La Arrogancia Geopolítica de los Emiratos Árabes Unidos en África: El Caso Maliense y la Estrategia del Acoso por Delegación

En el contexto de un Sahel cada vez más disputado por potencias regionales y globales, la creciente implicación de los Emiratos Árabes Unidos en Malí revela una estrategia calculada de expansión militar y geopolítica. Analizamos cómo los EAU, bajo una fachada de cooperación en seguridad, instrumentalizan regímenes frágiles para proyectar su influencia y reconfigurar los equilibrios de poder en África occidental.

El conflicto con grupos armados islámicos y yihadistas sigue siendo uno de los principales problemas de Mali. Foto: Getty

El 20 de mayo de 2025, una delegación de alto nivel enviada por Mohamed bin Zayed Al Nahyan, príncipe heredero y principal figura política de los Emiratos Árabes Unidos (EAU), aterrizó en Bamako, capital de Malí, en una visita catalogada como “estratégica” por la junta militar que gobierna el país. Esta visita, discretamente manejada fuera de los focos mediáticos, supuso mucho más que un gesto diplomático de rutina: representó la formalización de una alianza tecnológica y militar que incluye la entrega de drones emiratíes al régimen de Assimi Goïta. La operación se inscribe en un contexto regional caracterizado por la creciente tensión entre Argelia y Malí, alimentada por disputas fronterizas, intereses geoestratégicos divergentes y un trasfondo de maniobras internacionales que hacen del Sahel un tablero de ajedrez geopolítico de escala global.

El involucramiento de los Emiratos Árabes Unidos en África no es un fenómeno reciente, sino una política deliberada de expansión estratégica que se ha intensificado en la última década. Con una economía altamente dependiente de los hidrocarburos pero con aspiraciones de diversificación y proyección internacional, los EAU han adoptado una doctrina de proyección de poder que combina la diplomacia económica con una fuerte presencia militar. Este enfoque se ha materializado en intervenciones directas o indirectas en escenarios tan complejos como Libia, Sudán, Somalia, Yemen y, ahora, Malí. Su modus operandi consiste en posicionarse como garantes de estabilidad y seguridad frente a gobiernos debilitados, a menudo autoritarios o ilegítimos, para luego negociar desde una posición de fuerza recursos naturales, concesiones estratégicas y alianzas políticas alineadas con sus intereses geoeconómicos y geopolíticos.

En el caso maliense, la intervención emiratí ha venido a ocupar el vacío tecnológico y simbólico generado por la reciente humillación sufrida por la junta, tras la destrucción de un dron turco de combate financiado por Bamako con un coste estimado de 30 millones de euros. El aparato fue abatido por la defensa antiaérea argelina cerca de la frontera común, en una clara demostración de fuerza por parte de Argel. La respuesta inmediata de Malí fue buscar un nuevo socio con mayor capacidad de disuasión: Abu Dabi. Sin embargo, este giro no se limita a la simple adquisición de tecnología militar. Lo que se ha pactado, en la práctica, es un intercambio desigual en el que los EAU acceden a establecerse como actores de seguridad en suelo maliense —una forma de tutela encubierta— a cambio de un probable acceso privilegiado a las vastas reservas de oro, litio, uranio y otros minerales estratégicos del subsuelo maliense.

Este patrón de relaciones revela una lógica clientelar profundamente militarizada, donde la ayuda exterior se convierte en un instrumento de cooptación y control. La junta maliense, cuya legitimidad interna es extremadamente precaria, se aferra al poder gracias a un cóctel de represión interna, apoyo mercenario (principalmente a través del grupo ruso Wagner, ahora fragmentado y reconfigurado), y asistencias técnicas de potencias exteriores con intereses propios. En este marco, el país se ha convertido en un espacio de maniobras para potencias emergentes y medias —Israel, Turquía, Marruecos, y ahora los EAU— todas unidas por una intención común: debilitar a Argelia y redefinir los equilibrios de poder en el Magreb-Sahel.

