La verdadera cara del terrorismo saheliano: delincuencia organizada y delincuencia común

La verdadera cara del terrorismo saheliano: delincuencia organizada y delincuencia común

CATHERINE VAN OFFELEN

Antes que religioso, el terrorismo en el Sahel es ante todo una forma de delincuencia organizada. La región del Sahel es uno de los centros intercontinentales del tráfico de todo tipo, y el yihadismo se utiliza sobre todo como tapadera de actividades ilícitas. Detrás del terrorismo se esconde el verdadero problema de gran parte de África en general: la delincuencia común, que utiliza el manto de la ideología y el Islam para justificar sus ataques, saqueos y atrocidades.

En el Sahel, las fuerzas francesas y nacionales, reforzadas progresivamente por los contingentes del G5 Sahel, luchan contra las katibas y los grupos armados yihadistas. En los últimos años, esta zona, antaño apreciada por el orgullo y la hospitalidad de sus gentes y la belleza de sus paisajes, ha experimentado un aumento de la violencia más rápido que cualquier otra región de África. En Mali, Níger y Burkina Faso, el número de víctimas de atentados terroristas se quintuplicó entre 2016 y 2019. Según la Oficina de las Naciones Unidas para África Occidental y el Sahel (UNOWAS), más de 4.000 personas murieron en estos enfrentamientos en 2019, frente a las 770 de 2016.

Inseguridad creciente

La presencia de grupos yihadistas armados en el Sahel se remonta a principios de la década de 2000. En particular, la formación de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) ha consolidado su presencia con la creación de katibas (unidades de combate) sahelianas que le han jurado lealtad. En la actualidad, tres grupos son responsables de casi dos tercios de la violencia terrorista en el Sahel central: el Frente de Liberación de Macina (FLM, o katiba de Macina), centrado en torno a la región de Mopti y Segou, en el centro de Malí; Ansarul Islam, centrado en torno al municipio de Djibo, en el norte de Burkina Faso; y el Estado Islámico en el Gran Sáhara (EIGS), que lleva desde 2015 arraigando en la zona de la triple frontera (Malí-Níger-Burkina Faso), o Liptako-Gourma.

El nexo entre delincuencia y terrorismo

Para explicar la expansión del terrorismo en el Sahel, los analistas se refieren regularmente a los vínculos entre la delincuencia organizada y el yihadismo. Los movimientos terroristas se apoyan en bandas criminales para establecerse y conquistar nuevas zonas. Se dice que grupos de bandidos armados trabajan para los grupos terroristas como subcontratistas y aliados. Como «manos pequeñas» del terrorismo saheliano, las bandas criminales forman el entramado informal de redes terroristas tan lejanas como el Cuerno de África Occidental, actuando a su vez como informadores, defensores y ejecutores.

Pero el vínculo entre yihadismo y bandolerismo es mucho más sustancial de lo que parece. Aunque hay algunos ideólogos con un proyecto político, el terrorismo se utiliza principalmente como tapadera de actividades ilícitas muy lucrativas, como la toma de occidentales como rehenes para pedir rescate, el tráfico de estupefacientes o la explotación de la inmigración ilegal. Así pues, las katibas yihadistas y los grupos armados presentes en el Sahel se comportan sobre todo como operadores económicos, preocupados por la rentabilidad de sus actividades. Desde esta perspectiva, los «yihadistas» sahelianos son, ante todo y en su mayoría, salteadores de caminos guiados por el afán de lucro: la dimensión ideológica que reivindican sirve para legitimar el carácter ilícito de sus operaciones y el uso de la violencia.

La trampa del prisma religioso

Por lo general, se hace especial hincapié en el papel de la religión en los factores que impulsan a los jóvenes a unirse a grupos yihadistas armados. Sin embargo, como muestra un análisis de 2016 del Instituto de Estudios de Seguridad, con sede en Dakar, la implicación de los jóvenes no suele ser el resultado de un proceso de adoctrinamiento religioso. Este estudio, que analiza las motivaciones de los individuos reclutados por grupos armados que han cometido actos terroristas, indica que su principal motivación no es la religión, sino el factor económico y el deseo de protección. En la mayoría de los casos documentados, el motivo religioso parece desempeñar sólo un papel marginal: la mayoría de los individuos entrevistados explicaron que se habían unido a estos grupos terroristas armados por dinero o para protegerse a sí mismos o a su comunidad.

