El Ártico, antaño símbolo de estabilidad y cooperación internacional, se ha convertido en un escenario estratégico clave para las potencias globales. En este contexto, Groenlandia asume un rol central bajo el liderazgo danés en el Consejo Ártico, redefiniendo equilibrios diplomáticos, económicos y ambientales. La región ya no es un margen remoto del planeta, sino un termómetro del cambio climático y un epicentro de rivalidades geopolíticas

El 12 de mayo de 2025 marcó un momento crucial en la gobernanza del Ártico, cuando el Reino de Dinamarca asumió la presidencia del Consejo Ártico, no en una transición tranquila, sino en plena efervescencia de un contexto geopolítico global profundamente alterado por conflictos, tensiones interestatales y el cambio climático acelerado. Lo que en otro momento habría sido un acto diplomático rutinario, cobró un significado mucho más trascendental con la designación de la ministra de Asuntos Exteriores de Groenlandia, Vivian Motzfeldt, como figura representativa en la dirección del Consejo. Este hecho, tanto simbólico como estratégico, representa un giro histórico en las relaciones internas del Reino danés y una afirmación del creciente protagonismo diplomático de Groenlandia, territorio autónomo que ocupa una posición crítica en la nueva arquitectura geopolítica del Ártico.
Desde su fundación en 1996, el Consejo Ártico ha sido un foro de cooperación excepcional, relativamente inmune a las fracturas ideológicas y conflictos que han azotado otras regiones del mundo. Sin embargo, esta condición de excepcionalismo se ha erosionado rápidamente. La invasión rusa de Ucrania en 2022 dinamitó el principio de consenso que tradicionalmente sostenía la cooperación en el Ártico, dejando a Rusia, el Estado con mayor superficie ártica, aislado diplomáticamente. Esta ruptura ha socavado el funcionamiento del Consejo, paralizando su capacidad de acción política, aunque algunos grupos de trabajo técnicos han reanudado actividades limitadas. Este contexto complejiza aún más el papel de Dinamarca, que hereda de Noruega la tarea no solo de preservar, sino de redefinir el Consejo como plataforma de gobernanza en una región que se ha convertido en epicentro de rivalidades estratégicas y ambiciones nacionales.
La posición de Dinamarca como potencia ártica depende enteramente de su vínculo con Groenlandia, la isla autónoma más grande del mundo, cuyo territorio proporciona la legitimidad geográfica necesaria para que Copenhague tenga voz y voto en los asuntos del Ártico. Desde la entrada en vigor de la Ley de Autogobierno de 2009, Groenlandia ha adquirido un grado significativo de autonomía sobre sus asuntos internos, incluyendo la gestión de recursos naturales y el sistema educativo. No obstante, Dinamarca sigue controlando aspectos clave como la política exterior, la defensa y la política monetaria, lo que evidencia una tensión estructural entre las aspiraciones soberanistas de Groenlandia y la necesidad estratégica de Dinamarca de mantener su integridad territorial en el Ártico. Este equilibrio inestable se ha visto desafiado por iniciativas simbólicas pero significativas, como el acuerdo de 2021 por el cual Groenlandia asume el papel principal en las reuniones del Consejo Ártico, estableciendo un precedente de descolonización institucional en la diplomacia del norte.
La dependencia económica de Groenlandia respecto a Dinamarca, materializada en una subvención anual de alrededor de 3.800 millones de coronas danesas (unos 510 millones de euros), continúa siendo el principal freno a la independencia formal. Diversos estudios estiman que para romper esta dependencia, sería necesario el desarrollo simultáneo de al menos 20 a 25 grandes proyectos mineros, algo extremadamente difícil en un contexto de infraestructura limitada, clima extremo, y oposición tanto local como internacional por razones ambientales. Los intentos de explotar hidrocarburos en el pasado resultaron fallidos, y aunque la isla posee abundantes minerales estratégicos—como tierras raras, grafito, uranio y zinc—los obstáculos geopolíticos, legales y ecológicos han ralentizado su desarrollo.
