Irak en la encrucijada de las rivalidades geopolíticas de Oriente Medio: una estabilidad frágil bajo múltiples amenazas

Irak, situado en el corazón de Oriente Medio, sigue siendo un escenario crucial donde convergen múltiples tensiones geopolíticas, rivalidades regionales y dinámicas de poder global. A pesar de los avances hacia la estabilización tras décadas de conflicto, el país enfrenta una situación de seguridad aún frágil, marcada por actores armados, interferencias extranjeras y una compleja realidad interna

Soldados iraquíes patrullan y vigilan en Bagdad. Foto: Flicker

En la arquitectura geopolítica contemporánea de Oriente Medio, Irak se configura como un espacio de confluencia crítica de intereses regionales y globales, cuyo peso geoestratégico se mantiene desproporcionado respecto a su capacidad real para determinar el curso de los acontecimientos que lo atraviesan. Este país, profundamente afectado por décadas de guerra, intervenciones extranjeras y conflictos sectarios, sigue desempeñando un rol clave como espacio de proyección de poder para actores como Irán, Estados Unidos, Turquía e incluso potencias no estatales como milicias y grupos yihadistas. La lista de eventos sucedidos solo en el año 2024 da muestra de esta centralidad: la acogida de 2.000 soldados sirios que huían de la ofensiva de Hayat Tahrir al-Sham, los ataques aéreos estadounidenses contra milicias chiitas proiraníes en represalia por agresiones a bases en suelo iraquí, la ilegalización del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) por el gobierno federal y el anuncio del repliegue progresivo de las fuerzas de la coalición internacional liderada por EE. UU. contra Daesh. Todos estos hechos revelan un entramado de tensiones que sitúa a Irak como terreno de expresión de rivalidades geoestratégicas, muchas veces en contra de su voluntad o capacidad para influir de manera decisiva.

A nivel geográfico, Irak representa una posición absolutamente singular: situado entre el Irán chiita al este, la península Arábiga dominada por potencias sunitas al sur, el Levante al oeste, y la Turquía nacionalista y expansionista al norte, el país se halla en un punto neurálgico de las tensiones entre bloques religiosos, étnicos y geopolíticos. Esta posición, que en teoría podría conferirle un potencial integrador o de mediación, ha sido más bien una fuente de inestabilidad, al convertirlo en campo de batalla para las agendas cruzadas de actores con intereses inconciliables. A esta compleja ubicación se suma la heterogeneidad sociocultural interna: chiitas, sunitas, kurdos, turcomanos, yazidíes y otras minorías conviven en una sociedad fragmentada cuyas divisiones han sido explotadas con frecuencia por potencias externas y actores internos armados. Finalmente, el componente económico —Irak posee las quintas mayores reservas probadas de petróleo del mundo, además de considerables reservas de gas— introduce una variable geoeconómica crucial: su producción energética no solo es vital para su economía interna, sino que también representa un elemento de poder negociador en el sistema internacional de seguridad energética.

Pese a los estragos acumulados por la invasión estadounidense de 2003, la posterior guerra civil, la insurgencia sunita, la expansión del Estado Islámico y la lucha entre milicias chiitas, Irak ha iniciado un proceso de reconstrucción institucional y consolidación económica. La recuperación, aunque parcial y desigual, ha sido impulsada por un repunte de los ingresos petroleros —que representaron más del 90% del presupuesto público en 2024— y por un esfuerzo del Estado por retomar el control del territorio frente a actores armados no estatales. Sin embargo, esta estabilización incipiente sigue amenazada por una constelación de desafíos securitarios profundamente enraizados y de naturaleza multidimensional, que van desde la persistencia de células yihadistas hasta la proliferación de grupos armados afines a potencias regionales, pasando por un mercado negro de armas fuera de control y la influencia corrosiva del crimen organizado. Comprender esta situación en toda su complejidad requiere analizar no solo los elementos de riesgo internos, sino también su conexión con las dinámicas geopolíticas y geoeconómicas más amplias que atraviesan el sistema internacional.

