Oriente Medio atraviesa una transformación geopolítica de gran calado en medio de una de las crisis humanitarias más graves del siglo XXI: el genocidio en Gaza. Mientras el sufrimiento del pueblo palestino se intensifica, Estados Unidos reconfigura sus alianzas estratégicas en la zona, marginando a Israel de negociaciones clave y acercándose a actores antes considerados enemigos. Analizamos las implicaciones de estos movimientos en el tablero global, y cuestiona el papel de las potencias en la perpetuación de un orden internacional cada vez más dislocado de principios éticos y humanitarios

Resulta cada vez más difícil observar en silencio cómo se desarrollan los acontecimientos en Oriente Medio sin pronunciarse con firmeza ante el colapso de todo principio humanitario, legal o racional. En medio de lo que ya puede definirse sin ambages como un genocidio en Gaza, las potencias occidentales —con Estados Unidos a la cabeza— continúan manejando los hilos de sus intereses estratégicos, económicos y militares, al margen de la catástrofe humana que desgarra al pueblo palestino. Esta vez, sin embargo, hay una novedad en el tablero: el presidente Donald Trump ha decidido ensayar un nuevo enfoque diplomático en la región, cuyos efectos podrían modificar sustancialmente el equilibrio geopolítico y geoeconómico global.
Las recientes reuniones del mandatario estadounidense con los líderes de Arabia Saudita, Catar, Emiratos Árabes Unidos y representantes del Consejo de Cooperación del Golfo —realizadas en Riad— han marcado una clara ruptura con la tradición diplomática que durante décadas ha subordinado cualquier iniciativa regional a los intereses israelíes. En esta ocasión, Israel fue excluido de las mesas de negociación y quedó ausente de los encuentros clave. Esta omisión no es menor: evidencia una intención de la administración Trump de entablar relaciones más autónomas con las potencias árabes, de tratar directamente con actores tradicionalmente vilipendiados por Occidente, y de alejarse —al menos parcialmente— de la dependencia histórica hacia Tel Aviv. El silencio deliberado sobre la crisis en Gaza durante estas reuniones, sin embargo, desvela que el pragmatismo estratégico sigue teniendo más peso que cualquier consideración ética. Los líderes árabes, al no aprovechar la oportunidad para exigir un alto el fuego o para presionar en favor de la causa palestina, se alinean con la lógica de transacción que ha convertido la política internacional en un mercado de armas, petróleo e impunidad.
En Gaza, el horror continúa. El anuncio israelí del 5 de mayo sobre su plan para reocupar el territorio y desplazar a más de dos millones de personas hacia una estrecha franja entre Egipto y el Mediterráneo constituye, a todas luces, una operación de limpieza étnica. No se trata de una interpretación ideológica: los hechos son irrefutables. Se han bloqueado alimentos, destruido infraestructuras esenciales, confiscado pozos de agua y restringido la entrada de ayuda humanitaria, provocando hambruna masiva y deshidratación forzada. Que todo esto ocurra con armamento y apoyo logístico proporcionado por Estados Unidos es un escándalo que debería sacudir la conciencia internacional. Y, sin embargo, el silencio es ensordecedor. Las potencias occidentales han elegido la complicidad antes que la justicia.
En este marco sombrío, emerge un aparente viraje en la política exterior estadounidense. La decisión de levantar sanciones económicas a Siria —tras negociaciones con figuras como Recep Tayyip Erdoğan, Mohammed bin Salman y el presidente sirio Ahmed al-Shaara (antes conocido como el líder yihadista Al-Golani)— ha generado sorpresa y especulación. Este giro, si bien podría interpretarse como una oportunidad para la recuperación económica de Siria, también abre una caja de Pandora sobre la legitimación de antiguos enemigos y la fragilidad de los principios democráticos que supuestamente guían la acción exterior de Estados Unidos. Queda por ver si esta normalización traerá consigo el respeto a los derechos de las minorías sirias —particularmente cristianos y alauitas—, o si se limitará a una estrategia para reposicionar a Damasco como una pieza útil en el ajedrez de las potencias.
Más reveladora aún es la exclusión de Israel de este proceso. La ausencia israelí en los foros de negociación, sumada al acercamiento estadounidense a actores como Irán, Hamás y los hutíes, sugiere una reconfiguración táctica que reconoce la pérdida de capital político internacional del Estado israelí. Incluso voces tradicionalmente conservadoras, como la del analista Thomas Friedman, han comenzado a advertir que el actual gobierno israelí —ultranacionalista, mesiánico y liderado por Benjamin Netanyahu— no sólo está dañando la causa palestina, sino también la propia seguridad y legitimidad de Israel. En este sentido, el creciente aislamiento internacional de Tel Aviv parece haber convencido a la administración Trump de que mantener una política exterior basada exclusivamente en los intereses israelíes es insostenible y contraproducente.