No se trata de subestimar el peso de las tensiones políticas o la penetración de corrientes religiosas rigoristas, que han contribuido a debilitar el tejido político y social y a preparar el terreno para que grupos que se reclaman religiosos tomen las armas. Pero parece que la implicación de los individuos en el yihadismo es menos una cuestión de ideología que de situaciones sociopolíticas o económicas.

De hecho, para un individuo pobre, en paro, sin recursos ni perspectivas de futuro, unirse a un grupo terrorista armado significa asegurarse un estatus, un futuro y, sobre todo, una ganancia económica. Bajo la bandera de una ideología extremista, estos grupos tienen la excusa perfecta para robar, saquear, confiscar, atacar, cobrar impuestos a las poblaciones, controlar y apropiarse de regiones enteras con vistas a enriquecerse. En este sentido, el terrorismo se utiliza ampliamente como tapadera de actividades ilícitas. Se trata de una delincuencia organizada disfrazada de ideología política y de islam, avatares diferentes del mismo mal, pero que revelan la verdadera lacra del Sahel -y, de hecho, de África-: el bandidaje y la delincuencia común.

El Sahel, caldo de cultivo para el reclutamiento

La región del Sahel es un caldo de cultivo ideal para el crimen organizado. Y con razón: en estas zonas, donde las fronteras sólo existen virtual o legalmente, los pueblos nómadas en movimiento, las costumbres y tradiciones, las relaciones familiares interétnicas y el carácter de estas comunidades, que hacen de la libre circulación una parte fundamental de su identidad, hacen que la compartimentación y los enfoques de seguridad demasiado rigurosos estén fuera de lugar.

Además, el Sahel es una enorme reserva de reclutamiento para los grupos armados violentos. La región está repleta de bandidos, ya sean salteadores de caminos, traficantes, contrabandistas, cazadores furtivos o simplemente individuos en busca de un empleo remunerado. Ya adiestrados en el uso de las armas, temidos localmente y con pleno dominio de la geografía de su territorio, pueden ser movilizados rápidamente para operaciones armadas. En lugar de seguir siendo «bandidos» o «traficantes», muchos de ellos siguen una trayectoria profesional y se radicalizan. Se estima que en Malí los «grupos terroristas armados» cuentan con entre 1.000 y 1.400 hombres, y varios centenares en Burkina Faso, lo que hace un total de unos 2.000 en todo el Sahel. Estos individuos proporcionan un medio de vida a decenas de miles de personas y administran de facto zonas sin ley. Los líderes de estos grupos no trabajan tanto en nombre del Islam como por dinero. Uno de los líderes más emblemáticos, Mokhtar Belmokhtar, era un famoso traficante en el triángulo Mauritania-Malí-Argelia antes de convertirse en islamista.

¿Es el terrorismo saheliano ante todo una cuestión de dinero?

A menudo se dice que el dinero es el nervio de la guerra. Si el objetivo principal de estos grupos armados es amasar dinero, ¿cómo lo consiguen? En África, como en otros lugares, las operaciones terroristas son caras, y una de las mejores formas de recaudar dinero rápidamente y en grandes cantidades es a través de la delincuencia organizada (tráfico de drogas, armas, medicamentos falsificados, objetos culturales, animales salvajes o seres humanos), el bandidaje (cortes de carreteras, saqueos, robos, atrocidades), la recaudación de impuestos de la población y la minería artesanal ilegal en determinadas zonas que sirven de apoyo a sus redes.

Pero del mismo modo, los numerosos ataques a aldeas o caseríos y puestos de policía o gendarmería en el Sahel permiten a los grupos extremistas violentos obtener medios de subsistencia (incluidos bienes de consumo como alimentos y medicamentos), recursos operativos (armas, municiones, motocicletas, piezas de recambio, combustible) y medios de comunicación (teléfonos, tarjetas de recarga o créditos de comunicación). Estos recursos se utilizan a su vez para llevar a cabo nuevos ataques, o para conquistar rutas de tráfico y permitir el desarrollo de otras actividades lucrativas, como la trashumancia en las zonas bajo su control.