El Estado Islámico: la sombra persistente del yihadismo territorializado

A pesar de haber perdido su control territorial formal tanto en Irak (2017) como en Siria (2019), el Estado Islámico (EI) sigue operando como una red insurgente descentralizada pero activa, capaz de desestabilizar regiones enteras mediante ataques asimétricos. Las áreas rurales del este y norte de Irak, especialmente en los gobernorados de Diyala y Kirkuk, siguen siendo zonas propicias para su operatividad. Estas regiones, marcadas por una orografía montañosa, vegetación densa y una gobernabilidad débil, ofrecen un terreno ideal para que los combatientes del EI se oculten, se reorganicen y realicen incursiones letales contra civiles, fuerzas de seguridad y rivales locales. La bandera del EI izada en un pueblo cercano a Kirkuk a fines de 2024 no es solo un acto simbólico, sino una muestra del arraigo persistente de su influencia psicológica y territorial.

Además de sus ataques directos —emboscadas, explosivos improvisados, asesinatos selectivos—, el EI ha intensificado su campaña de propaganda y reclutamiento. Aprovechando el sentimiento antioccidental exacerbado por la ofensiva israelí sobre Gaza y los bombardeos en el sur del Líbano, el grupo ha adaptado su narrativa a las sensibilidades actuales del mundo musulmán, buscando canalizar la indignación hacia su causa. Este uso estratégico del contexto regional revela la capacidad del yihadismo global para reformular sus objetivos y adaptar su discurso a cada coyuntura. Aunque las fuerzas iraquíes, con apoyo aéreo de Estados Unidos, han logrado neutralizar a varios de sus líderes —como Abu Khadijah en marzo de 2025—, la pregunta sobre si el ejército iraquí podrá sostener esta lucha sin el respaldo logístico, de inteligencia y de precisión aérea de Washington sigue abierta. La retirada estadounidense, prevista para completarse en 2026, amenaza con dejar un vacío que podría ser rápidamente explotado por Daesh para intensificar su campaña de desestabilización.

El conflicto entre Turquía y el PKK: desestabilización transfronteriza en el norte

El norte de Irak se ha convertido en un escenario permanente de confrontación entre el ejército turco y el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), una organización insurgente que, aunque debilitada y que ya ha iniciado su proceso de desintegración, conserva una capacidad considerable de movilización armada y control territorial en regiones como Sinjar y Qandil. El llamamiento de Abdullah Öcalan en febrero de 2025 para la disolución del movimiento aún no ha tenido efectos tangibles, en parte porque el liderazgo operativo del PKK en el terreno considera inviable una rendición sin garantías políticas. La ilegalización del PKK y sus filiales por parte de Bagdad en marzo de 2024 —como gesto de acercamiento hacia Ankara— no ha reducido la intensidad del conflicto. Por el contrario, ha aumentado la percepción entre las comunidades kurdas de que el gobierno central privilegia las relaciones estratégicas con Turquía en detrimento de sus derechos y seguridad.

Desde una óptica geopolítica, esta guerra irregular entre Ankara y el PKK en suelo iraquí contribuye a erosionar la soberanía de Bagdad, al tiempo que refuerza la lógica de intervención transfronteriza que Turquía viene aplicando también en Siria. La militarización del Kurdistán iraquí obstaculiza el desarrollo económico de la región, dificulta la inversión extranjera y alimenta una percepción de abandono estatal que puede ser instrumentalizada tanto por insurgencias kurdas como por actores yihadistas. A nivel regional, esta dinámica forma parte de la ambición más amplia de Turquía por proyectar influencia en áreas que considera parte de su “entorno estratégico natural”, especialmente bajo la doctrina del “neo-otomanismo” impulsada por sectores nacionalistas turcos.

