En el contexto de la creciente rivalidad global entre Estados Unidos y China, América del Sur se ha convertido en un espacio estratégico clave para la disputa por recursos naturales, infraestructura crítica y posiciones de influencia. Analizamos la reciente propuesta de Estados Unidos de utilizar la energía excedente de la represa de Itaipú, en Paraguay, como parte de una estrategia más amplia que combina objetivos tecnológicos, intereses geopolíticos y narrativas de seguridad

En mayo de 2025, el secretario de Estado de Estados Unidos, Marco Rubio, promovió públicamente una propuesta que, en apariencia, parecía una medida lógica e incluso beneficiosa para el desarrollo tecnológico: utilizar el excedente de electricidad generada por la represa de Itaipú, compartida por Brasil y Paraguay, para alimentar centros de datos estadounidenses y sistemas de infraestructura vinculados a la inteligencia artificial. Sin embargo, bajo esta retórica de colaboración tecnológica y aprovechamiento de energías renovables, subyace una estrategia de mayor alcance que busca reposicionar la influencia geopolítica de Estados Unidos en Sudamérica, en un contexto de creciente competencia con China por el acceso a recursos críticos, rutas logísticas estratégicas e infraestructura clave para el siglo XXI.
La represa de Itaipú, situada en el río Paraná y operativa desde 1984, es una de las mayores centrales hidroeléctricas del mundo en términos de producción de energía. Paraguay y Brasil, en virtud del tratado bilateral de 1973, poseen partes iguales en la propiedad de la represa. Paraguay, sin la capacidad de absorber el total de la energía que le corresponde, ha vendido históricamente su excedente energético a Brasil a precios fijados en el acuerdo. Con la expiración de ese acuerdo en 2023, se abrió un nuevo capítulo en la negociación sobre el destino de esa energía. Washington, interpretando esta apertura como una oportunidad, comenzó a presionar para que parte del excedente energético paraguayo fuera redirigido hacia centros de datos e infraestructuras tecnológicas de EE.UU., particularmente aquellos vinculados al procesamiento de grandes volúmenes de datos para inteligencia artificial, una tecnología clave en la nueva carrera por la supremacía global.
Más allá del interés económico y tecnológico explícito, esta estrategia se inscribe dentro de un patrón histórico en el cual la política exterior estadounidense ha combinado la retórica de la seguridad con la búsqueda de acceso privilegiado a recursos naturales estratégicos. Esta lógica ha sido aplicada desde la Guerra Fría hasta la llamada Guerra contra el Terrorismo y ahora se reconfigura en función del actual enfrentamiento geopolítico con China, especialmente en el contexto del Sur Global. La región de la Triple Frontera —donde convergen los territorios de Brasil, Paraguay y Argentina— se ha convertido nuevamente en un punto focal de esta lógica de securitización, una táctica que consiste en transformar temas económicos o sociales en supuestas amenazas existenciales que justificarían medidas extraordinarias, como el despliegue militar, la modificación de leyes internas o la injerencia en políticas nacionales.
Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos ha intentado justificar una creciente vigilancia en la Triple Frontera argumentando la existencia de redes de financiamiento del terrorismo, en particular asociadas con Hezbollah. Esta narrativa se sustentó en la existencia de comunidades árabes —principalmente libanesas— radicadas en Ciudad del Este (Paraguay), Foz do Iguaçu (Brasil) y Puerto Iguazú (Argentina). Sin embargo, numerosos estudios académicos e informes de inteligencia, incluyendo los publicados por el propio Departamento de Estado entre 1992 y 2004, no han presentado evidencia concreta de actividades terroristas en la zona. A pesar de la ausencia de pruebas verificables, esta retórica ha persistido, permitiendo la consolidación de mecanismos de cooperación en seguridad como la Comisión “3+1” (Argentina, Brasil, Paraguay y EE.UU.), cuyo objetivo declarado es el intercambio de información y la lucha contra amenazas transnacionales, pero cuyo efecto ha sido también una mayor injerencia estadounidense en las políticas de seguridad de la región.