Estos grupos armados y terroristas ocupan los corredores de tráfico de la región del Sahel, surcada por antiguas rutas que transportan droga desde Sudamérica. Desde hace años, los cárteles latinoamericanos transportan sus productos ilícitos hacia Europa (cocaína, metanfetaminas) por vía marítima hasta África Occidental, a través de los puertos de Guinea Bissau, Senegal, Costa de Marfil y Guinea-Conakry. A continuación, las drogas se transportan a través del Sahel por varias rutas clave, como la ciudad de Agadez, en Níger, encrucijada de la migración y el contrabando. Finalmente, estas mercancías suben por las rutas argelinas o libias para acabar en Europa. Como muestra un reciente informe de la Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional (GITOC), estas mismas rutas se utilizan para el tráfico de armas ligeras, coches robados, diamantes y petróleo, así como para explotar la inmigración ilegal y el tráfico de seres humanos, lo que permite a estos grupos generar considerables beneficios. Desde esta perspectiva, el yihadismo sirve de pantalla ideológica para las actividades delictivas de los grupos que lo practican.

La lucrativa industria del secuestro

La convergencia entre el bandidaje y el yihadismo en el Sahel es especialmente evidente en el caso de la toma de rehenes occidentales, o lo que podría denominarse la industria del secuestro. Por ejemplo, un rehén occidental capturado por delincuentes -que se desplazan y tienen contactos locales- será vendido por una gran suma a un grupo terrorista como AQMI, que utilizará sus redes internacionales de propaganda para presionar a Occidente y obtener el pago de un rescate estimado en millones de dólares.

El pago de rescates parece ser incluso una de las principales fuentes de financiación de los grupos terroristas de la región sahelo-sahariana. Desde 2003, AQMI ha secuestrado a decenas de extranjeros y cobrado rescates en la mayoría de los casos. El rescate por un solo cautivo occidental puede ascender a varios millones de dólares. Aunque los pagos de rescates nunca son confirmados oficialmente por los gobiernos implicados, una investigación de un diario estadounidense indica que Francia pagó cerca de 58 millones de dólares a AQMI o a grupos afiliados entre 2008 y 2014. Unos 17 millones de dólares se pagaron a la organización terrorista por la liberación de cuatro ciudadanos franceses secuestrados en 2010 en una mina de uranio en Arlit, al norte de Níger.

En total, AQMI y sus filiales habrían acumulado durante este periodo un tesoro de al menos 125 millones de dólares (110 millones de euros) gracias al secuestro de occidentales. Un informe sobre la financiación del terrorismo en África Occidental señala también que la intensidad de los atentados de AQMI tiende a aumentar tras el presunto pago de importantes rescates. Francia se encontraría así atrapada en un círculo vicioso, a la vez víctima de AQMI y su «gallina de los huevos de oro», y una cosa llevaría a la otra. Mucho más que una lucha ideológica con Occidente, lo que está en juego en estas tomas de rehenes es ante todo económico, de acuerdo con una lógica capitalista basada en el beneficio.

Las tensiones intercomunitarias y la «yihad de las vacas

Las tensiones intercomunitarias pueden entenderse desde este mismo ángulo. Éstas van en aumento en Malí, según un informe de la Misión Multidimensional Integrada de Estabilización de las Naciones Unidas en Malí (Minusma), que se refiere en particular a las que existen entre los peuls, tradicionalmente pastores, y los dogones, principalmente agricultores, que acusan a los primeros de devastar sus cultivos para alimentar a su ganado. Entre enero y marzo de 2020 se registraron un total de 35 ataques, a menudo acompañados de incursiones y saqueos, en las regiones de Mopti y Ségou, que causaron la muerte de 180 personas. También hubo atrocidades cometidas por los cazadores tradicionales dozo: el Minusma les atribuye 7 ataques. Entre ellos, el ataque al pueblo de Ogossagou, en Malí, el 14 de febrero de 2020, que causó 35 muertos fulani.

