La Franja de Gaza, arrasada por la violencia y convertida en símbolo de tragedia, es hoy mucho más que un escenario de conflicto regional. Su ubicación estratégica, sus recursos energéticos y su potencial logístico la han transformado en un epicentro de disputa entre potencias globales. Bajo el pretexto de la seguridad y la reconstrucción, se perfila un rediseño geoeconómico del Mediterráneo donde Gaza es pieza clave

En medio de una devastación que desafía todo principio humanitario, la Franja de Gaza se ha convertido, ya a estas alturas del conflicto, en mucho más que un campo de batalla entre la resistencia palestina y el ejército israelí. Lo que se libra actualmente en este pequeño territorio costero no es únicamente una guerra de ocupación o un conflicto nacional. Es, cada vez más, la manifestación visible de un conflicto internacional en el que las grandes potencias redibujan sus estrategias de influencia y control sobre los recursos, los territorios y las rutas comerciales del siglo XXI. Gaza, con todo lo que representa como hogar y cuna del pueblo palestino, ha pasado a ser un nodo geoestratégico donde convergen intereses energéticos, ambiciones imperiales y proyectos de reestructuración económica regional y global. Lo que allí ocurre no solo marca el destino de Palestina, sino que impacta directamente en el equilibrio de poder entre Occidente y Oriente, entre Estados Unidos, China y los países de la región.
Históricamente asediada, Gaza posee una localización estratégica innegable. Situada en la encrucijada entre Asia, África y Europa, su litoral sobre el Mediterráneo oriental la convierte en una potencial plataforma logística de conexión entre estos continentes. No es casualidad que se ubique cerca de uno de los corredores marítimos más transitados del mundo, vinculado al canal de Suez y a las rutas que comunican los puertos del Golfo con Europa. Este valor geográfico cobra una dimensión económica crucial cuando se considera la presencia de yacimientos de gas natural frente a sus costas —el llamado campo Gaza Marine—, con potencial para alterar el mapa energético del Mediterráneo oriental. Se estima que estas reservas, descubiertas en 2000 pero nunca explotadas debido al bloqueo y a la inestabilidad política, podrían contener más de 1 billón de metros cúbicos de gas natural.
En este contexto, Estados Unidos ha comenzado a articular su visión de un nuevo “corredor económico”, vinculado al proyecto Indo-Middle East-Europe Economic Corridor (IMEC), anunciado en 2023 como una alternativa estratégica a la Nueva Ruta de la Seda china. Este megaproyecto pretende conectar la India con el Golfo Pérsico, atravesar Arabia Saudita, Jordania e Israel, y alcanzar Europa a través de puertos mediterráneos. El éxito de este plan requiere de puertos seguros y modernos en la región, y Gaza, destruida y vulnerable, aparece como una oportunidad para desarrollar un nodo logístico bajo control indirecto occidental, disfrazado de proyecto de reconstrucción y desarrollo humanitario. Para lograrlo, se plantea una ingeniería geodemográfica que implicaría el desplazamiento forzoso de cientos de miles de palestinos, la instalación de una administración “civil” bajo tutela internacional, y la integración de Gaza en una red comercial despojada de su carácter palestino soberano.
En paralelo, Israel desarrolla su propia agenda. Bajo el control de Benjamín Netanyahu, el gobierno israelí ha rechazado cualquier esquema que implique compartir la gestión de Gaza con actores internacionales. La ofensiva militar, presentada como una respuesta al ataque del 7 de octubre de 2023, persigue objetivos estructurales: destruir la infraestructura de resistencia, vaciar el territorio de su población activa, y transformar Gaza en una franja desmilitarizada que funcione como una extensión económica y de seguridad del Estado israelí. En esta visión, el establecimiento de un puerto israelí o de una zona industrial controlada, aprovechando los recursos energéticos marinos y la proximidad con el desierto del Néguev, fortalecería la posición de Israel como puente entre el Golfo y Europa, otorgándole beneficios geoeconómicos estratégicos. El conflicto con la visión estadounidense radica en el temor israelí de que una administración internacional —aunque aliada— diluya su control directo sobre los beneficios geoestratégicos y energéticos de Gaza.
