Estambul: Megalópolis Turca y Eje de las Dinámicas Geopolíticas y Geoeconómicas Contemporáneas

Estambul, ciudad milenaria entre dos continentes, vuelve a ocupar un lugar central en el escenario global. Más allá de su importancia histórica y cultural, hoy se presenta como un actor clave en las transformaciones geopolíticas y geoeconómicas del siglo XXI. En un contexto marcado por conflictos, crisis diplomáticas y tensiones internas, su papel como puente estratégico entre Oriente y Occidente adquiere una relevancia renovada

Estambul, ciudad puente entre dos continentes y bisagra geopolítica entre Europa y Asia. Foto: Mezquita de Santa Sofia. Flicker

Estambul, la metrópolis más grande de Turquía, se erige hoy como uno de los núcleos urbanos más influyentes del planeta, no solo por su peso demográfico y económico, sino por su papel central en las complejas dinámicas geopolíticas que están redefiniendo el orden mundial del siglo XXI. En un contexto de reacomodo de las alianzas globales y de tensiones crecientes entre potencias, la ciudad ha vuelto a captar la atención internacional debido a su singular posición geográfica, su rol como escenario de negociaciones internacionales y el endurecimiento del régimen político turco encabezado por Recep Tayyip Erdogan.

Estambul ha sido recientemente escenario de intentos de mediación en el conflicto entre Rusia y Ucrania, situándose como un espacio neutral —aunque claramente interesado— en el que ambas partes pueden explorar vías diplomáticas para la resolución de un conflicto que ha trastocado los equilibrios globales desde 2022. Este rol de mediador no es casual ni improvisado: responde a una estrategia de largo plazo de Erdogan, quien ha buscado posicionar a Turquía como un poder regional autónomo, capaz de negociar tanto con Oriente como con Occidente, jugando simultáneamente con las alianzas de la OTAN, los intereses rusos y las necesidades energéticas de Europa.

Al mismo tiempo, la situación interna en Turquía refleja una deriva autoritaria preocupante. El encarcelamiento del alcalde de Estambul, Ekrem İmamoğlu, figura prominente de la oposición y uno de los posibles rivales más fuertes de Erdogan, evidencia el uso sistemático del aparato judicial y represivo del Estado para silenciar voces críticas. La represión política, sumada a una retórica nacionalista y religiosa cada vez más beligerante, consolida un modelo político que combina populismo, islamismo conservador y presidencialismo autoritario. Este viraje tiene implicaciones que van mucho más allá de las fronteras turcas, pues afecta directamente la naturaleza de las relaciones entre Turquía y sus interlocutores internacionales, especialmente la Unión Europea.

Históricamente, Turquía ha ocupado un lugar ambivalente entre Europa y Asia, actuando como puente y barrera al mismo tiempo. Estambul, antaño Constantinopla y Bizancio, es símbolo de esa hibridación cultural, geográfica y política. Desde la caída del Imperio Otomano tras la Primera Guerra Mundial y la fundación de la República Turca por Mustafa Kemal Atatürk, Turquía ha oscilado entre un deseo de modernización occidentalizante y la afirmación de su especificidad islámica y asiática. Esa tensión, que durante décadas se resolvía en favor del laicismo y la occidentalización, ha girado en las últimas dos décadas hacia un nuevo paradigma bajo el liderazgo del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), que promueve una agenda neo-otomana, más cercana al islam político y menos dependiente de los valores liberales occidentales.

Desde una perspectiva geoeconómica, el ascenso de Turquía como potencia energética y su capacidad de mediación en conflictos clave la posicionan como un actor indispensable en la arquitectura de seguridad euroasiática. La ciudad de Estambul concentra no solo el poder financiero del país, sino también las principales infraestructuras de transporte y comercio, siendo un nodo fundamental en las rutas energéticas que conectan el Caspio, el Cáucaso, Medio Oriente y Europa. En este sentido, el proyecto del TurkStream —el gasoducto que transporta gas natural ruso a través del Mar Negro hasta Turquía y desde allí a Europa— ilustra la centralidad geoestratégica de Estambul y su papel como intermediario energético.

La distensión reciente con algunos actores regionales, como los kurdos armados o el régimen sirio, debe ser comprendida más como movimientos tácticos que como avances hacia una paz duradera. Erdogan ha instrumentalizado la política exterior como herramienta de refuerzo interno, y su participación en los procesos de paz o de normalización diplomática responde más a necesidades de legitimación y posicionamiento que a una voluntad real de reconciliación. Su capacidad para negociar simultáneamente con Estados Unidos, Rusia, Irán y las potencias del Golfo evidencia una política exterior pragmática, no exenta de contradicciones, pero eficaz en términos de proyección de poder.

Sin embargo, la relación con Europa se ha deteriorado significativamente. Las largas y frustradas negociaciones de adhesión a la Unión Europea, iniciadas en 2005 y prácticamente paralizadas desde hace años, han creado un profundo resentimiento en el liderazgo turco, que percibe —no sin razón— una actitud discriminatoria por parte de Bruselas. El célebre episodio en el que Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, fue relegada a un asiento secundario durante una reunión con Erdogan y Charles Michel, anterior presidente del Consejo Europeo, es ilustrativo de la falta de respeto y de sensibilidad diplomática que ha caracterizado estos intercambios. Ese acto, más que anecdótico, fue interpretado en Ankara como una confirmación de la marginalización turca en el tablero europeo.

Erdogan ha sabido capitalizar ese desencuentro para fortalecer una narrativa de orgullo nacional y de rechazo al intervencionismo occidental. En este marco, ha promovido reformas legales que restringen derechos reproductivos —como la prohibición de cesáreas salvo casos excepcionales, el cuestionamiento del aborto legal y el ataque frontal a la anticoncepción—, medidas que, aunque impopulares entre sectores urbanos y progresistas, encuentran eco entre sectores más conservadores, tanto dentro de Turquía como en el extranjero, en especial entre ciertos grupos cristianos tradicionalistas en Europa del Este y Estados Unidos. Esta convergencia de valores conservadores entre fundamentalismos religiosos, aunque provengan de tradiciones distintas, fortalece insospechadas alianzas ideológicas que trascienden fronteras y religiones.

En conclusión, Estambul no es solo un lugar físico, sino un símbolo condensado de múltiples tensiones del mundo contemporáneo: entre modernidad y tradición, entre Oriente y Occidente, entre autoritarismo y democracia, entre integración global y soberanismo. Lo que allí ocurre no debe entenderse como un asunto local o regional, sino como un fenómeno con profundas repercusiones en el sistema internacional. En una época de cambios de polos de poder, con una Europa debilitada y una Eurasia en transformación, el rol de Turquía —y de su capital histórica, Estambul— será clave para comprender las dinámicas de poder que definirán las próximas décadas.

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