Los minerales estratégicos del este de la República Democrática del Congo: una encrucijada entre economía informal, geopolítica regional y seguridad internacional

La región oriental de la República Democrática del Congo, rica en minerales estratégicos como el oro, el coltán y el estaño, se ha convertido en un epicentro de tensiones que entrelazan economía informal, violencia armada y rivalidades geopolíticas

La riqueza de minerales que posee la DRC es fuente de conflictos, explotación humana y crisis geopolíticas en la región. Foto: JUNIOR KANNAH (AFP via Getty Images)

La región oriental de la República Democrática del Congo (RDC), concretamente las provincias de Kivu del Norte y Kivu del Sur, constituye desde hace décadas un espacio clave para comprender las complejas interrelaciones entre recursos naturales, conflicto armado y economía globalizada. El subsuelo de esta zona es excepcionalmente rico en minerales estratégicos como el oro, el coltán (columbita-tantalita), el estaño y el tantalio, elementos esenciales para la fabricación de componentes electrónicos, tecnologías verdes, armamento, entre otros sectores industriales de alto valor agregado. Sin embargo, esta riqueza mineral ha alimentado una economía paralela y redes de contrabando transfronterizo que actúan como combustible para la perpetuación del conflicto armado y la desestabilización del Estado congoleño.

Los minerales conocidos como «3T» (estaño, tantalio y tungsteno), junto con el oro, constituyen el núcleo económico de muchos grupos armados y actores informales que operan tanto dentro como fuera de las fronteras congoleñas. El oro, en particular, destaca no solo por su elevado valor en el mercado internacional, sino por su facilidad para ser ocultado y transportado, ya que una vez fundido resulta prácticamente imposible rastrear su origen. Esta cualidad lo convierte en un recurso privilegiado en economías de guerra, donde la trazabilidad es prácticamente inexistente. Expertos como Christoph Vogel han advertido que si bien la narrativa dominante presenta una relación lineal entre minerales y conflicto, el vínculo real es más matizado y dinámico. Por ejemplo, el grupo armado M23, respaldado por sectores del gobierno ruandés según diversas fuentes, ha cambiado su grado de implicación en la minería a lo largo del tiempo, intensificándola tras tomar el control de Rubaya, zona rica en coltán.

Mapas de los emplazamientos mineros en Kivu del Sur  – IPIS

El contexto geográfico de los Kivus —una región de alta montaña, selvas densas y redes viales deficientes— favorece las operaciones clandestinas y el control de territorios por parte de milicias que se financian no solo mediante la explotación directa de minerales, sino también mediante la imposición de tasas a la población local, el control de rutas comerciales y el cobro de “impuestos” a mineros artesanales. Se estima que alrededor de 7.500 kilos de oro son extraídos de forma ilegal cada seis meses en el Kivu del Sur, y que estos son enviados principalmente a Ruanda, Uganda y, posteriormente, a Emiratos Árabes Unidos, donde son refinados antes de ingresar a los circuitos legales del comercio internacional.

En este sentido, la cadena de suministro mundial de minerales estratégicos se encuentra íntimamente entrelazada con la dinámica de violencia e ilegalidad en el este del Congo. El caso de la mina de Bisié en Walikale —que en 2024 representaba el 6% de la producción mundial de estaño— ilustra con claridad esta interdependencia. La ocupación de la zona por el grupo AFC/M23 provocó el cierre temporal de las actividades de la empresa Alphamin, generando tensiones inmediatas en los mercados internacionales. Este hecho pone de relieve cómo la estabilidad en los mercados de tecnología avanzada y electrónica depende, en gran medida, de la seguridad en regiones remotas de África central.

Asimismo, el incremento de los precios internacionales del oro, que alcanzó los 100 dólares por gramo en zonas como Mangurujipa (territorio de Lubero), refleja cómo la demanda global puede intensificar la presión sobre zonas en conflicto. Según datos oficiales, cerca del 67% del oro extraído en el Kivu del Sur termina en los mercados de Oriente Medio. Esta realidad plantea interrogantes urgentes sobre la capacidad de los sistemas actuales de regulación comercial y trazabilidad para evitar que minerales extraídos en contextos de violencia y explotación entren en las cadenas de suministro internacionales.

Los mecanismos de trazabilidad, teóricamente diseñados para certificar la procedencia ética de los minerales, presentan numerosas fallas estructurales. En la práctica, la mayoría de los sistemas se basan en documentos en papel fácilmente falsificables. Además, países como Ruanda se benefician de la percepción de limpieza asociada a su aparato institucional más sólido, aunque múltiples informes han documentado que parte de los minerales que salen de Ruanda en realidad provienen de minas ilegales en territorio congoleño. Incluso empresas refinadoras emplean mecanismos internos de autocontrol que, en ausencia de auditorías externas efectivas, generan espacios para el blanqueo de minerales. Redes transnacionales organizadas, principalmente chinas, indias y árabes, utilizan países vecinos como corredores logísticos que eluden los sistemas de certificación, reduciendo aún más la capacidad de las autoridades internacionales para supervisar el comercio legal.