China, por su parte, parece observar estos movimientos con atención, aunque con la prudencia y diplomacia silenciosa que la caracteriza. En el marco de su iniciativa “La Franja y la Ruta” (BRI), Pekín ha buscado desde hace más de una década ampliar su presencia económica en el Mediterráneo. Su interés por puertos clave como El Pireo en Grecia o Haifa en Israel se enmarca en una estrategia más amplia para consolidar rutas marítimas entre Asia y Europa. Gaza, en este tablero, representa una pieza que podría inclinar la balanza. Si China logra participar en la reconstrucción o establecer alguna presencia logística en la zona, podría consolidar una red comercial capaz de competir con la infraestructura occidental, afectando directamente los intereses estadounidenses y europeos. De ahí que Washington se apresure a consolidar su posición antes de que China pueda intervenir, impulsando una reconstrucción bajo parámetros occidentales que excluyan a Pekín y aseguren la supremacía del IMEC sobre la BRI en la región.
A este juego de potencias se suman actores regionales como Egipto, Arabia Saudita y Qatar. Egipto, custodio del cruce fronterizo de Rafah, se ha negado rotundamente a aceptar un desplazamiento masivo de población palestina hacia el Sinaí, consciente de las consecuencias demográficas, políticas y de seguridad que ello implicaría. Arabia Saudita, en tanto, condiciona la normalización plena de relaciones con Israel a una solución viable para la causa palestina, pero al mismo tiempo ve con buenos ojos cualquier reconfiguración que facilite su liderazgo económico regional. Qatar, por su parte, ha desempeñado un rol ambivalente, financiando proyectos humanitarios en Gaza mientras mantiene relaciones con actores como Hamás. En este complejo entramado, el pueblo palestino queda atrapado en una partida de ajedrez en la que no tiene ni voz ni control.
Los acontecimientos actuales reflejan la consolidación de un paradigma de gestión de crisis que combina violencia militar, desplazamiento poblacional y reconstrucción económica con fines geopolíticos. La “reconstrucción” de Gaza, presentada como un acto humanitario, responde a una lógica de colonización funcional: reconstruir no para devolver la vida, sino para reconvertir el espacio. No se trata de hospitales, escuelas o viviendas dignas, sino de puertos, corredores y gasoductos. En este modelo, los supervivientes no son ciudadanos con derechos, sino trabajadores precarizados integrados a un sistema económico que los excluye políticamente. Así, el discurso de la ayuda humanitaria se convierte en la fachada amable de una reingeniería territorial y demográfica con fines estratégicos.
La situación en Gaza no solo tiene implicaciones para Palestina, sino que simboliza una tendencia mayor en la política internacional contemporánea: el uso de territorios devastados como lienzos para proyectos de rediseño geoeconómico. Irak, Siria, Libia y Yemen han experimentado procesos similares, donde las guerras destruyen el tejido social y crean vacíos que son luego ocupados por intereses corporativos y estatales bajo la etiqueta de “reconstrucción”. Gaza es ahora el nuevo experimento, el nuevo espacio sacrificado en aras de los equilibrios globales.
La consecuencia más perversa de esta dinámica es la invisibilización del sufrimiento humano. Las cifras hablan por sí solas: miles de muertos, más de un millón de desplazados, sistemas de salud colapsados, infraestructuras destruidas y una población civil que sobrevive entre ruinas sin acceso a agua potable, electricidad ni alimentos básicos. Y, sin embargo, en las negociaciones que se celebran a puerta cerrada, no se menciona a las víctimas. Solo se habla de proyectos, de rutas, de seguridad energética. Los nombres de los fallecidos no aparecen en los planos satelitales que dibujan el futuro del comercio mundial.
Gaza, en definitiva, es hoy el epicentro de una lucha por el control del futuro. No por lo que es, sino por lo que puede llegar a ser. Es una puerta geoeconómica, una carta en la partida entre potencias, una clave en la disputa por la hegemonía en el siglo XXI. Pero también, y sobre todo, es un símbolo de la decadencia de un orden internacional que ha sacrificado la dignidad humana en favor de la rentabilidad y la supremacía estratégica. En el fragor de este conflicto, la pregunta más elemental —¿Quién alimentará a la población palestina, quién devolverá las escuelas a los niños para que tengan algún futuro, quién curará a los enfermos cuando todos los hospitales están arrasados por las bombas?— sigue sin respuesta. Porque cuando los imperios negocian sobre intereses económicos, la justicia no tiene cabida y la humanidad, en casi todos los casos, se pierde rápidamente entre los escombros.