Mongolia entre gigantes: energía, neutralidad y el riesgo de una nueva dependencia

Mongolia enfrenta un momento decisivo en su historia reciente, atrapada entre sus necesidades energéticas urgentes y el desafío de mantener su neutralidad geopolítica. Situada estratégicamente entre Rusia y China, la nación busca asegurar su suministro energético sin caer en nuevas formas de dependencia. Los acuerdos sobre combustible de aviación y el gasoducto Power of Siberia-2 han reavivado debates internos sobre soberanía, desarrollo y alineamientos internacionales. En este contexto, las decisiones que tome Mongolia hoy definirán su papel en las dinámicas regionales y globales del siglo XXI

Estación de tren en Ulaan Baator – Conexión con Beijing. Foto: Zuzu (Flicker)

Mongolia, enclavada entre dos gigantes geopolíticos —la Federación Rusa y la República Popular China—, enfrenta un complejo dilema estratégico mientras intenta satisfacer sus crecientes necesidades energéticas sin comprometer su frágil pero cuidadosamente mantenida política de neutralidad. En las últimas décadas, Mongolia ha adoptado una postura de equilibrio, buscando estrechar lazos económicos con sus vecinos inmediatos sin quedar atrapada en sus esferas de influencia, al tiempo que impulsa relaciones con los llamados “terceros vecinos” —como Estados Unidos, Japón, Corea del Sur y la Unión Europea— para diversificar sus dependencias y reforzar su soberanía. Sin embargo, recientes acontecimientos, en particular la aprobación preliminar de un acuerdo para asegurar el suministro de combustible de aviación desde Rusia, y las negociaciones en curso en torno al gasoducto Power of Siberia-2, han reavivado antiguos temores sobre la pérdida de autonomía, el riesgo de alineamiento forzoso y las consecuencias de depender de actores enfrentados al orden internacional liberal. Este escenario sitúa a Mongolia en una posición clave dentro del tablero geoeconómico eurasiático, con implicaciones de gran calado para su futuro desarrollo, estabilidad política y proyección internacional.

El acuerdo energético discutido recientemente en el Parlamento mongol se centra en garantizar un suministro sostenido y estable de combustible de aviación desde Rusia, país que actualmente abastece el 100% de las necesidades de este recurso estratégico para Mongolia. Esta dependencia estructural se ha vuelto aún más crítica ante el incremento de la demanda: de acuerdo con datos parlamentarios, el consumo de combustible de aviación creció de 27.900 toneladas en 2021 a 70.000 toneladas en 2024, reflejo de un auge del 44,6% en los vuelos de pasajeros y del 21% en el transporte aéreo de carga. Este crecimiento, que responde tanto al aumento del turismo como a la expansión del comercio aéreo regional, exige un suministro energético confiable para evitar cuellos de botella en la conectividad nacional e internacional. El borrador del acuerdo contempla la formación de una empresa conjunta entre Erchis Oil LLC, que poseería el 60%, y Rosneft Aero, filial de la estatal rusa Rosneft, con un 40%. Esta empresa gestionaría tanto el almacenamiento como el sistema de distribución de combustible en el Aeropuerto Internacional Chinggis Khaan, una infraestructura crítica para la economía nacional.

Sin embargo, la propuesta ha generado fuerte resistencia en la opinión pública y dentro del Parlamento. Las críticas se centran en varios puntos sensibles: la duración del acuerdo —20 años—, la cláusula que establece que cualquier disputa se resolverá bajo el arbitraje de la Cámara de Comercio e Industria de Rusia, y el temor a una cesión de soberanía sobre activos estratégicos. Estas objeciones reflejan no solo una preocupación legal o técnica, sino una ansiedad más profunda sobre el rumbo del país en un contexto internacional cada vez más polarizado. Manifestaciones en la Plaza Sukhbaatar y el rechazo del 73,3% de los parlamentarios al borrador del acuerdo muestran que hay una creciente conciencia social sobre la necesidad de limitar las dependencias unilaterales y salvaguardar la autonomía estratégica de Mongolia. La presión ciudadana, liderada en parte por la oposición del Partido Democrático, también ha sido alimentada por el recuerdo de los costos históricos de la subordinación política y económica a la Unión Soviética durante gran parte del siglo XX.

En este sentido, la dimensión histórica es clave para comprender la sensibilidad del pueblo mongol ante cualquier propuesta que implique un acercamiento demasiado estrecho con Rusia. Mongolia fue, en 1924, el primer estado satélite asiático de la URSS. Durante décadas, recibió ayuda técnica y educativa, lo que facilitó un salto cualitativo en alfabetización y urbanización. Sin embargo, este apoyo vino acompañado de represión política y purgas masivas: entre 1937 y 1939, se estima que entre 22.000 y 100.000 personas fueron asesinadas bajo las órdenes estalinistas, entre ellos más de 17.000 lamas budistas, en un intento de erradicar la religión y consolidar un estado ateo de corte soviético. Esta memoria histórica aún pesa en el imaginario colectivo, como lo demuestra el testimonio de Tserendulam, hija del líder Peljidiin Genden —ejecutado en 1937 tras resistirse a las órdenes de Stalin—, quien señaló en 2001 que “a veces entrevisto a uno y muere la semana siguiente”, en referencia a los pocos supervivientes de aquella era. Este legado no es solo simbólico: se manifiesta físicamente en los alfabetos cirílicos impuestos por Moscú y en los edificios soviéticos que aún configuran la fisonomía urbana de Ulán Bator, aunque Mongolia ha comenzado a redescubrir su alfabeto tradicional, en parte como un gesto de afirmación cultural frente a sus vecinos dominantes.

