El conflicto entre Rusia y Ucrania ha dejado de ser un enfrentamiento meramente militar para convertirse en un eje clave de la reconfiguración del orden geopolítico global. Mientras las negociaciones avanzan lentamente bajo la mediación de Donald Trump, los intereses cruzados de Moscú, Kiev y Washington revelan tensiones profundas que trascienden lo territorial

Han transcurrido ya más de tres meses desde que el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, retomó el protagonismo en las conversaciones para una posible resolución del conflicto entre Rusia y Ucrania. En su rol de negociador principal con el presidente ruso Vladímir Putin, Trump ha buscado —al menos en el discurso— alcanzar un acuerdo de paz que ponga fin a la guerra iniciada en 2022. A pesar de numerosas reuniones, declaraciones y gestos diplomáticos, no se ha producido ningún avance tangible en la solución del conflicto y las posiciones siguen ancladas en un juego de percepciones y simbolismos políticos: Trump mantiene una postura pública de optimismo sobre una salida negociada; Putin continúa declarando su intención de alcanzar la paz, aunque su postura estratégica sugiere lo contrario; y el presidente ucraniano Volodímir Zelenski se encuentra atrapado entre los intereses geopolíticos de dos grandes potencias, con una capacidad de maniobra severamente limitada por la dinámica militar, económica y política interna de su país.
Esta etapa del conflicto no se inscribe, estrictamente hablando, en los patrones tradicionales de la geopolítica clásica, donde los intereses estratégicos y la correlación de fuerzas definen claramente los márgenes de acción de los actores. Nos hallamos en una fase que podríamos denominar ingeniería diplomática, un proceso en el cual los líderes políticos intentan construir un andamiaje de compromisos que, aunque deben estar anclados en la realidad de los hechos —la correlación militar, las pérdidas territoriales y humanas, el desgaste económico—, deben también ser compatibles con las necesidades políticas internas de cada actor. Esta ingeniería es extraordinariamente compleja porque debe integrar simultáneamente la lógica del poder internacional y las urgencias de legitimidad y estabilidad interna. En este escenario, las necesidades políticas de Putin representan el principal obstáculo: su margen de concesión está constreñido por la necesidad de preservar la imagen de Rusia como potencia y, aún más, su propio poder dentro del sistema político ruso.
La situación actual presenta similitudes con momentos históricos como la retirada de Estados Unidos de Vietnam. En aquel conflicto, EE. UU. pretendía impedir el avance del comunismo en el sudeste asiático mediante una guerra que, inicialmente, parecía abordable dada su superioridad militar. Sin embargo, la capacidad de resistencia del Viet Cong, apoyado por la Unión Soviética y China, y la falta de una estrategia militar coherente por parte de Washington, convirtieron el conflicto en un pantano político. La guerra de Vietnam, aunque prolongada y costosa, era para Estados Unidos un conflicto marginal desde el punto de vista geoestratégico. Por el contrario, para Vietnam del Norte y sus aliados, era una guerra de unificación nacional y supervivencia política. Al igual que entonces, Rusia ha sobreestimado su capacidad militar y ha subestimado tanto la voluntad de resistencia de Ucrania como la eficacia de la ayuda militar y logística proporcionada por Occidente, en particular por Estados Unidos.
No obstante, existen diferencias sustanciales. Ucrania constituye para Rusia una cuestión geoestratégica fundamental, no solo por razones históricas o culturales, sino por su posición geográfica como territorio de amortiguación entre Moscú y la OTAN. El colapso de la Unión Soviética dejó a Rusia sin esa franja de seguridad geográfica, aumentando su percepción de vulnerabilidad. La invasión de 2022, desde esta perspectiva, responde a una lógica de reconstrucción del espacio de seguridad ruso, un objetivo que no ha sido alcanzado, dado el fracaso militar en capturar y mantener regiones clave, así como la respuesta cohesionada de Europa y Estados Unidos mediante sanciones económicas, asistencia militar a Ucrania y aislamiento diplomático.
A diferencia de Vietnam, donde la retirada estadounidense tuvo consecuencias devastadoras para la imagen global de Washington, una derrota rusa en Ucrania comprometería la estructura misma del poder político de Putin, cimentada sobre la narrativa del restablecimiento de la grandeza rusa. La ingeniería diplomática que se intenta construir debe permitir a Rusia retirarse, o al menos frenar la escalada, sin que se interprete como una rendición o un fracaso absoluto. De ahí que las demandas rusas incluyan la anexión formal de territorios que ni siquiera controla completamente o de los que se ha retirado, como forma de preservar la apariencia de victoria y justificar los altos costos humanos, económicos y políticos del conflicto.
