Japón ante el abismo demográfico: el desplome de la infancia y sus repercusiones globales

Japón enfrenta una de las crisis demográficas más severas del mundo desarrollado: la población infantil ha caído a su nivel más bajo en la historia, representando apenas el 11,1 % del total nacional. Este fenómeno, marcado por una combinación de envejecimiento acelerado, baja natalidad y escasa inmigración, tiene profundas implicaciones sociales, económicas y geopolíticas. El desequilibrio entre generaciones plantea desafíos estructurales que amenazan con redefinir el futuro del país

La natalidad en Japón está en mínimos históricos. Foto: IStock

Japón se encuentra inmerso en una de las transformaciones demográficas más pronunciadas del mundo desarrollado. Según datos del Ministerio de Asuntos Internos y Comunicaciones publicados con motivo del Día del Niño el 5 de mayo de 2025, la población infantil —entendida como la de menores de 15 años— cayó a 13,7 millones, lo que representa solo el 11,1 % del total de habitantes del país. Esta cifra no solo marca un nuevo mínimo histórico, sino que también supone el cuadragésimo cuarto año consecutivo de descenso desde 1982. La caída interanual, de 350.000 niños, refleja una tendencia profundamente arraigada en la sociedad japonesa, que enfrenta serias dificultades para revertir una trayectoria de envejecimiento poblacional y baja natalidad. Desde que se comenzó a recopilar este tipo de datos en 1950, nunca se había registrado una proporción tan baja de menores en la estructura demográfica nacional.

El desequilibrio es aún más evidente si se compara la población infantil con la de los mayores de 65 años, que asciende a 36,2 millones de personas, el 29,3 % de la población total. Esta cifra representa un incremento sostenido a lo largo de las décadas y, actualmente, hay aproximadamente 2,7 adultos mayores por cada niño. Este desbalance estructural implica no solo desafíos en términos de sostenibilidad del sistema de pensiones y salud, sino también en la capacidad productiva del país, que depende cada vez más de una población envejecida, menos dinámica en términos laborales, y de una juventud insuficiente para renovar la base productiva y fiscal del Estado.

Desde una perspectiva territorial, las disparidades regionales en la distribución infantil también resultan preocupantes. Mientras Okinawa lidera con un 15,8 % de menores, seguida de Shiga y Saga con un 12,7 %, otras regiones como Akita (8,8 %), Aomori (9,8 %) y Hokkaidō (9,9 %) se encuentran muy por debajo de la media nacional. Este patrón territorial revela una tendencia generalizada de concentración de la natalidad en las regiones occidentales, tradicionalmente más jóvenes y con mayor presencia de núcleos familiares extensos, frente a un este más envejecido y afectado por la emigración juvenil hacia grandes centros urbanos o al extranjero. Esta fragmentación interna, además de profundizar los desequilibrios demográficos, condiciona las políticas públicas en educación, salud y transporte, que deben adaptarse a la realidad de regiones con necesidades profundamente divergentes.

A nivel internacional, la situación japonesa destaca de forma dramática. Según el Anuario Demográfico de las Naciones Unidas, entre los 37 países con una población igual o superior a los 40 millones de habitantes, Japón tiene la segunda tasa más baja de menores de 15 años, solo superada por Corea del Sur, con un 10,6 %. Le siguen Italia (11,9 %) y España (12,9 %), lo cual sitúa a Japón dentro de una constelación de países desarrollados marcados por la baja fecundidad, pero cuyo caso es especialmente extremo. Esta comparación es reveladora no solo por el nivel absoluto de natalidad, sino también por su persistencia en el tiempo: mientras otras naciones han experimentado leves repuntes o estabilizaciones debido a políticas de incentivo a la natalidad o migración, Japón ha mantenido una política migratoria extremadamente restrictiva, dificultando cualquier compensación poblacional a través de la entrada de extranjeros.

Este fenómeno tiene implicaciones geoeconómicas profundas. En primer lugar, la reducción de la población activa condiciona la capacidad industrial y tecnológica de Japón, históricamente una de las grandes potencias manufactureras y exportadoras del mundo. La disminución del número de jóvenes afecta directamente la innovación, el dinamismo empresarial y la resiliencia económica, factores claves en la competencia global, especialmente frente a economías emergentes con poblaciones jóvenes y en crecimiento como India, Indonesia o varios países africanos. A mediano y largo plazo, Japón podría ver erosionada su posición como uno de los principales polos tecnológicos y de inversión internacional, cediendo protagonismo a otras regiones con mayor vitalidad demográfica.

En segundo lugar, desde una óptica geopolítica, la demografía condiciona la proyección de poder del Estado japonés. Un país que envejece rápidamente y cuya base poblacional se reduce corre el riesgo de perder influencia en organismos multilaterales, donde la representación muchas veces está ligada al peso demográfico, así como en su capacidad para mantener una política de defensa robusta. En un entorno regional cada vez más volátil, con tensiones crecientes en el Mar de China Oriental y la competencia estratégica con China, la sostenibilidad de las Fuerzas de Autodefensa japonesas también se ve comprometida por la reducción del reclutamiento potencial y el envejecimiento del personal activo.

Finalmente, las implicaciones culturales y sociales de esta transformación también son considerables. Una sociedad con pocos niños tiende a reconfigurar sus valores, su estructura educativa y sus dinámicas intergeneracionales. La reducción del número de nacimientos afecta la vitalidad de las comunidades locales, debilita las redes sociales tradicionales y plantea interrogantes sobre la continuidad de costumbres, lenguas locales y tradiciones culturales que dependen en gran medida de la transmisión generacional. Además, esta dinámica alimenta una cierta ansiedad existencial en el imaginario colectivo japonés, que percibe su futuro demográfico con creciente inquietud.

En conclusión, la caída continua y sostenida de la población infantil en Japón no es solo una estadística alarmante, sino el síntoma de un conjunto complejo de desafíos estructurales que afectan todos los ámbitos de la vida nacional: económico, político, social y cultural. La magnitud del fenómeno requiere respuestas integrales, que combinen incentivos a la natalidad, reformas laborales que faciliten la conciliación familiar, apertura migratoria regulada y una profunda reflexión sobre el modelo de desarrollo del país en un contexto global en mutación. Japón no está solo en esta encrucijada, pero su caso, por su intensidad y persistencia, constituye un referente clave para comprender el impacto de la transformación demográfica en las sociedades del siglo XXI.

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