El motivo de esta ofensiva indirecta contra Argelia no es su política exterior inmediata, sino lo que representa en el mapa ideológico y geoestratégico del mundo árabe y africano: un Estado secular, resistente al islamismo político de matriz frérista (hermanos musulmanes), refractario al alineamiento con el eje de las monarquías del Golfo, y firme opositor a la normalización de relaciones con Israel promovida por los Acuerdos de Abraham. Esta postura convierte a Argel en un obstáculo para los proyectos hegemónicos del eje Tel Aviv–Riad–Abu Dabi–Rabat, que buscan redibujar las alianzas en África y Oriente Medio bajo la lógica de la contención de Irán, el control de corredores estratégicos y el acceso irrestricto a recursos naturales clave en el siglo XXI.

Frente a esta realidad, Argelia se enfrenta a un cerco estratégico por delegación. No se trata de una guerra convencional, sino de una estrategia de desgaste por medio de terceros: apoyos a regímenes rivales, creación de focos de tensión periféricos, manipulación de actores no estatales y presión diplomática en organismos internacionales. Este asedio, fragmentado pero persistente, busca erosionar la estabilidad interna de Argelia, obstaculizar su política de soberanía energética y limitar su influencia en la Unión Africana y en foros internacionales como el Movimiento de Países No Alineados o los BRICS, a los cuales Argelia aspira a incorporarse con mayor protagonismo.

La respuesta argelina, hasta ahora predominantemente defensiva, debe evolucionar hacia una doctrina de reciprocidad estratégica capaz de responder con simetría y anticipación. Esta estrategia debería articularse en varios planos. En el plano diplomático, Argelia podría intensificar sus relaciones con las voces críticas del orden regional impulsado por las monarquías del Golfo, apoyando movimientos reformistas en el espacio árabe, en especial aquellos que denuncian la concentración de poder dinástico y la instrumentalización del islam político. En el plano geográfico, Argel podría intervenir, de manera discreta pero efectiva, en puntos sensibles para los EAU, como el sur del Yemen, la región del Cuerno de África (Etiopía, Eritrea, Somalilandia) e incluso el Sultanato de Omán, cuya política más neutral ha despertado tensiones con sus vecinos más ambiciosos.

Asimismo, en el plano informativo y cultural, se impone una campaña sistemática para exponer la duplicidad de los Emiratos: su apoyo simultáneo a milicias islamistas y a gobiernos autoritarios, su uso instrumental del soft power religioso a través de instituciones como Al-Azhar o centros de formación salafistas financiados por ellos, y su papel desestabilizador en la caída de Estados como Libia, Sudán o Yemen. En el plano regional, Argelia podría fomentar un eje afro-árabe no alineado que incluya actores diversos como Sudáfrica, Mauritania, Chad, Irán e Irak, creando un bloque con capacidad de contrapeso frente a las coaliciones militarizadas que buscan imponer una nueva jerarquía internacional basada en la fuerza y no en el derecho.

A futuro, este conflicto soterrado puede intensificarse conforme el Sahel siga deteriorándose como espacio de gobernanza y seguridad. La creciente fragmentación estatal, la penetración de actores no estatales armados, y la disputa abierta por corredores logísticos y nodos mineros auguran un escenario de competencia prolongada. La presencia de Rusia y China, con intereses divergentes a los de Occidente y el Golfo, añade un nivel adicional de complejidad. Argelia, con su experiencia diplomática, su capacidad militar defensiva y su red de alianzas africanas, aún puede jugar un papel constructivo en el reequilibrio del Sahel, pero para ello debe abandonar toda ingenuidad geopolítica y abrazar una estrategia de vigilancia activa.

El despertar del Sur Global, si quiere ser más que una consigna, exige romper con las lógicas de sometimiento disfrazadas de ayuda. El tiempo de las alianzas artificiales, compradas a base de drones y promesas de estabilidad, está llegando a su fin. Argelia, como otros Estados insumisos del Sur, está llamada a liderar la emergencia de un orden multipolar basado en el respeto mutuo, la soberanía y la cooperación entre iguales. Para ello, será necesario mirar más allá del presente inmediato y construir desde hoy una arquitectura estratégica pensada no solo para resistir, sino para influir.

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