Dennis Jett
Profesor de la Escuela de Asuntos Internacionales de la Universidad Estatal de Pensilvania.
Modern War Institute
No es un buen día para un comandante combatiente cuando un titular de portada de un periódico importante dice que uno de sus programas más importantes ha fracasado. En este caso, el fracaso es el resultado de un esfuerzo de todo el gobierno que lleva décadas gestándose.
Se trata del general Michael Langley, comandante del Mando de Estados Unidos en África (AFRICOM) desde agosto de 2022. El titular de la noticia del 6 de junio en la portada del New York Times dice: «EE.UU. se enfrenta a fracasos mientras el terrorismo se extiende por África Occidental». Describe cómo, después de que Estados Unidos haya proporcionado cientos de millones de dólares en ayuda a la seguridad a varios ejércitos africanos, el terrorismo no ha hecho más que empeorar.
Los ejércitos que se han beneficiado de la generosidad estadounidense no sólo no han conseguido eliminar a los terroristas, sino que además se les ha dado bien derrocar a los gobiernos existentes, como demuestran los recientes golpes de Estado en Malí, Guinea, Burkina Faso y Níger. Por si fuera poco, algunos gobiernos de la región han renunciado a la ayuda de Estados Unidos, así como de Francia, otro antiguo proveedor de asistencia en materia de seguridad, y han contratado en su lugar a mercenarios rusos.
La reacción del AFRICOM ante este sombrío panorama se esbozaba en un artículo de Associated Press, en el que se señalaba que «en vez de un examen de conciencia o un amplio replanteamiento de la estrategia», Estados Unidos planeaba, como describió el general Langley, «redoblar la apuesta y volver a comprometerse con estos países». También añadió que «lo que Estados Unidos quiere es lo que los países están pidiendo. No estamos prescribiendo nada».
A diferencia de la noticia de Associated Press, el artículo del New York Times daba alguna esperanza de corrección del rumbo ante el fracaso. Citaba a funcionarios estadounidenses anónimos que afirmaban que están «reestructurando su enfoque para combatir una insurgencia que tiene sus raíces en preocupaciones locales, no globales». La competencia por la tierra, la exclusión de la política y otros agravios locales han engrosado las filas de los militantes, más que cualquier compromiso particular con la ideología extremista». Esta toma de conciencia ha impulsado supuestamente una nueva estrategia que «se centrará más en iniciativas bien financiadas que incluyan seguridad, gobernanza y desarrollo».
Suena ilustrado, pero puede no ser suficiente. Parafraseando a Ronald Reagan, en esta crisis actual, un gobierno militar no es la solución a nuestro problema; un gobierno militar es el problema. Como concluía un reciente estudio de la OCDE, los golpes de Estado de 2020-23 en el Sahel no sólo no han revertido la creciente inseguridad en la región. La han acelerado.
Durante mucho tiempo, la política estadounidense en África ha constado supuestamente de tres partes: seguridad, gobernanza y desarrollo. Aunque las tres han desempeñado un papel, la creación del AFRICOM y el miedo al terrorismo tras el 11-S han llevado a la militarización de nuestras relaciones con los países africanos y han dado lugar a un énfasis desproporcionado en la seguridad. Cuando un general de cuatro estrellas recibe el encargo de volar por un continente lleno de países muy pobres y dispensar ayuda militar a quien le interese, no puede sino abrumar y socavar los esfuerzos por mejorar la gobernanza y promover el desarrollo.
Es importante señalar lo pobres que son estos países para entender por qué. Según datos del Banco Mundial, el producto interior bruto per cápita de Estados Unidos es noventa y dos veces mayor que el de Malí y 130 veces mayor que el de Níger. Con semejante pobreza, las fuerzas armadas son débiles, pero también son la institución más fuerte del país. El resto del gobierno y la sociedad civil apenas tienen capacidad para limitar el poder de los militares. La ayuda a la seguridad agrava este desequilibrio, ya que cuanto más dominante es el ejército, menos probabilidades hay de que los programas de gobernanza y desarrollo tengan éxito.
Un libro publicado recientemente sobre el impacto de la ayuda a la seguridad en Oriente Medio y el Norte de África por expertos en la región llegó a tres conclusiones que también se aplican al resto de África y explican el problema. En primer lugar, proporcionar ayuda a la seguridad sin tener en cuenta la política local puede poner a la población en contra de su gobierno y también de Estados Unidos. En África, la política siempre está muy influida por las identidades tribales, las tensiones étnicas y la competencia por los escasos recursos, como reconocen los funcionarios que afirman que se está produciendo una reconversión.
En segundo lugar, la ayuda a la seguridad ha fomentado una militarización que ha facilitado la corrupción y retrasado el desarrollo económico al favorecer la intrusión de los militares en el sector privado. Esto proporciona beneficios personales a los generales y permite al régimen en el poder comprar su lealtad.
En tercer lugar, no hay ningún caso en el que la ayuda a la seguridad en Oriente Medio y el Norte de África haya tenido un impacto positivo en la democracia, ya sea reduciendo el peso de los militares o aumentando el de los civiles. Esto es especialmente cierto cuando un gobierno ha llegado al poder mediante un golpe de Estado, como ha ocurrido en muchos países africanos. En esos casos, la principal tarea del ejército no es proteger al país de las amenazas a la seguridad nacional, sino proteger a un gobierno sin legitimidad ante su propio pueblo.
La remodelación mencionada en el artículo del New York Times sólo será cosmética si no se producen cambios profundos en el enfoque. Para ello sería necesario reconocer que la amenaza que supone para Estados Unidos el terrorismo en el Sahel es insignificante y que los intentos de contrarrestarlo militarmente no han hecho sino potenciarlo.
La promoción de una mejor gobernanza debería tener prioridad sobre cualquier otra preocupación. La competencia por la influencia entre Estados Unidos, Rusia y China no debe convertirse en una Doctrina Kirkpatrick 2.0, según la cual cualquier autócrata puede ganarse el apoyo norteamericano pronunciando las palabras mágicas: terroristas islamistas.
El reto es que la democracia puede ser apoyada, pero no puede ser creada por extraños. La sociedad civil puede desempeñar un papel crucial en la reducción de la corrupción y el fomento del desarrollo, pero necesita el firme apoyo de la comunidad internacional.
Decir que Estados Unidos proveerá y nunca prescribirá es una estrategia para repetir el fracaso. AFRICOM y el gobierno estadounidense en general deberían aprender de lo que no funciona y no limitarse a repetir sus errores.