El Ártico, antaño símbolo de cooperación internacional y refugio de estabilidad geopolítica, se ha transformado en uno de los escenarios más disputados del siglo XXI. El deshielo provocado por el cambio climático ha revelado vastos recursos naturales y abierto nuevas rutas marítimas, desencadenando una feroz competencia entre las grandes potencias. En este nuevo tablero estratégico, la lógica de la colaboración ha sido sustituida por la del control y la confrontación

Durante mucho tiempo, el Ártico fue visto como una rareza geopolítica: una región donde, pese a la Guerra Fría y las rivalidades ideológicas, las potencias mundiales eran capaces de cooperar. Un territorio tan inhóspito como majestuoso, donde la ciencia, la protección medioambiental y los intereses compartidos mantenían a raya las ambiciones militares. Pero esa visión, casi utópica, se ha desvanecido. El Ártico de hoy es otra cosa: un tablero de ajedrez global donde los jugadores más poderosos del planeta mueven piezas con creciente agresividad. Lo que estamos presenciando es la desaparición de ese “excepcionalismo Ártico” que permitía imaginar un orden diferente, más racional, más pacífico. En su lugar, emerge una región cada vez más militarizada, codiciada por sus vastos recursos, y disputada por potencias que compiten sin disimulo por el control territorial, comercial y energético.
El factor climático es el detonante visible, pero no el único. El deshielo del Ártico, impulsado por el calentamiento global —que en esta región avanza hasta cuatro veces más rápido que la media mundial— está cambiando radicalmente su fisonomía. Las grandes capas de hielo perenne desaparecen a un ritmo alarmante, revelando vastas extensiones de tierra y mar que hasta hace poco eran inaccesibles. Esa transformación ecológica tiene implicaciones de alcance global: afecta la biodiversidad, altera patrones meteorológicos y amenaza la supervivencia de comunidades indígenas. Pero, sobre todo, despierta apetitos. Las estimaciones indican que la región contiene alrededor del 13% del petróleo no descubierto del mundo y el 30% del gas natural, sin mencionar los metales estratégicos y tierras raras. En un momento donde la seguridad energética y la transición tecnológica son prioridades globales, el Ártico representa una mina de oro aún sin explotar.
Frente a esta nueva realidad, Rusia se ha posicionado con rapidez y contundencia. Dueña de la mayor línea costera ártica —más de 24.000 kilómetros—, ha desplegado una estrategia de proyección que combina lo económico, lo científico y lo militar. Desde 2013 ha reactivado bases militares soviéticas, modernizado rompehielos nucleares, construido puertos estratégicos y ampliado estaciones de investigación. Esta política encuentra su máxima expresión en la Ruta Marítima del Norte (NSR), que acorta significativamente el tránsito entre Asia y Europa y puede ser navegable durante más meses al año. La ambición rusa se hace visible en proyectos colosales como el megaportuario de la península de Taymyr, valorado en más de 110.000 millones de dólares. Allí, en uno de los rincones más inhóspitos del planeta, el Estado ruso está levantando carreteras, aeropuertos, aldeas enteras y plantas de energía para garantizar el funcionamiento de una terminal petrolera que conecte sus recursos con el mercado global.

Pero Rusia no está sola en esta empresa. China, aunque no posee territorio ártico, se ha autodeclarado “Estado cercano al Ártico” y ha desplegado una estrategia de inserción sostenida. Su participación en el financiamiento de la infraestructura rusa, su presencia científica en Svalbard —con la Estación del Río Amarillo— y sus intentos, frustrados pero reveladores, de adquirir puertos y aeropuertos en Noruega, Suecia y Groenlandia, indican que Pekín no tiene intención de quedarse al margen. Su apuesta por la llamada “Ruta de la Seda Polar” forma parte de su visión global de interconectividad estratégica, y sus objetivos van mucho más allá de lo comercial: se trata también de obtener acceso a minerales, tecnología polar, experiencia en operaciones en ambientes extremos y, eventualmente, capacidad militar en una zona cada vez más estratégica. La alianza ruso-china en el Ártico es más que una conveniencia coyuntural: es un eje estructural que busca desafiar la hegemonía occidental en una región vital.
Ante este panorama, la reacción occidental ha sido tardía, fragmentaria y —hasta hace poco— dubitativa. Estados Unidos, que durante años desmanteló parte de su infraestructura polar, hoy apenas puede operar un rompehielos pesado, frente a los cuarenta rusos y tres chinos. Recién en los últimos años, y especialmente tras la invasión rusa a Ucrania, Washington ha empezado a revisar su estrategia. La revitalización del Comando de Defensa Aeroespacial con Canadá (NORAD), la mayor atención a la base de Thule en Groenlandia —clave en vigilancia espacial y defensa misilística— y el renovado interés político en el control del territorio groenlandés, demuestran que el Ártico ha regresado al centro de las preocupaciones estratégicas estadounidenses. Y con razón: el vacío geopolítico nunca es tal; cuando una potencia se retira, otra ocupa su lugar.
La integración de Finlandia y Suecia a la OTAN marca otro hito. Ahora, siete de los ocho Estados árticos son parte de la alianza atlántica, lo que reconfigura por completo el equilibrio estratégico de la región. Para Rusia, esto representa una amenaza directa; para Occidente, una oportunidad de contener la expansión rusa y ofrecer un frente unido. El problema es que esta nueva alineación también multiplica los riesgos: un error de cálculo, un incidente naval, un malentendido aéreo pueden escalar rápidamente. El Ártico, antaño terreno de distensión, podría convertirse en el próximo foco de hostilidades si no se restablecen canales multilaterales de diálogo y gestión de conflictos.
Y aquí entra otro gran ausente: el Consejo Ártico. Este foro, que durante años sirvió como espacio de coordinación científica, ambiental y diplomática, está hoy prácticamente paralizado. Desde la invasión a Ucrania, la cooperación con Rusia se ha interrumpido, y la confianza entre los miembros se ha erosionado. La posibilidad de que este espacio se reactive en el corto plazo es remota, pero su debilitamiento deja un vacío institucional en un momento donde sería más necesario que nunca. Sin estructuras sólidas de gobernanza, el futuro del Ártico estará determinado por la fuerza, no por el derecho.
No es casualidad, por tanto, que Groenlandia, antaño relegada, haya adquirido una nueva centralidad. Su ubicación estratégica entre América del Norte y Europa, su riqueza mineral y su estatus político autónomo dentro del Reino de Dinamarca la convierten en una pieza codiciada. Las declaraciones de Donald Trump —quien llegó a sugerir la compra/invasión por la fuerza de la isla— pueden parecer extravagantes, pero en realidad reflejan una lógica geopolítica muy clara: quien controle Groenlandia, controla una parte crucial del Ártico. Y esa lógica no ha desaparecido con su presidencia; al contrario, parece haber sido retomada con mayor sutileza por actores de ambos lados del Atlántico.
Lo que estamos presenciando es el nacimiento de un nuevo orden ártico, uno en el que predominan los intereses estratégicos, la lógica de poder y la competencia por recursos. El deshielo no sólo libera petróleo, gas y rutas marítimas: también derrite las últimas barreras simbólicas que separaban la región del resto del mundo. Ya no existe un Ártico ajeno a las tensiones globales. Hoy, el norte helado del planeta es una extensión más de las rivalidades entre superpotencias, una frontera en disputa donde se define no sólo el futuro del comercio y la energía, sino también el equilibrio de poder global. En este contexto, no podemos seguir hablando del Ártico como una excepción pacífica en la geopolítica mundial. Ahora es ya un punto caliente dentro del juego de poder entre potencias globales.