En este contexto, Ucrania enfrenta su propio dilema existencial. El pueblo ucraniano ha pagado un precio descomunal en vidas humanas, destrucción de infraestructura y desplazamientos masivos, lo que convierte cualquier cesión territorial en un acto políticamente suicida. Más allá del orgullo nacional, ceder territorio no controlado por Rusia equivaldría a validar la agresión y sentar un precedente peligrosísimo. La integridad territorial de Ucrania no es negociable para amplios sectores de la población, y cualquier acuerdo que comprometa esta premisa amenaza la legitimidad del gobierno de Zelenski, cuya autoridad se ha consolidado precisamente en su firme defensa del territorio nacional y la soberanía.
Por su parte, Estados Unidos también enfrenta una transformación de su rol internacional. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Washington asumió la responsabilidad de garantizar la seguridad europea como parte de un equilibrio global frente al bloque soviético. Sin embargo, el desgaste interno, el auge de tendencias aislacionistas y el peso de los compromisos globales han hecho que el conflicto en Ucrania sea visto por algunos sectores como una oportunidad para redefinir la arquitectura de seguridad europea. Una resolución favorable al orden occidental demostraría que Europa puede —con apoyo logístico estadounidense— defenderse sin una presencia militar directa de EE. UU. Esto permitiría a Washington reorientar sus recursos hacia otras prioridades estratégicas, especialmente en el Indo-Pacífico, donde la competencia con China se presenta como el desafío más relevante de este siglo.
El papel de Trump en este escenario se parece al de un ingeniero político que busca ensamblar una solución aceptable para todas las partes, bajo el imperativo de evitar que Rusia aparezca como la parte vencedora. Su narrativa se apoya en la idea de que una Rusia debilitada y contenida no representa una amenaza directa para Europa, lo cual justificaría una retirada estadounidense del continente. Pero esta construcción depende de que Rusia acepte ciertas condiciones sin dar señales de debilidad. Putin, sin embargo, posiblemente está atrapado: no puede aceptar abiertamente una derrota sin arriesgar su permanencia en el poder, y tampoco puede prolongar indefinidamente una guerra cada vez más costosa para la economía y la sociedad rusas, caracterizada por sanciones internacionales, fuga de capitales, descenso del PIB, militarización de la economía y creciente dependencia de China.
En este juego de presiones cruzadas, Putin utiliza como táctica de negociación la prolongación del conflicto como instrumento de desgaste, buscando forzar a Ucrania y a Trump a realizar concesiones territoriales. Al mismo tiempo, intenta aumentar el coste político de la indecisión para Trump, quien enfrenta su propio contexto de promesas electorales y necesita mostrar logros tangibles en política exterior. Sin embargo, Trump también cuenta con una carta poderosa: puede, si lo desea, declarar el fracaso de las negociaciones y reanudar el apoyo militar intensivo a Ucrania, incluyendo el envío de armamento avanzado o incluso insinuar la presencia de tropas estadounidenses, algo que alteraría radicalmente el equilibrio del conflicto y obligaría a Putin a revaluar su posición, aunque, de momento, no parece que esta opción esté aún sobre la mesa.
El futuro inmediato depende de una serie de factores interrelacionados: la capacidad de resistencia del sistema político ruso a nuevas pérdidas humanas y económicas; la voluntad del liderazgo ucraniano de sostener el conflicto en defensa de su soberanía; y la habilidad de Trump para presionar a Putin sin provocar una escalada que vuelva irreversible el conflicto. Cualquier resolución tendrá implicaciones profundas en el orden geopolítico y geoeconómico mundial. Un acuerdo que preserve el statu quo territorial ampliado de Rusia, aun sin reconocimiento internacional, sentaría un precedente preocupante para otros conflictos latentes en Eurasia, desde Moldavia hasta el Cáucaso. Una retirada rusa sin concesiones implicaría un rediseño del equilibrio de poder en Europa oriental y aceleraría el fortalecimiento de la OTAN y la autonomía estratégica europea. A su vez, la manera en que Estados Unidos redefina su rol en este conflicto servirá como referencia para su política global hacia China, Taiwán, Oriente Medio y América Latina.
En conclusión, el conflicto en Ucrania y sus negociaciones no son solo una cuestión de fronteras o de orgullo nacional. Son el campo de batalla de una disputa mucho más amplia sobre el reparto del poder global, sobre la viabilidad de las democracias frente al autoritarismo y sobre el papel que deben jugar las potencias emergentes y tradicionales en el nuevo siglo. Lo que está en juego no es solo la paz en Europa del Este, sino los principios que regirán el mundo en las próximas décadas.