Frente a esta situación, el gobierno congoleño ha intentado implementar medidas de control, con resultados mixtos. En 2024, el gobernador de Kivu del Sur, Jean-Jacques Purusi, emprendió una serie de reformas estructurales al asumir su cargo. Entre ellas, identificó a más de 1.600 empresas que operaban en el sector minero sin licencia legal y sin contribuir fiscalmente al Estado. Posteriormente, emitió un decreto que suspendía toda actividad minera a partir del 18 de julio. También redujo la carga impositiva del 80% al 26%, digitalizó los trámites administrativos y promovió la bancarización de las transacciones. Estas medidas permitieron aumentar los ingresos provinciales de 500.000 a 1,75 millones de dólares mensuales en solo un mes. Sin embargo, los avances han sido saboteados por la pérdida de control territorial ante grupos armados como el M23, que continúan operando con apoyo externo y acceso a redes de financiación internacionales.

En este contexto, la respuesta del gobierno ruandés ha sido la de defender su soberanía económica y su derecho a explotar sus propios recursos, subrayando que comparte con la RDC una misma zona geológica conocida como la “cintura de Kibaran”. Las autoridades ruandesas aseguran que los minerales refinados en su territorio provienen de sus propias minas, y que han firmado acuerdos con la Unión Europea para garantizar la trazabilidad. Ruanda ha invertido en infraestructura minera, construyendo refinerías de estaño (2018), oro (2019) y tantalio (2024), lo que le ha permitido convertirse en un actor clave en la transformación de minerales para los mercados europeos y de Oriente Medio. No obstante, persisten las sospechas de que buena parte de estos minerales tienen origen en minas ilegales del este congoleño, dada la porosidad de las fronteras y la falta de verificación efectiva.

Desde un punto de vista geoeconómico y geopolítico, la situación en Kivu es paradigmática del modo en que la explotación de recursos naturales puede condicionar la soberanía de un Estado, alterar los equilibrios regionales y generar externalidades a nivel global. La incapacidad de la RDC para controlar sus propias riquezas ha convertido al país en una plataforma de extracción sin beneficio local sostenible, donde los beneficios son capturados por actores armados, empresas extranjeras y redes criminales transnacionales. Al mismo tiempo, la disputa por el control de estos recursos refuerza la injerencia extranjera en los asuntos internos del país y alimenta rivalidades regionales, especialmente entre RDC y Ruanda.

La comunidad internacional ha comenzado a responder a esta problemática. Estados Unidos, por ejemplo, está negociando un acuerdo estratégico con la RDC para facilitar la inversión de empresas estadounidenses en el sector minero. Este acuerdo —denominado minerals deal— no busca reemplazar a los actores existentes (como China), sino ofrecer una alternativa competitiva que promueva mejores estándares en términos de derechos humanos, sostenibilidad ambiental y lucha contra la corrupción. Según el asesor del Departamento de Estado, Massad Boulos, el proyecto incluye no solo la inversión directa en minas, sino también en infraestructura complementaria como carreteras, ferrocarriles y presas. Está también vinculado al proyecto del Corredor de Lobito, que conectará Angola, Zambia y el sudeste congoleño, facilitando la exportación de cobre y cobalto hacia el Atlántico.

No obstante, la gran incógnita persiste: ¿Cómo operarán estas inversiones en regiones donde el control estatal es débil o inexistente, y donde los grupos armados gestionan de facto la economía local? Las declaraciones oficiales insisten en que cualquier acuerdo debe pasar por el fortalecimiento institucional congoleño, la mejora en la gobernanza y la estabilización de la seguridad en los Kivus. Pero mientras estas condiciones no se materialicen, el riesgo es que las nuevas inversiones reproduzcan las dinámicas extractivistas previas, alimentando una economía global que se sostiene en la desigualdad estructural y la violencia periférica.

En definitiva, la cuestión minera en el este del Congo no puede analizarse únicamente como un problema de desarrollo local o seguridad interna. Se trata de un fenómeno transnacional que pone en evidencia las contradicciones del sistema económico mundial, donde el acceso a recursos estratégicos necesarios para la transición digital y ecológica se produce, en muchos casos, a costa de la dignidad humana, el colapso institucional y la guerra. Cualquier solución duradera exige una profunda reforma del sistema internacional de comercio, una verdadera cooperación regional basada en el respeto mutuo, y un compromiso global con una gobernanza más justa y sostenible de los recursos naturales.

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