Las milicias chiitas: entre poder paralelo e integración forzada

Las Fuerzas de Movilización Popular (PMF o Hachd al-Chaabi) representan un actor de doble filo en el entramado institucional iraquí. Si bien fueron fundamentales en la lucha contra Daesh entre 2014 y 2017, su persistente autonomía, lealtad ideológica a Irán y capacidad militar las convierten en un poder paralelo que socava la autoridad del Estado. Con cerca de 238.000 efectivos —una cifra que ha aumentado considerablemente desde el estallido del conflicto en Gaza en 2023—, las PMF han protagonizado ataques contra intereses estadounidenses, al tiempo que ejercen una influencia significativa en el aparato político mediante partidos afines y cargos gubernamentales ocupados por sus dirigentes.

El intento del gobierno iraquí de integrar legalmente a estas milicias en la estructura regular del ejército ha dado lugar a tensiones internas considerables. La llamada “ley sobre la estructura administrativa de las PMF” y otra sobre derechos sociales (pensiones, jubilaciones) se han convertido en campos de batalla legislativa que reflejan la polarización entre facciones proiraníes y nacionalistas iraquíes. Para Washington, la institucionalización de las PMF bajo control estatal es esencial para reducir la influencia de Teherán en Irak, pero el proceso enfrenta una resistencia feroz. La administración Trump ha adoptado una postura más agresiva, amenazando incluso con ataques selectivos si no se produce un desarme progresivo. Sin embargo, esta presión puede tener efectos contraproducentes si refuerza la narrativa de “resistencia antiimperialista” promovida por estas milicias.

Nuevas milicias y criminalidad armada: la amenaza de la fragmentación

En los márgenes del sistema de seguridad iraquí han surgido nuevos grupos armados que, aunque aún no han protagonizado acciones significativas, podrían convertirse en actores relevantes. Estas milicias —como la “Brigada del Escudo de Abbas” o la “Brigada de los Gritos de Jerusalén”— se alimentan del clima de polarización regional y se nutren de los ecos propagandísticos de las guerras en Gaza y Siria. Su retórica mezcla referencias religiosas, antisionismo y nacionalismo panislámico, lo que sugiere una hibridación peligrosa entre milicianismo sectario y aspiraciones revolucionarias desestabilizadoras.

A esto se suma una criminalidad armada estructuralmente consolidada. Se estima que hay en circulación más de 15 millones de armas no registradas en Irak, facilitando la proliferación de redes de tráfico que operan en sectores como el narcotráfico, el contrabando de petróleo, la trata de personas y el robo de recursos. Estas redes actúan muchas veces en connivencia con actores político-militares, lo que dificulta cualquier esfuerzo real de control estatal. La violencia tribal, además, actúa como un sistema paralelo de justicia que alimenta los homicidios y la inseguridad cotidiana: con una tasa de 11,5 homicidios por cada 100.000 habitantes, Irak se encuentra entre los países más violentos del mundo fuera de contexto de guerra abierta.


En conjunto, esta situación de inseguridad multidimensional compromete gravemente los esfuerzos de reconstrucción institucional, desarrollo económico y reintegración regional de Irak. Desde una perspectiva geoeconómica, la inestabilidad reduce la capacidad del país para actuar como un proveedor confiable de energía en los mercados internacionales, y obstaculiza el aprovechamiento de su potencial estratégico en proyectos como el Corredor India-Oriente Medio-Europa (IMEC) o las nuevas rutas de conectividad impulsadas por China y Rusia. Desde el punto de vista geopolítico, Irak continúa siendo un tablero donde se enfrentan, indirectamente, las estrategias de contención, influencia y expansión de potencias rivales, con consecuencias que van mucho más allá de sus fronteras. La consolidación de una verdadera soberanía iraquí, en este sentido, no solo es una necesidad interna, sino una condición de estabilidad regional en el complejo mosaico de Oriente Medio.

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