En paralelo, el megaproyecto del gasoducto Power of Siberia-2, cuyo tramo mongol se denomina Soyuz Vostok y tendría una extensión de 962 kilómetros, es otro elemento que tensiona la política energética y exterior del país. Esta infraestructura, que permitiría a Rusia transportar hasta 50.000 millones de metros cúbicos de gas natural al año hacia China, representa una jugada estratégica de Moscú para reorientar sus exportaciones de hidrocarburos hacia Asia ante el colapso de su acceso a los mercados europeos tras la invasión de Ucrania. La visita de Vladimir Putin a Mongolia en septiembre de 2024, a pesar de la orden de arresto emitida por la Corte Penal Internacional, simboliza la apuesta rusa por consolidar alianzas alternativas y la importancia geoestratégica que concede a Mongolia como corredor energético. Durante dicha visita, se firmaron acuerdos de cooperación que incluyen la modernización de la central térmica TPP-3 de Ulán Bator y el fortalecimiento del Corredor Económico China-Mongolia-Rusia, lo que plantea una visión de integración regional que, si bien beneficiosa en términos de inversión y empleo, también refuerza la dependencia respecto a actores autocráticos y sujetos a sanciones internacionales.

Para Mongolia, el gasoducto podría representar una fuente crucial de ingresos fiscales, inversiones extranjeras directas, modernización de infraestructuras y empleo, al mismo tiempo que le permitiría diversificar su economía excesivamente centrada en la minería y el comercio con China. No obstante, los riesgos asociados no son menores: por un lado, la consolidación de una infraestructura de esta magnitud profundizaría los lazos con una Rusia cada vez más aislada y represiva, generando tensiones con las potencias occidentales. Por otro, una eventual interrupción del proyecto —por disputas entre Rusia y China sobre precios o costes de construcción, aún no resueltos— podría dejar a Mongolia con una inversión inconclusa y altos costes ambientales y financieros. Además, el alineamiento implícito con Moscú podría debilitar las relaciones estratégicas con sus “terceros vecinos”, quienes han invertido en Mongolia precisamente con la expectativa de que actúe como socio democrático y neutral en un entorno regional volátil.

En este contexto, el dilema de Mongolia es profundamente geoeconómico: su posición como pivote entre Asia Oriental, Asia Central y Rusia le confiere un valor logístico inmenso, pero también la expone a tensiones estructurales entre los bloques geopolíticos. Las decisiones sobre acuerdos energéticos, arbitraje legal, inversión en infraestructura y cooperación trilateral tienen consecuencias que trascienden el ámbito técnico para situarse en el corazón mismo del debate sobre el tipo de país que Mongolia aspira a ser en el siglo XXI. Un país profundamente interconectado pero autónomo; dependiente de la cooperación regional, pero no subordinado a las agendas de potencias expansionistas. En palabras del expresidente Tsakhiagiin Elbegdorj, Mongolia es “una nación pacífica y libre”, una declaración que subraya tanto una aspiración como un recordatorio de los límites que no se deben cruzar.

La postura crítica de Elbegdorj hacia Rusia, ejemplificada en su llamado de 2022 a los pueblos mongoles del sur de Rusia —buryatos, calmucos y tuvinos— a huir del reclutamiento forzado para la guerra en Ucrania, ha sido interpretada por algunos como un gesto humanitario y por otros como un desafío directo a la política de Putin. Su alineamiento con valores democráticos y con la causa ucraniana sugiere una visión alternativa al pragmatismo histórico que ha caracterizado la política exterior mongola, más basada en evitar confrontaciones que en asumir posiciones éticas explícitas. Este contraste revela una división dentro de las élites mongolas entre quienes abogan por un realismo geopolítico centrado en la supervivencia nacional y quienes promueven una política exterior basada en principios.

Finalmente, no se puede obviar el contexto más amplio de la guerra en Ucrania, las sanciones internacionales a Rusia, y el resurgimiento de una geopolítica de bloques que redefine las relaciones económicas en Eurasia. Mongolia, como país enclavado y con limitadas rutas de acceso al mar, debe garantizar su seguridad energética, pero también su autonomía política. Las decisiones que tome respecto al acuerdo de combustible de aviación y al PoS-2 no son simplemente técnicas o comerciales: son estratégicas y definirán el modelo de desarrollo que el país adopte en las próximas décadas. Lograr un equilibrio entre la necesidad de estabilidad energética, el respeto a la soberanía, la diversificación de alianzas y la coherencia con el derecho internacional será clave para que Mongolia no solo sobreviva, sino que prospere en un mundo cada vez más incierto.

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