El Envejecimiento No Es una Crisis: Es la Oportunidad del Siglo XXI

Durante años, el envejecimiento poblacional ha sido percibido como una amenaza para la economía global, asociado a una carga insostenible para los sistemas de pensiones y salud. Sin embargo, nuevos datos y análisis revelan una realidad mucho más compleja y, en muchos sentidos, esperanzadora. La longevidad creciente y la mejora en la calidad de vida de las personas mayores están transformando nuestras sociedades de manera profunda. Proponemos un replanteamiento del fenómeno demográfico, destacando sus implicaciones económicas, sociales y culturales en el siglo XXI

Gracias al incremento de la calidad de vida en muchos países, los 70 son los «nuevos 53». Foto: Flicker.

Por décadas, la narrativa dominante en torno al envejecimiento de la población ha girado en torno a la alarma y la preocupación. Se nos ha advertido sobre una inminente «bomba demográfica», en la que una población creciente de personas mayores viviría a expensas de una base laboral cada vez más reducida, amenazando con colapsar sistemas de pensiones, debilitar el crecimiento económico y saturar los servicios de salud. Esta visión ha condicionado la política pública y el debate económico desde fines del siglo pasado. Sin embargo, a la luz de nuevos datos y desarrollos sociales, parece que es momento de revisar este enfoque y adoptar una mirada más equilibrada y propositiva sobre el envejecimiento.

Investigaciones recientes, como las de Goldman Sachs Research, muestran que el panorama es mucho menos sombrío de lo que se creía. De hecho, la prolongación de la vida humana no solo es una manifestación del progreso sanitario y tecnológico, sino también una oportunidad para redefinir el papel de los mayores en nuestras sociedades. Desde el año 2000, la esperanza de vida en las economías desarrolladas ha aumentado de 78 a 82 años, y en los países emergentes, de 58 a 73. Pero lo más relevante es que este aumento de longevidad viene acompañado de una mejor salud. Hoy, una persona de 70 años presenta capacidades cognitivas y físicas comparables a las de alguien de poco más de 50 años en el año 2000. Es decir, vivimos más, pero también vivimos mejor.

Este dato debería transformar nuestra concepción sobre el envejecimiento. El problema no es que haya más personas mayores, sino cómo la sociedad interpreta y administra esa realidad. Contrario a lo que se podría esperar, en muchos países desarrollados la participación de la población en el mercado laboral no ha disminuido, sino que ha aumentado. La vida laboral efectiva ha crecido un 12% desde el año 2000, y la proporción del tiempo de vida dedicado al trabajo ha pasado del 44% al 47%. Este fenómeno responde a múltiples factores: la reducción del trabajo manual, que tradicionalmente ha inducido al retiro temprano; el incremento sostenido de la participación femenina tras la maternidad; y el hecho de que muchas personas, gracias a mejores condiciones de salud, desean y pueden continuar activas profesionalmente durante más años.

Más aún, esta ampliación de la vida laboral no ha requerido grandes reformas legislativas. En muchos casos, ha sido una adaptación espontánea al nuevo horizonte vital. Ello pone en cuestión la idea de que elevar la edad de jubilación oficial sea la única vía para equilibrar las finanzas públicas en una sociedad longeva. La gente, simplemente, está trabajando más tiempo porque puede, porque quiere, y porque el tipo de economía postindustrial lo permite.

Es evidente que el envejecimiento no afecta a todos por igual. En los países donde predominan economías informales, donde las redes de protección social son débiles o inexistentes, y donde la esperanza de vida aún está por debajo del promedio global, los desafíos son distintos. Allí, la presión sobre las familias y los sistemas de salud puede intensificarse. También se deben tener en cuenta las profundas desigualdades entre regiones: mientras Japón, Europa Occidental y Corea del Sur ya viven los efectos de una población envejecida, muchos países africanos mantienen altas tasas de natalidad y poblaciones marcadamente jóvenes. Estas diferencias podrían alterar dinámicas migratorias, redistribuir la mano de obra global y modificar equilibrios geopolíticos de forma inesperada.

No obstante, hablando en términos generales, estamos ante una transición que no debería verse como un desastre inminente, sino como una transformación estructural que exige innovación institucional. Si una persona nacida hoy puede llegar a vivir más de 100 años, las categorías tradicionales de infancia, adultez y vejez dejarán de tener el mismo peso. Habrá que rediseñar los modelos educativos, fomentar el aprendizaje permanente, flexibilizar las trayectorias laborales y repensar las políticas de jubilación. La idea de que el trabajo, la productividad y el retiro deben ocurrir en momentos fijos del ciclo vital se vuelve obsoleta ante una longevidad extendida.

Incluso desde una perspectiva de consumo y desarrollo económico, una población envejecida no necesariamente implica un freno. Puede, por el contrario, constituir un nuevo motor económico si se adapta la oferta de bienes y servicios a las nuevas necesidades y capacidades de este segmento creciente de la población. En efecto, si los 70 años son los nuevos 53, como sugieren algunos estudios, deberíamos esperar un mercado laboral, cultural y tecnológico mucho más receptivo a la participación activa de personas mayores.

Así, el verdadero reto no es demográfico, sino político e institucional. ¿Podrán nuestras sociedades adaptarse con suficiente rapidez a esta nueva realidad? ¿Están nuestros sistemas educativos, de salud, laborales y de protección social preparados para convivir con generaciones que vivirán más, y probablemente con mejor salud, que nunca antes? La respuesta a estas preguntas definirá no solo el futuro de nuestras economías, sino la calidad de vida de millones de personas durante las próximas décadas.

En definitiva, el envejecimiento de la población no es una catástrofe inminente, sino una oportunidad histórica. Una oportunidad para redefinir el trabajo, la educación, la jubilación y la misma noción de vejez. Una oportunidad, también, para construir sociedades más inclusivas, resilientes y adaptadas a los desafíos del siglo XXI. Aceptar este cambio con lucidez y creatividad será, quizás, uno de los principales imperativos de nuestra era.

Por David González

Ingeniero de telecomunicaciones, ha cursado un master en tecnologías para Smart Cities y es diplomado en administración de empresas. Actualmente dirige el Instituto IDHUS y coordina todos sus proyectos y actividades.