Entre las razones para el compromiso citadas con frecuencia por los analistas, suele destacarse el factor étnico. Este discurso es muy común en el análisis de Mali central en particular, donde se habla de «movimientos yihadistas fulani». Es cierto que los fulani están ahora muy bien representados entre los grupos yihadistas armados. Sin embargo, como subraya el estudio del ISS en Dakar, lo que guía las acciones de los individuos alistados no es tanto que sean fulani, sino que posean ganado, su principal fuente de riqueza e ingresos. La katiba de Macina, por ejemplo, tiene fama de proteger el ganado de sus miembros. Para estas comunidades rurales, sometidas al robo de ganado por grupos de bandidos anónimos y a veces al chantaje de las fuerzas de seguridad, apoyar a los grupos terroristas armados equivale a proteger una actividad generadora de ingresos. Como resumió un investigador, los Peuls apoyan sobre todo una «yihad de las vacas» que, en un contexto de robo de ganado y de reducción del pastoreo, legitima la delincuencia organizada y el acaparamiento de tierras bajo la apariencia de la ideología y del Islam.

La necesidad de un cambio de paradigma

Esto nos obliga a pensar de forma diferente sobre el terrorismo islamista en el Sahel. Con demasiada frecuencia, los analistas siguen limitando su análisis de los acontecimientos del Sahel al paradigma yihadista y a la lucha ideológica con Occidente. Sin embargo, cada vez está más claro que la implicación de los individuos en grupos extremistas armados se basa menos en consideraciones ideológicas que en motivos económicos, que en sí mismos no son muy «radicales». Como señala el investigador Théroux-Béoni, en lugar de yihadistas movidos por una agenda religiosa en el Sahel, cada vez es más apropiado hablar de «grupos armados insurgentes» con agendas locales. Por ello, las nociones actualmente en boga de «radicalización», «extremismo violento», «nebulosa yihadista» y «grupos islamistas» deben utilizarse con cautela, ya que es probable que conduzcan al desarrollo de respuestas inadecuadas.

De hecho, hasta la fecha no ha habido ninguna respuesta satisfactoria al problema del Sahel. Más de siete años después del inicio de la intervención en Mali en enero de 2013, Francia mantiene unos 5.100 efectivos en el Sahel en el marco de las operaciones Barkhane y Sabre, esta última una operación de fuerzas especiales. Desde finales de 2019, el ejército francés afirma haber eliminado a un centenar de «combatientes» al mes]. A las fuerzas francesas se suman las de la Minusma, que cuenta con más de 12.000 efectivos de mantenimiento de la paz en Malí, el G5 Sahel, que prevé desplegar 5.000 efectivos con el tiempo, las fuerzas armadas nacionales, las misiones de la UE (EUTM Malí, EUCAP Malí y EUCAP Níger) y la futura fuerza europea «Takuba». Sin embargo, a pesar de esta panoplia de actores y de los gigantescos esfuerzos realizados por valor de miles de millones de euros, el balance de las soluciones militares a la violencia en el Sahel sigue siendo insatisfactorio. La «lectura seguro-teológica del yihadismo» y la militarización del conflicto maliense habrían incluso endemizado la violencia, que se ha extendido por toda la región y sigue expandiéndose.

Esta situación pone de manifiesto los límites de una política basada en una sobreinterpretación religiosa sistemática. Por tanto, es importante pensar de otro modo sobre el terrorismo islamista, como un «yihadismo de circunstancias» o un avatar de la delincuencia común, que se envuelve en el manto de la ideología extremista para legitimar sus actividades delictivas y abusos y hacerlos más rentables. Como cualquier operador económico legal o ilegal, los grupos terroristas armados se adaptan o transforman en función del contexto local, nacional e internacional. Explotan la pobreza endémica, los agravios polifacéticos, las ventajas geográficas como la porosidad de las fronteras, las fracturas sociales a menudo comunitarias y la falta de gobernanza de los Estados con fines lucrativos.

No se puede negar que las soluciones militares tienen su lugar en países sometidos a una intensa presión en materia de seguridad. Pero el punto muerto en el que se encuentra la opción «todo militar» en el Sahel exige necesariamente una reconsideración de los paradigmas. Considerar el yihadismo en el Sahel como una forma de delincuencia organizada ante todo, que obedece a las leyes de la delincuencia común, significa desplazar el enfoque de la respuesta a este fenómeno hacia nociones de justicia social, buena gobernanza y desarrollo económico y social más equitativo. También pide que se refuercen las leyes nacionales para disuadir a las organizaciones criminales de utilizar sus países como puntos de tránsito, y que se utilicen en mayor medida las herramientas de cooperación y lucha contra la delincuencia organizada transnacional.