Burkina Faso se ha convertido en el epicentro de una compleja crisis que entrelaza violencia étnica, terrorismo, golpes militares y una nueva forma de colonización impulsada por potencias extranjeras. Bajo el pretexto de la seguridad y la lucha antiterrorista, se esconde un proceso sistemático de expolio de recursos y represión interna

Foto: Dominique Mercier
La situación actual en Burkina Faso es el reflejo más desgarrador y alarmante de los profundos conflictos que azotan el África subsahariana, particularmente en la región del Sahel, donde convergen intereses geoestratégicos globales, insurgencias armadas, colapsos estatales y un nuevo ciclo de colonización, disfrazado de cooperación militar y desarrollo. La evolución de este país desde 2014, tras la caída del dictador Blaise Compaoré, ha seguido una línea descendente de inestabilidad, marcada por golpes de Estado consecutivos, el colapso de las instituciones democráticas y el avance del terrorismo y la violencia étnica. Esta degradación se ha visto profundizada por la injerencia de potencias extranjeras, en particular Rusia, que, a través de empresas militares privadas como el Grupo Wagner y su red industrial-mercenaria, ha tejido una red de control sobre los recursos naturales y la seguridad en esta región estratégica del continente.
Desde 2019, según el Índice Global de Terrorismo (GTI), el Sahel concentra más del 50% de todas las muertes relacionadas con el terrorismo en el mundo, desplazando a regiones tradicionalmente asociadas con este fenómeno, como Afganistán e Irak. Burkina Faso ocupa el primer lugar en ese ranking, lo que revela la magnitud de la amenaza. Solo en 2024, se estima que casi 2.000 personas murieron en ataques terroristas en el país, una cifra que representa cerca de una cuarta parte del total mundial. Este alarmante repunte no es un fenómeno aislado, sino parte de un entramado de dinámicas estructurales que combinan el colapso del aparato estatal, la proliferación de milicias armadas, la radicalización ideológica y el expolio de recursos naturales bajo la excusa de la lucha contra el terrorismo.
Uno de los aspectos más graves de esta crisis es la sistemática perpetración de masacres étnicas por parte de las fuerzas armadas y milicias pro-gubernamentales. Un informe de Human Rights Watch, citado por Al Jazeera, reveló la masacre de más de 130 civiles de la etnia fulani cerca de la localidad de Solenzo en marzo de 2025. Los testimonios recogidos, respaldados por pruebas audiovisuales, describen cómo soldados y milicianos aliados del gobierno ejecutaron a civiles de forma sumaria, con drones militares sobrevolando la zona, lo que indica una planificación operativa desde niveles superiores de mando. Este patrón de violencia no es nuevo. Los fulani, una de las etnias más extendidas en África Occidental, han sido estigmatizados y frecuentemente asociados, sin pruebas, con grupos yihadistas, lo que ha servido de pretexto para su persecución sistemática.

En paralelo a esta violencia política y étnica, se desarrolla una crisis humanitaria de proporciones catastróficas. El Consejo Noruego para los Refugiados califica la situación de Burkina Faso como la más grave y olvidada crisis de desplazamiento del planeta: más de dos millones de personas han sido desplazadas internamente, mientras que más de 6,3 millones enfrentan una inseguridad alimentaria severa. Naciones Unidas, por su parte, estima que 1,6 millones de niños del Sahel sufren desnutrición aguda y están fuera del sistema escolar. Esta emergencia humanitaria está directamente vinculada al colapso del Estado, la inseguridad generalizada y la militarización de la sociedad, que ha priorizado el gasto en armamento frente a la inversión en salud, educación o desarrollo agrícola.
El año 2022 fue un punto de inflexión. En un lapso de ocho meses, Burkina Faso experimentó dos golpes de Estado. El primero, protagonizado por Paul Henri Damiba, derrocó al presidente electo Roch Marc Christian Kaboré. El segundo, en octubre, lo lideró el capitán Ibrahim Traoré, quien desplazó a Damiba y consolidó una junta militar bajo su liderazgo. A pesar de presentarse como un redentor del pueblo burkinés, Traoré ha profundizado la represión interna, prohibido medios de comunicación extranjeros y criminalizado la disidencia. Además, ha favorecido una militarización agresiva de la sociedad, mediante programas como los Voluntarios para la Defensa de la Patria (VDP), una milicia irregular compuesta principalmente por jóvenes sin perspectivas económicas, muchos de ellos adolescentes o incluso niños.
