
La región del Sahel central, compuesta por Mali, Burkina Faso y Níger, atraviesa un proceso de regresión institucional profunda que amenaza con reconfigurar de forma duradera el paisaje político de África Occidental. Esta tendencia, iniciada con la sucesión de golpes de Estado entre 2020 y 2023, se ha consolidado mediante la eliminación sistemática de estructuras democráticas fundamentales, como los partidos políticos, los procesos electorales y la libertad de prensa. La disolución de todos los partidos políticos en Mali en mayo de 2024, sumada a la suspensión de medios internacionales por cubrir manifestaciones prodemocráticas, marca un hito alarmante en la institucionalización del autoritarismo. Simultáneamente, los líderes golpistas han consolidado sus mandatos más allá de los marcos temporales inicialmente anunciados, abandonando cualquier intención real de restaurar el orden constitucional.
Este proceso se inscribe en una lógica más amplia de reconfiguración geopolítica. La creación de la Alianza de Estados del Sahel (AES) por parte de estas juntas militares no sólo responde a la necesidad de cooperación en seguridad, sino también a la voluntad de construir un bloque ideológicamente cohesionado, con discursos anclados en la soberanía nacional, el rechazo a las injerencias externas y la construcción de un nuevo orden multipolar. Este viraje, no obstante, se apoya en una narrativa fuertemente populista, alimentada por el resentimiento poscolonial y por una estrategia mediática basada en las redes sociales y la desinformación. La exclusión de actores políticos tradicionales y la imposición de un pensamiento único refuerzan la fragilidad de las instituciones estatales, abriendo la puerta a un tipo de gobernanza militarizada y excluyente.
La dimensión humanitaria: el auge de la violencia étnica y el riesgo de limpieza sistemática
La segunda gran dimensión de la crisis en el Sahel está marcada por un deterioro humanitario impulsado por la creciente violencia étnica. Desde 2022, múltiples informes han documentado masacres de civiles perpetradas tanto por fuerzas armadas nacionales como por grupos paramilitares y milicias locales, con base en sospechas infundadas de colaboración con insurgentes yihadistas. Las comunidades peul, en particular, han sido objeto de estigmatización sistemática, lo que ha conducido a un aumento de pogromos y asesinatos masivos, bajo el pretexto de “defensa de la patria”. Estos actos, aunque presentados como operaciones de seguridad, poseen características propias de crímenes de lesa humanidad y reflejan una dinámica que recuerda peligrosamente al génesis del genocidio ruandés.
El peligro reside en la institucionalización de esta violencia, facilitada por la impunidad de los actores estatales y por el silencio —cuando no la complicidad— de las autoridades militares. La proliferación de grupos de autodefensa como respuesta comunitaria a las agresiones recibidas contribuye a un círculo vicioso de retaliación que podría derivar en una guerra civil de baja intensidad. A largo plazo, la normalización de este tipo de violencia puede erosionar irreversiblemente los vínculos sociales interétnicos y desestabilizar las ya frágiles estructuras estatales, desplazando a millones y creando una crisis humanitaria regional de gran escala.
Colapso de seguridad y expansión yihadista: un nuevo frente hacia el Golfo de Guinea
El tercer componente de esta crisis es la creciente inseguridad, catalizada por la incapacidad de los regímenes militares para contener el avance de grupos yihadistas como el Estado Islámico en el Gran Sáhara (EIGS) o Jama’at Nasr al-Islam wal Muslimin (JNIM). A pesar de haber accedido al poder con la promesa de restaurar la seguridad, las cifras de atentados, muertes civiles y pérdida territorial han aumentado considerablemente. La retirada o expulsión de fuerzas extranjeras, como las tropas francesas y de la ONU, ha dejado un vacío que ha sido explotado por insurgentes cada vez mejor organizados y armados.
A esta debilidad estructural se suma la limitada efectividad de los mercenarios del grupo Wagner (ahora Africa Corps), cuya actuación se ha centrado más en proteger intereses políticos de las juntas que en desarrollar estrategias integrales de seguridad. Este vacío de gobernanza ha permitido a los grupos terroristas consolidar corredores territoriales entre el norte de Malí, el este de Burkina Faso y el oeste de Níger, proyectando su expansión hacia países costeros como Togo, Benín y Costa de Marfil. La apertura de un frente hacia el Golfo de Guinea responde a una estrategia deliberada de acceso a recursos y rutas de exportación, con la finalidad de crear un emirato territorial con salida al mar.
Proyecciones futuras: escenarios de evolución política y geoestratégica
A mediano y largo plazo, la situación del Sahel podría evolucionar en varias direcciones. Un escenario optimista implicaría un regreso a la presión internacional coordinada, que logre reactivar mecanismos de gobernanza democrática a través de incentivos económicos y diplomáticos. Sin embargo, dado el creciente respaldo popular a las juntas en algunos sectores —producto de una narrativa soberanista eficaz—, este escenario parece improbable sin un cambio interno profundo impulsado por movimientos sociales y élites civiles disidentes.
Un segundo escenario, más plausible, es el de la consolidación de una federación autoritaria con proyección regional, que busque establecer alianzas estratégicas con potencias no occidentales (Rusia, China, Irán) en un esquema de gobernanza híbrido, militarizado y clientelista. Esto convertiría al Sahel en un núcleo de influencia alternativo, donde los principios democráticos quedarían subordinados a intereses geopolíticos y de seguridad.
El escenario más preocupante, sin embargo, es el de una balcanización prolongada, en la que el colapso estatal continúe erosionando el control territorial, permitiendo la emergencia de señores de la guerra, mini-califatos y zonas de anarquía armada. Este modelo no sólo comprometería la estabilidad de África Occidental, sino que generaría un corredor de inestabilidad que podría extenderse hasta el Mediterráneo, afectando las rutas migratorias, el tráfico de armas y la seguridad europea.
La crisis del Sahel central representa una de las amenazas más complejas y multifacéticas para la seguridad, la gobernanza y la estabilidad de África y del sistema internacional contemporáneo. La combinación de autoritarismo militar, violencia étnica estructural e insurgencia yihadista dibuja un panorama sombrío en el que las soluciones simplistas son ineficaces. Sólo un enfoque holístico, inclusivo y multilateral, centrado en los derechos humanos, el desarrollo y la reconciliación intercomunitaria, podrá revertir una deriva que, de no contenerse, podría convertirse en uno de los conflictos estructurales más prolongados del siglo XXI.