La agenda de “reubicación” de Netanyahu y la complicidad silenciosa del orden internacional

La reactivación de la agenda de “reubicación” de la población palestina por parte del gobierno israelí, liderado por Benjamin Netanyahu, ha encendido alarmas en el ámbito internacional. Lo que antes era una ideología marginal, hoy se traduce en una política estatal con consecuencias humanitarias devastadoras y profundas implicaciones geopolíticas

Ya no existe ningún lugar seguro en Gaza donde refugiarse. © Reuters/Hatem Khaled

La idea de la “reubicación” forzada de la población palestina, que hoy resurge en el discurso y la acción política del gobierno israelí liderado por Benjamin Netanyahu, no es una novedad ni un accidente de coyuntura. Se trata de la reactivación de una doctrina histórica que, bajo distintos nombres y formas, ha marcado el sustrato ideológico de sectores del sionismo más radical desde antes incluso del establecimiento del Estado de Israel. Conocida en otros tiempos como “transferencia”, esta propuesta apuntaba abiertamente a la expulsión de los palestinos de sus tierras ancestrales para asegurar una mayoría judía en el territorio. Lo que antes se enunciaba con precaución o se debatía en la periferia ideológica, hoy se articula sin ambages desde el centro del poder político israelí.

La actual coalición de gobierno, compuesta por partidos ultranacionalistas y religiosos, no solo ha legitimado esta visión, sino que la ha convertido en política de Estado. En el contexto de la guerra en Gaza que se intensificó tras el 7 de octubre de 2023, cuando Hamás lanzó un ataque sin precedentes en el sur de Israel, el gobierno israelí ha respondido con una ofensiva militar de magnitud sin parangón. Sin embargo, lo que comenzó como una respuesta de seguridad se ha transformado, en los hechos, en una campaña sistemática de devastación cuyo alcance y profundidad sugiere objetivos mucho más amplios: la desarticulación total de la vida palestina en Gaza, la imposición de condiciones de vida insoportables, y la creación de una realidad irreversible que obligue a la población palestina a abandonar el territorio.

El lenguaje de la diplomacia ha sido sustituido por una retórica abiertamente deshumanizadora. Líderes políticos israelíes han hablado de “migración voluntaria” como una solución “humanitaria”, a la par que se intensifican los bombardeos sobre infraestructura civil crítica: hospitales, escuelas, redes de suministro eléctrico y de agua, y refugios para desplazados. Según datos de la Liga Árabe, más de 52.500 personas han muerto en Gaza desde octubre de 2023, la mayoría mujeres y niños, mientras que los heridos superan los 118.000. La magnitud de la catástrofe es tal que muchas víctimas yacen bajo escombros, imposibles de identificar o contabilizar. Las condiciones sanitarias son catastróficas y la hambruna se cierne como una segunda ola de destrucción.

Pero esta tragedia no puede analizarse únicamente desde la óptica humanitaria o moral. El conflicto en Gaza y el respaldo, implícito o explícito, que recibe Israel de potencias globales como Estados Unidos y ciertos miembros de la Unión Europea, plantea desafíos profundos al orden geopolítico contemporáneo. La desestabilización del Levante mediterráneo tiene implicancias directas sobre el equilibrio de poder regional, la seguridad energética europea, las rutas de comercio global y las alianzas internacionales emergentes.

Por un lado, la radicalización de Israel y su desprecio por el derecho internacional socavan las normas que sostienen la arquitectura legal de la posguerra mundial. La Carta de las Naciones Unidas, los Convenios de Ginebra y el principio de autodeterminación de los pueblos quedan vacíos de contenido si no se aplican con la misma severidad para todos los actores. Si la limpieza étnica y la ocupación prolongada se toleran en Palestina, ¿con qué autoridad moral o jurídica podrá el sistema internacional condenar futuras agresiones o anexiones en otras regiones del mundo?

Por otro lado, el apoyo incondicional de potencias occidentales a Israel —a pesar de las violaciones evidentes del derecho humanitario— está acelerando un realineamiento geopolítico. Países del Sur Global, así como potencias regionales como Turquía, Irán y Sudáfrica, están intensificando su crítica y, en muchos casos, proponiendo alternativas de gobernanza internacional que cuestionan la hegemonía occidental. El debilitamiento de la legitimidad de instituciones como el Consejo de Seguridad de la ONU, percibido como ineficaz o sesgado, fortalece la narrativa de que el orden internacional actual responde más a intereses geoestratégicos que a principios universales.

Desde una perspectiva geoeconómica, la situación también es crítica. La región del Mediterráneo oriental es clave para la seguridad energética europea, especialmente tras el conflicto en Ucrania y la ruptura progresiva con el gas ruso. Israel había emergido como un proveedor potencial de gas natural para Europa, a través del yacimiento Leviatán y proyectos de exportación hacia Grecia y Chipre. Sin embargo, la intensificación del conflicto amenaza con comprometer esa infraestructura estratégica y abrir nuevos frentes de tensión, especialmente si se produce otra escalada con Hizbulá en Líbano o con Irán.

Asimismo, la prolongación del conflicto en Gaza alimenta la radicalización de sectores de la población en el mundo árabe e islámico, creando condiciones para una nueva oleada de terrorismo global y desplazamientos masivos que pueden desestabilizar a países vecinos como Egipto y Jordania, considerados durante décadas como pilares de la estabilidad regional. El éxodo forzado de palestinos hacia estos países no solo implica una catástrofe humanitaria adicional, sino que desestabiliza el frágil equilibrio político interno de esos Estados.

En este marco, la política de “reubicación” impulsada por Netanyahu no es solo una tragedia humana y una violación flagrante del derecho internacional: es también una amenaza a la estabilidad del sistema mundial. Representa el fracaso colectivo de la comunidad internacional para proteger a los pueblos vulnerables y preservar los principios fundamentales del orden global. La inacción frente a esta crisis sienta un precedente peligroso: demuestra que los Estados poderosos pueden rediseñar demográficamente territorios ocupados sin consecuencias, siempre que sus intereses geoestratégicos estén alineados con los de las potencias dominantes.

La causa palestina, en este contexto, no puede reducirse a una disputa territorial o a un conflicto religioso. Es el símbolo más visible de la fragilidad del sistema internacional frente al poder desnudo. Es un espejo en el que se refleja la hipocresía de un mundo que proclama derechos universales, pero los aplica de manera selectiva. Y también es una advertencia: si el sistema internacional no puede o no quiere actuar frente a una limpieza étnica retransmitida en tiempo real, su capacidad para gestionar futuros conflictos —en África, en Asia, en América Latina o incluso en Europa— estará gravemente erosionada.

La historia juzgará no solo a quienes perpetraron estas atrocidades, sino también a quienes las observaron en silencio. Porque el olvido es una forma de complicidad, y la inacción, en ciertos contextos, es una decisión política. Frente a la tragedia palestina, el mundo tiene una oportunidad de redefinir los principios que sustentan su orden. La pregunta es si tendrá el valor de hacerlo.


También podría interesarte