Traoré también ha apostado por el rechazo a Occidente y el fortalecimiento de los lazos con Rusia y China, en el marco de una narrativa anticolonial que, sin embargo, encubre una nueva forma de colonización. El nuevo “padrino” del régimen burkinés no es un actor desinteresado. A través del Grupo Wagner y otras empresas vinculadas al Kremlin, Rusia ha establecido un control efectivo sobre parte de los recursos minerales del país, en particular el oro. Desde el inicio de su expansión en el Sahel, el valor de las reservas de oro rusas ha aumentado un 72%, reflejo del saqueo sistemático al que están siendo sometidas naciones como Burkina Faso, Mali y Níger. Estos recursos son transferidos mediante concesiones otorgadas sin transparencia, a cambio de armamento, entrenamiento militar y respaldo político.
Este modelo de intervención ruso contrasta fuertemente con el declive de la presencia militar occidental en la región, tras el fracaso de las operaciones lideradas por Francia y Estados Unidos para frenar el avance del yihadismo. Sin embargo, el repliegue occidental no ha traído paz ni soberanía. Por el contrario, ha abierto el espacio para nuevas formas de dominación, donde potencias como Rusia utilizan la retórica antiimperialista para justificar el extractivismo y la consolidación de regímenes autoritarios. TikTok y otras plataformas digitales están siendo empleadas como instrumentos de propaganda, donde se glorifica a líderes como Traoré, presentándolos como revolucionarios, mientras su población muere de hambre, como en la ciudad de Djibo, donde los habitantes se alimentan de hojas para sobrevivir.
En el ámbito económico, la situación no es menos preocupante. Mientras la población sufre niveles extremos de pobreza, los regímenes militares del Sahel gastaron en conjunto 2.400 millones de dólares en defensa en 2024, cifra que contrasta con la caída del gasto militar en países como Sudáfrica, que ha optado por invertir en el crecimiento económico y los servicios sociales. Esta distorsión en las prioridades presupuestarias es indicativa de un modelo de gobierno enfocado en la represión interna y la defensa del poder, en lugar de en el bienestar de la población.
A futuro, el escenario en Burkina Faso y en el Sahel presenta múltiples riesgos que podrían escalar la actual crisis hacia un conflicto regional de gran intensidad. La combinación de factores —deslegitimación del Estado, radicalización ideológica, manipulación extranjera, pobreza estructural, cambio climático y falta de oportunidades para la juventud— es el caldo de cultivo perfecto para una guerra prolongada de baja intensidad, pero con alto impacto humanitario y geopolítico. La creciente rivalidad entre potencias, que ahora se traslada al continente africano, pone a los países del Sahel en el centro de una nueva “guerra fría” entre bloques enfrentados, donde las naciones africanas se convierten en peones sacrificables de intereses ajenos.
En este contexto, las palabras del líder tanzano Julius Nyerere resuenan con especial vigencia. Ya en 1961 advertía sobre los peligros de una segunda repartición de África, no basada en enfrentamientos directos entre potencias coloniales, sino en la instrumentalización de los propios africanos para luchar en guerras que no les pertenecen. Esta visión profética se materializa hoy en Burkina Faso, donde una nación rica en recursos pero empobrecida por la violencia y la corrupción, se ve arrastrada a un conflicto cuyo beneficio es ajeno y cuya carga recae, como siempre, sobre los más vulnerables.
La solución a esta crisis no será inmediata ni sencilla, pero pasa necesariamente por la recuperación de la soberanía popular, la reconstrucción de las instituciones democráticas, el control efectivo de los recursos naturales por parte de los pueblos africanos y la ruptura de las dependencias externas —sean estas occidentales, rusas o chinas. Solo entonces será posible imaginar un futuro en el que el oro de Burkina Faso deje de ser oro de sangre y se convierta en instrumento de desarrollo humano sostenible.