En este tablero geoeconómico, la presión externa se ha intensificado. El regreso de Donald Trump al escenario político ha reavivado temores en Nuuk sobre las ambiciones estadounidenses. En 2019, el entonces presidente sorprendió al mundo con una propuesta formal para comprar Groenlandia, lo que fue rechazado tanto por Copenhague como por las autoridades groenlandesas. En 2025, Trump ha retomado ese tipo de retórica, sugiriendo incluso la anexión de Canadá, en una estrategia que mezcla el teatro político con una visión de expansión territorial basada en intereses estratégicos. Estas declaraciones, aunque inverosímiles, no son inofensivas: reflejan una visión unilateralista que busca consolidar el poder estadounidense en el Ártico, sin pasar por los canales diplomáticos tradicionales ni respetar el derecho internacional.
Groenlandia, consciente del valor geopolítico de su posición y recursos, está tratando de diversificar sus alianzas y reforzar su papel como actor soberano. La ministra Motzfeldt ha reiterado que, si bien la isla mantiene relaciones de seguridad con Washington en el marco del acuerdo de defensa con Dinamarca y la OTAN, no desea una alineación política con Estados Unidos. De hecho, recientes denuncias sobre operaciones de espionaje de inteligencia estadounidense en territorio groenlandés han sido calificadas por Motzfeldt como una “traición”, fortaleciendo la voluntad del gobierno groenlandés de tejer alianzas más equilibradas y respetuosas, especialmente con la Unión Europea.
La UE, por su parte, ha mostrado un renovado interés en Groenlandia, motivado por el acceso a minerales críticos esenciales para la transición energética y la industria tecnológica europea. La UE ha identificado más de 30 minerales críticos para sus cadenas de suministro, muchos de los cuales se encuentran en el subsuelo groenlandés. La posibilidad de establecer acuerdos de cooperación minera y energética con Groenlandia representa no solo una oportunidad económica, sino también una forma de contrarrestar la creciente influencia de China en el Ártico. Pekín ha realizado importantes inversiones en infraestructuras portuarias y proyectos científicos en la región, consolidando su presencia pese a su estatus de observador en el Consejo Ártico. El interés chino, enfocado en abrir nuevas rutas marítimas a través del Paso del Noreste y asegurar suministros de materias primas, constituye una preocupación creciente para Copenhague, Bruselas y Washington.
En este complejo entramado geopolítico, la cohesión del Consejo Ártico está en juego. Su valor no reside en su capacidad ejecutiva o en tratados vinculantes, sino en su función como espacio de confianza, cooperación científica y representación de las comunidades indígenas. El Consejo ha sido esencial para monitorear el impacto del cambio climático en el Ártico, que se está calentando tres a cuatro veces más rápido que la media global, con consecuencias devastadoras: derretimiento del permafrost, desaparición del hielo marino, acidificación oceánica, y alteraciones profundas en los ecosistemas. Estos procesos no solo afectan a las comunidades del norte, sino que tienen un efecto cascada sobre el clima global, el nivel del mar y los patrones meteorológicos en todo el planeta.
Frente a este panorama, el liderazgo de Dinamarca y Groenlandia podría ser decisivo. El 30º aniversario del Consejo Ártico en 2026 se presenta como una oportunidad para renovar su mandato y actualizar sus objetivos en consonancia con las nuevas realidades. La agenda groenlandesa, articulada en torno a cinco ejes—empoderamiento indígena, biodiversidad, acción climática, desarrollo sostenible y gobernanza oceánica—ofrece un marco coherente y ambicioso para revitalizar la cooperación en la región.
El Ártico se ha transformado en una arena donde confluyen la competencia por los recursos, las ambiciones territoriales, las estrategias energéticas y la diplomacia climática. Lo que suceda en esta región no solo determinará el futuro de sus habitantes, sino que influirá en la estabilidad geoeconómica y geopolítica del planeta entero. El Consejo Ártico, si logra adaptarse y fortalecerse, podría convertirse en un modelo de gobernanza multilateral, basado en el respeto, la ciencia y los derechos humanos, frente a un mundo cada vez más dividido. Pero ello requerirá no solo buena voluntad, sino determinación política, visión estratégica y un renovado compromiso con la cooperación internacional.