Hanói, capital de Vietnam, se enfrenta a una crisis ambiental que pone en evidencia las tensiones entre el crecimiento económico acelerado y la sostenibilidad. La ciudad, convertida en epicentro industrial y urbano del sudeste asiático, ha registrado niveles alarmantes de contaminación atmosférica, con consecuencias directas sobre la salud pública y la calidad de vida. Analizamos las causas estructurales, los impactos sociales y las respuestas políticas frente a un fenómeno que refleja los desafíos globales del desarrollo contemporáneo.

La ciudad de Hanói, capital de Vietnam, se ha consolidado en los últimos años como un ejemplo paradigmático del conflicto estructural entre el crecimiento económico vertiginoso y la sostenibilidad ambiental. El fenómeno no es exclusivo de esta ciudad, pero sus características específicas —alta densidad poblacional, expansión urbana sin precedentes, y una dependencia estructural del cemento, el transporte motorizado y la generación energética a base de combustibles fósiles— han convertido a Hanói en una de las urbes más contaminadas del planeta, particularmente durante los meses de invierno, cuando las condiciones meteorológicas agravan el problema.
Durante el invierno de este 2025, en los meses de Enero y Febrero, Hanói lideró en varias ocasiones las clasificaciones globales de contaminación atmosférica, superando el umbral de los 300 puntos en el Índice de Calidad del Aire (ICA), una cifra que se considera “peligrosa” para la salud humana. Más aún, en marzo, los niveles de partículas finas PM2.5 superaron hasta 24 veces los límites recomendados por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Estas partículas, de menos de 2.5 micrómetros de diámetro, son capaces de penetrar profundamente en los pulmones e incluso llegar al torrente sanguíneo, lo que aumenta el riesgo de enfermedades respiratorias, cardiovasculares y neurológicas. En respuesta a esta situación crítica, las autoridades locales se vieron obligadas a cerrar escuelas, suspender actividades al aire libre e imponer el uso generalizado de mascarillas N95, mientras que sectores laborales clave se ralentizaron considerablemente.
Las causas de esta crisis ambiental son múltiples y están profundamente entrelazadas con el proceso de transformación estructural que experimenta Vietnam. Desde 2018, el Producto Interno Bruto (PIB) del país ha registrado tasas de crecimiento sostenidas entre el 5% y el 7% anual, situándose entre las más altas del sudeste asiático. Este auge económico ha estado impulsado por una estrategia de industrialización orientada a la exportación, acompañada por la relocalización de cadenas productivas globales. Empresas multinacionales como Apple, Samsung y Nike han trasladado parte significativa de sus operaciones manufactureras desde China hacia Vietnam, atraídas por la combinación de mano de obra calificada, bajos costes laborales, políticas fiscales favorables y una posición geográfica estratégica.
No obstante, este proceso de industrialización acelerada ha generado una presión sin precedentes sobre el medio ambiente urbano y rural. La urbanización masiva —impulsada por migraciones internas desde las zonas rurales hacia las ciudades— ha transformado radicalmente el paisaje físico de Hanói. Zonas agrícolas y bosques periféricos han sido sustituidos por desarrollos urbanos de gran escala, como Ocean Park y Grand Park, urbanizaciones construidas casi íntegramente en hormigón que abarcan cientos de hectáreas y proyectan expandirse durante las próximas tres décadas. Empresas privadas como Vinhomes, el mayor conglomerado inmobiliario del país, han liderado esta transformación con escasa planificación ambiental a largo plazo. Asimismo, inversiones extranjeras, como el reciente proyecto residencial de lujo de la Organización Trump, valorado en 1.500 millones de dólares, han reforzado la tendencia hacia una expansión urbana intensiva en recursos.