Las negociaciones con Irán son particularmente significativas. Por primera vez en años, Washington ha reconocido que Teherán no posee armas nucleares, y ha aceptado discutir un retorno a los términos del acuerdo de 2015 (JCPOA), con el compromiso iraní de limitar el enriquecimiento de uranio al 3,67%, aunque, en los últimos días, se está presionando para reducir a 0 este proceso y que Irán no pueda enriquecer nada. En todo caso, si se alcanzara un acuerdo, Estados Unidos podría recuperar influencia en un país clave para el equilibrio energético global, debilitando simultáneamente la presencia china y rusa en la región. Pero más allá del acuerdo en sí, lo que resulta relevante es el reconocimiento implícito de que la vía de la presión, las sanciones y la demonización unilateral ha fracasado.
El conflicto en Yemen, otra de las guerras olvidadas de nuestro tiempo, también ha sido objeto de una tregua histórica. Tras años de bombardeos ineficaces y una inversión multimillonaria, Estados Unidos ha optado por detener sus ataques, reconociendo la incapacidad para derrotar militarmente a los hutíes o garantizar la seguridad de las rutas marítimas del mar Rojo. Este cambio de estrategia no solo responde al fracaso militar, sino a la necesidad de reducir frentes abiertos en una región donde el eje de poder se está desplazando hacia alianzas multipolares. Los hutíes, por su parte, han manifestado su disposición a cesar ataques contra embarcaciones estadounidenses, aunque han advertido que continuarán sus acciones contra Israel. Esta distinción revela la complejidad del conflicto y el profundo arraigo simbólico y estratégico de la causa palestina entre los actores no estatales de la región.
En el plano económico, Trump ha capitalizado sus alianzas con las monarquías del Golfo firmando acuerdos por cifras colosales. Arabia Saudita se ha comprometido a comprar armas por valor de 142.000 millones de dólares y a invertir hasta 600.000 millones en infraestructura y energía en EE. UU. Catar, además de adquirir armamento, ha entablado lucrativos negocios inmobiliarios con la familia Trump, incluyendo un campo de golf de 5.500 millones y un jet privado valorado en 400 millones que, en un acto de arrogancia simbólica, se convertirá, en caso de que llegue a aprobarse este “regalo”, en el nuevo Air Force One. Estos acuerdos, aunque revestidos de legalidad, plantean serias dudas sobre los conflictos de interés y el uso del poder público para fines privados.
La postura saudí respecto a la normalización con Israel representa otro cambio notable. Riad ha condicionado cualquier avance hacia los Acuerdos de Abraham al progreso visible de una solución de dos Estados para Palestina. Este gesto, aunque ambiguo, podría constituir una herramienta de presión efectiva para frenar la deriva expansionista israelí. La paradoja es que, mientras algunos países árabes comienzan a utilizar su poder económico para exigir condiciones políticas, las democracias occidentales permanecen sumisas ante un aliado que ha cruzado todas las líneas rojas del derecho internacional.
La decisión de Trump de realizar su primer viaje internacional como presidente a los países del Golfo Pérsico, y no a Canadá o la Unión Europea, ilustra con claridad hacia dónde se está desplazando el centro de gravedad del poder mundial. Oriente Medio ya no es simplemente un escenario de conflicto: es un nodo central del comercio energético, un espacio de competencia entre potencias, y un espejo en el que se reflejan todas las contradicciones del orden internacional contemporáneo. Allí se decide el precio del petróleo, la dirección de las rutas comerciales, la viabilidad de la seguridad colectiva y la credibilidad del derecho internacional.
El drama humano que vive Gaza, el colapso ético de las potencias, la realineación de alianzas estratégicas y la mercantilización obscena de la política exterior configuran un panorama tan complejo como inquietante. Lo que está ocurriendo en esta región del mundo no es un asunto regional: es un síntoma profundo de un orden global en crisis, donde los intereses inmediatos se imponen a cualquier principio, y donde la vida humana vale menos que una cláusula en un contrato millonario. Si la comunidad internacional no actúa con firmeza, corremos el riesgo de que la impunidad se convierta en la norma, y que el futuro del mundo se decida, una vez más, a espaldas de la justicia, la verdad y la dignidad.