Hong Kong ha sido durante siglos un enclave singular en la historia de China, desempeñando un papel crucial en su apertura económica y en la intermediación con los mercados globales. En las últimas décadas, su estatus ha sido objeto de intensos debates, especialmente a raíz de los cambios políticos y la creciente integración con el continente

Hong Kong ha sido históricamente una ciudad profundamente singular dentro del contexto chino, y lo sigue siendo, pese a las transformaciones políticas y económicas que ha experimentado en las últimas décadas. Desde su incorporación a la soberanía china en 1997 bajo el modelo de “un país, dos sistemas”, la región administrativa especial ha sido objeto de constantes debates sobre su futuro, autonomía y relevancia. En este sentido, recientes declaraciones del prestigioso economista Stephen Roach han reavivado estas discusiones, tras una reevaluación de sus posturas previas que auguraban un ocaso para la ciudad. Aunque en 2023 sostuvo que Hong Kong se había convertido en “una ciudad china más”, su análisis reciente reconoce un giro positivo, particularmente en lo relativo al papel financiero estratégico de la ciudad dentro de un contexto global cada vez más definido por la rivalidad sistémica entre China y Estados Unidos.
Durante el periodo colonial británico, Hong Kong sirvió como un enclave capitalista dentro del entorno socialista chino, facilitando el acceso a capital internacional, divisas extranjeras y conocimiento comercial. Incluso antes de 1997, ya cumplía una función de interfaz crítica entre la economía planificada del continente y los mercados globales. Esta posición no ha desaparecido tras la transferencia de soberanía, sino que ha evolucionado. Aunque muchos observadores han sostenido que el retroceso en libertades políticas y la erosión de la autonomía institucional han minado su carácter distintivo, la ciudad ha fortalecido su papel como epicentro financiero internacional, sobre todo en un momento en que las tensiones sino-estadounidenses han llevado a un proceso de desacoplamiento económico selectivo.
Roach identificó originalmente tres factores que, a su juicio, indicaban el declive de Hong Kong: el deterioro de la gobernanza y el colapso de su autonomía, la creciente dependencia económica del continente chino y su rol subordinado en la rivalidad geopolítica entre China y Estados Unidos. Sin embargo, es este último aspecto el que ha reconsiderado más profundamente. En su última evaluación, admite que Hong Kong se está beneficiando del distanciamiento financiero entre las dos principales potencias globales, atrayendo una nueva ola de capital procedente del continente chino y posicionándose como un refugio estratégico para empresas que buscan escapar de las restricciones y sanciones impuestas a nivel internacional.
La afirmación de que Hong Kong es ahora simplemente “una ciudad china más” minimiza los factores estructurales e históricos que han configurado su singularidad. Si bien es cierto que la economía hongkonesa refleja muchas de las tendencias macroeconómicas del continente —como el tránsito hacia un crecimiento más lento y orientado al consumo interno—, también es cierto que su marco legal, su sistema financiero, su infraestructura tecnológica y su red de conexiones internacionales siguen siendo notablemente diferenciados. En este sentido, la ciudad comparte con otras metrópolis chinas de gran dinamismo —como Shanghái, Shenzhen, Hangzhou o Chongqing— una inserción avanzada en la economía global, pero a diferencia de ellas, Hong Kong ha sido moldeada por un orden jurídico y político liberal que aún deja una impronta relevante en su cultura institucional.
Cabe destacar que, desde la apertura económica iniciada por Deng Xiaoping en las décadas de 1980 y 1990, China absorbió progresivamente las funciones manufactureras de Hong Kong, transformando su economía en un centro de servicios financieros, logísticos y profesionales. Esta transición estructural consolidó una interdependencia creciente con el continente, haciendo que el desempeño económico de la ciudad esté íntimamente ligado al ciclo económico chino. De este modo, no resulta sorprendente que la ralentización del crecimiento en China tenga repercusiones directas sobre Hong Kong. No obstante, este fenómeno no es exclusivo de la región: otras economías del Este Asiático que vivieron su propio “milagro económico”, como Corea del Sur, Taiwán o Singapur, también han entrado en fases de crecimiento más moderado al alcanzar niveles de desarrollo avanzado.
En el plano político, es innegable que la autonomía institucional de Hong Kong ha sufrido una transformación sustancial. La aprobación de leyes de seguridad nacional y la reconfiguración del sistema electoral han reducido significativamente el margen de acción para la disidencia y la participación democrática. Sin embargo, esta pérdida de autonomía política ha ido acompañada de un refuerzo del papel de Hong Kong como punto de entrada para el capital internacional y como instrumento del Estado chino para sortear obstáculos en un sistema financiero internacional cada vez más fragmentado.
En este contexto, muchos analistas occidentales y figuras de la antigua oposición local —como Anson Chan y Martin Lee— han insistido en que sin la preservación de los principios del Estado de Derecho liberal y las libertades fundamentales, Hong Kong pierde su esencia y se convierte, efectivamente, en una ciudad más dentro del entramado urbano chino. Sin embargo, esta visión peca de reduccionista al no reconocer que la integración con el continente responde no solo a una estrategia política, sino también a una dinámica histórica profunda. Hong Kong ha sido y sigue siendo parte de la civilización china. La colonización británica, si bien dejó un legado institucional relevante, fue una anomalía histórica más que una norma.
Además, equiparar a Hong Kong con cualquier otra ciudad del continente ignora la complejidad y diversidad que caracteriza al urbanismo chino actual. Ciudades como Shenzhen, Shanghái o Hangzhou no son meros núcleos urbanos; son motores de innovación tecnológica, centros financieros emergentes y polos de atracción para la inversión internacional. A su manera, cada una ha desarrollado una personalidad económica y cultural distintiva, y ninguna puede ser calificada con justicia como “una ciudad china más”. En ese sentido, Hong Kong continúa siendo única, no a pesar de su reintegración con China, sino precisamente por la forma en que articula elementos del sistema global con las transformaciones internas del país.
En definitiva, la narrativa del “fin de Hong Kong” pasa por alto tanto su resiliencia histórica como su capacidad de adaptación estratégica. Si bien ha perdido ciertos atributos políticos emblemáticos del periodo colonial, ha ganado un nuevo rol en la arquitectura financiera del siglo XXI. La cuestión no es si Hong Kong sigue siendo especial, sino en qué medida está redefiniendo su especialidad dentro del nuevo orden multipolar.