empleo y construir un aparato productivo formidable. Sin embargo, ha llegado a un punto de inflexión. La creciente sofisticación de la economía china, las presiones demográficas —como el envejecimiento de la población— y la desaceleración de los motores tradicionales del crecimiento hacen indispensable una reconfiguración del modelo. En este sentido, el consumo interno se posiciona como una herramienta esencial para mantener la estabilidad macroeconómica, aumentar la demanda agregada y fomentar una distribución más equitativa de la riqueza.
Uno de los principales desafíos que enfrenta esta estrategia es la existencia de una brecha estructural en los patrones de consumo de la población. Comparado con el promedio global, el consumo como porcentaje del PIB en China es aproximadamente 20 puntos porcentuales inferior. Más preocupante aún, cuando se analiza en términos de paridad de poder adquisitivo, se observa que el consumo de los hogares chinos —especialmente en servicios como salud, educación, seguridad social y cultura— se sitúa entre un 25 % y un 33 % por debajo del nivel de países miembros de la OCDE con un desarrollo económico similar. Esta disparidad se debe a múltiples factores, entre los que destacan la desigualdad de ingresos, la baja cobertura y calidad de los servicios públicos, y una urbanización incompleta que limita el acceso a oportunidades de desarrollo para millones de personas en zonas rurales y ciudades pequeñas.
Uno de los ejemplos más ilustrativos de esta desigualdad estructural es el sistema de pensiones. Mientras los jubilados de organismos públicos urbanos pueden recibir hasta 6.000 yuanes mensuales, los trabajadores urbanos retirados perciben unos 3.000 yuanes. Esta brecha ya es notable. No obstante, lo más alarmante es el contraste con los residentes rurales, que constituyen el 95 % de los afiliados al sistema de pensiones de residentes urbanos y rurales, y que reciben apenas 220 yuanes mensuales. Esta situación no solo es una expresión de inequidad, sino un obstáculo concreto al crecimiento del consumo, ya que limita la capacidad de gasto de casi mil millones de ciudadanos con ingresos bajos o medios-bajos.
La urbanización parcial también representa un freno significativo al desarrollo del consumo. Aunque China ha hecho enormes avances en materia de urbanización, el proceso sigue siendo desigual. En muchas regiones rurales o semiurbanas persiste una oferta limitada de servicios básicos, lo que impide que la demanda potencial se traduzca en consumo efectivo. Aun cuando los ciudadanos desean acceder a servicios como atención médica de calidad, educación superior o actividades culturales, frecuentemente encuentran barreras relacionadas con la falta de infraestructura o el alto costo de estos servicios en áreas no urbanizadas. La migración hacia las grandes ciudades ha sido una respuesta lógica, pero ha generado desequilibrios adicionales, como la sobrepoblación en las metrópolis y el vaciamiento de zonas rurales, acentuando la dualidad urbano-rural.
Desde una óptica más profunda, el problema del consumo en China remite a la distribución del ingreso nacional y la propiedad de los activos. Según la Academia China de Ciencias Sociales, en 2022 el país contaba con activos sociales netos equivalentes a unos 756 billones de yuanes, de los cuales aproximadamente un 38 % pertenecía al gobierno. En contraste, en países desarrollados, esta proporción raramente supera el 10 %. Este control estatal de activos ha permitido una fuerte inversión pública en momentos clave del desarrollo, pero también ha desincentivado el consumo privado. La acumulación de capital en manos del Estado, junto con una cultura del ahorro incentivada por la falta de una red sólida de protección social, ha limitado la expansión de la demanda interna.
El futuro del crecimiento económico chino dependerá, en gran medida, de su capacidad para ampliar no solo la «altura» del crecimiento —medida en términos de eficiencia, innovación y competitividad—, sino también su «amplitud», es decir, la inclusión de más segmentos de la población en los beneficios del desarrollo. Tecnologías emergentes como la inteligencia artificial generativa (DeepSeek) o los robots humanoides tienen un enorme potencial transformador, pero sus beneficios no se consolidarán sin una base social amplia y una demanda interna robusta. En este sentido, el consumo no es solo un indicador económico, sino un termómetro del desarrollo humano.
Las reformas estructurales que se proponen para estimular el consumo tienen un claro sentido redistributivo. Una de las medidas más destacadas es la duplicación de las pensiones para los residentes rurales, pasando de 200 a 400 yuanes mensuales para 170 millones de personas. Se estima que, dada su alta propensión marginal al consumo (0,8), esta transferencia generaría un impacto inmediato de 800.000 millones de yuanes en el mercado interno. A su vez, con un multiplicador de consumo estimado en 1,5, esto podría traducirse en un incremento del PIB de 1,2 billones de yuanes, es decir, alrededor de un punto porcentual adicional de crecimiento anual.
La evolución de este modelo también implicará una nueva fase de urbanización, caracterizada por el desarrollo de ciudades medianas y pequeñas, la mejora de las condiciones de vida rurales y la integración territorial de factores como el trabajo, el capital y la tierra. Además, será clave reformar los mecanismos de seguridad social, ampliando la cobertura de pensiones y servicios básicos en zonas con alta presencia de trabajadores migrantes, que hoy siguen siendo ciudadanos de segunda clase en muchos aspectos.
Desde una perspectiva global, la transformación del modelo económico chino no es un proceso que afecte solo al país asiático. Dada la magnitud de su economía —la segunda más grande del mundo—, cualquier cambio estructural en China tiene repercusiones sistémicas. Un fortalecimiento del consumo interno reducirá la dependencia de los mercados internacionales, podría contribuir a la estabilidad del comercio global y —al fomentar un modelo más inclusivo y sostenible— ofrecerá una referencia para otros países en desarrollo que buscan combinar crecimiento económico con cohesión social.
En última instancia, la transición hacia un modelo de crecimiento basado en el consumo en China representa no solo un desafío económico, sino una transformación social de gran calado. De su éxito dependerá no solo la prosperidad de su población, sino también la configuración futura del equilibrio económico mundial y las posibilidades de un desarrollo más equitativo, inclusivo y sostenible para la humanidad.