Ante el escaso eco de estas acusaciones en Brasil, donde el sistema judicial y el marco legal rechazan la equiparación entre crimen organizado y terrorismo, Estados Unidos ha reformulado su estrategia, intentando que el país clasifique a organizaciones criminales como el Primeiro Comando da Capital (PCC) y el Comando Vermelho (CV) como grupos terroristas. Esta táctica reproduce esquemas anteriormente aplicados en Colombia y Perú bajo el rótulo de “narcoterrorismo”, que sirvieron de base para justificar asistencia militar y operaciones de inteligencia estadounidenses. En el caso brasileño, el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva ha rechazado estos intentos, defendiendo una distinción clara entre criminalidad común y terrorismo político o religioso, y subrayando la necesidad de preservar la soberanía jurídica del país.
En este contexto, el verdadero interés estratégico de EE.UU. no radica en neutralizar amenazas terroristas reales —cuyo fundamento es ampliamente cuestionable—, sino en asegurar el control o el acceso preferente a infraestructuras críticas como la represa de Itaipú o el Acuífero Guaraní, una de las mayores reservas de agua dulce del planeta. Este acuífero subterráneo se extiende bajo Paraguay, Brasil, Argentina y Uruguay, y su importancia geoestratégica ha sido reconocida desde principios del siglo XXI. Como señaló el investigador Arthur Bernardes do Amaral, el discurso securitizador que EE.UU. promueve en la región enmascara una ambición mucho más concreta: el control de recursos energéticos e hídricos en un mundo cada vez más afectado por la escasez de agua y los efectos del cambio climático.
Simultáneamente, esta estrategia busca frenar el avance de China en América del Sur, especialmente a través de su Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés). Uno de los proyectos emblemáticos de esta iniciativa es el Corredor Ferroviario Bioceánico, también conocido como Ferrocarril Capricornio, que aspira a conectar el Atlántico brasileño con el Pacífico chileno, atravesando Paraguay y el norte argentino. Esta infraestructura no solo facilitaría el comercio entre Asia y América del Sur, evitando los cuellos de botella del Canal de Panamá, sino que también consolidaría la presencia tecnológica y financiera de China en la región. Un despliegue militar o de inteligencia estadounidense en las cercanías de esta red logística podría obstaculizar su desarrollo y ejercer presión indirecta sobre los gobiernos implicados.
En términos de evolución futura, este escenario plantea dilemas geopolíticos cada vez más complejos para los países sudamericanos. Por un lado, enfrentan la oportunidad de beneficiarse de inversiones extranjeras en tecnología e infraestructura, tanto de Estados Unidos como de China. Por otro lado, deben lidiar con las implicancias de largo plazo de ceder influencia sobre recursos estratégicos esenciales para su soberanía energética, alimentaria y ambiental. La redirección del excedente energético paraguayo hacia empresas estadounidenses de tecnología, por ejemplo, podría desestabilizar el abastecimiento energético del sur de Brasil, una región industrial clave. Asimismo, la militarización del discurso sobre el terrorismo y el crimen organizado podría erosionar marcos jurídicos nacionales y abrir la puerta a formas de intervención extranjera cada vez más difíciles de revertir.
En definitiva, los intentos de Estados Unidos por fortalecer su presencia en Sudamérica —mediante una mezcla de cooperación tecnológica, presión diplomática y retórica de seguridad— representan una reedición de patrones históricos de hegemonía, adaptados a las nuevas condiciones del mundo multipolar contemporáneo. La energía hidroeléctrica, el agua subterránea y la conectividad interoceánica no son simplemente recursos o infraestructuras: son instrumentos de poder en el tablero geopolítico global. Para las naciones sudamericanas, la defensa de su soberanía pasa por reconocer estas dinámicas, rechazar narrativas importadas que distorsionan la realidad regional, y construir una agenda propia de desarrollo basada en el equilibrio, la cooperación regional y la protección de sus intereses estratégicos en un siglo XXI marcado por la competencia global por el control de los bienes comunes planetarios.