El papel del cemento y el hormigón en esta transformación es central. Vietnam es, después de China, el país con mayor consumo per cápita de cemento del mundo, duplicando incluso a Estados Unidos. El cemento es responsable del 8% de las emisiones globales de dióxido de carbono, más que toda la aviación comercial combinada, debido al proceso de calcinación de la piedra caliza que implica una enorme liberación de gases de efecto invernadero. En Vietnam, esta industria se nutre en gran medida de energía procedente de centrales térmicas de carbón, lo cual agrava aún más el impacto ambiental. Las fábricas de cemento, plantas dosificadoras de hormigón y zonas de construcción no solo emiten CO₂, sino también grandes cantidades de PM2.5, lo que convierte a estos sectores en los principales responsables de la crisis de calidad del aire.
A ello se suma el tráfico urbano, que representa más del 50% de la contaminación del aire en Hanói, según informes locales. La ciudad experimenta una circulación continua de motocicletas, automóviles, camiones y maquinaria pesada que utilizan combustibles fósiles, muchos de ellos sin cumplir normas estrictas de emisiones. La infraestructura vial —a menudo aún en construcción— carece de sistemas eficientes de control de emisiones, y los embotellamientos son frecuentes, aumentando la exposición de la población urbana a contaminantes nocivos durante tiempos prolongados.
El componente estacional también desempeña un papel clave en la agravación del problema. Durante el invierno, las condiciones meteorológicas —como la inversión térmica y la reducción del viento— dificultan la dispersión de contaminantes locales, mientras que los monzones pueden traer consigo partículas transportadas desde otras regiones industrializadas del sudeste asiático. Como explica la experta Nguyen Thi Kim Oanh, del Instituto Asiático de Tecnología en Tailandia, la contaminación en Hanói tiene tanto causas internas como transfronterizas, lo que complica las estrategias de mitigación y exige enfoques multilaterales.
Los impactos sobre la salud pública son alarmantes. La OMS estima que más de 60.000 muertes anuales en Vietnam están directamente relacionadas con la contaminación atmosférica. Las enfermedades respiratorias crónicas, el asma infantil, las afecciones cardiovasculares y los accidentes cerebrovasculares se han vuelto más frecuentes en zonas urbanas como Hanói, afectando especialmente a niños, personas mayores y trabajadores expuestos al aire libre. Testimonios como el de Mã Thị Dung, vendedora ambulante en el casco antiguo, ilustran cómo esta crisis afecta desproporcionadamente a los sectores más vulnerables, quienes no tienen la opción de refugiarse en interiores con aire acondicionado o acceder a atención médica privada.

El gobierno vietnamita ha tomado algunas medidas significativas en los últimos años. Se han adoptado estándares más estrictos de emisiones vehiculares, con el compromiso de que el 50% del transporte público (autobuses y taxis) sea eléctrico para 2030. Asimismo, se han lanzado campañas nacionales para fomentar el uso de combustibles domésticos más limpios y mejorar la gestión de residuos sólidos. Vietnam también es signatario del Acuerdo de París y ha prometido alcanzar la neutralidad de carbono en 2050, lo que implica una reducción sustancial de su dependencia del carbón y mejoras en la eficiencia energética de sectores clave como la construcción y la industria del cemento.
No obstante, la brecha entre las políticas públicas y su implementación efectiva es todavía amplia. La capacidad institucional para fiscalizar y hacer cumplir las normativas ambientales sigue siendo limitada. En la práctica, los proyectos de desarrollo urbano e industrial continúan avanzando más rápidamente que las reformas regulatorias, mientras que las consideraciones ambientales suelen subordinarse a los objetivos económicos. Hornos de cemento alimentados con carbón, obras sin control de polvo, y emisiones vehiculares incontroladas siguen siendo parte del paisaje urbano.
El caso de Hanói representa así un microcosmos de los dilemas contemporáneos que enfrentan muchas economías emergentes: cómo mantener el crecimiento económico sin comprometer de forma irreversible los sistemas ecológicos que sustentan la vida. Resolver esta tensión exige no solo tecnología limpia y políticas inteligentes, sino también una reconfiguración de las prioridades nacionales, una gobernanza ambiental más robusta y una conciencia ciudadana más crítica. Mientras tanto, el horizonte invisible de Hanói —escondido tras la niebla de partículas tóxicas— nos recuerda que el desarrollo sin sostenibilidad puede ser, paradójicamente, una forma de retroceso.