Desinformación: la nueva frontera en la geopolítica

En la era digital, la información se ha convertido en un campo de batalla clave dentro de la geopolítica contemporánea. La desinformación, impulsada por tecnologías como la inteligencia artificial y amplificada por redes sociales, está reconfigurando la manera en que los Estados compiten, influyen y se defienden. Ya no basta con controlar territorios o economías: hoy también es imprescindible controlar la narrativa

Vivimos en una época en la que la geopolítica ya no se rige únicamente por las variables tradicionales del poder militar, el control territorial o la diplomacia convencional. El siglo XXI ha inaugurado una nueva dimensión en los conflictos internacionales: la guerra por la percepción. Y en este nuevo frente, la desinformación —ya sea mediante imágenes generadas por inteligencia artificial, videos manipulados o narrativas cuidadosamente diseñadas— se ha convertido en un arma estratégica de primer orden. Frente a esta realidad, cabe preguntarse si los Estados, las sociedades y las instituciones globales están realmente preparados para enfrentar el impacto profundo que esta revolución comunicacional tiene sobre las dinámicas de poder, economía y gobernanza mundial.

No se trata de exageración. Hoy, un solo video falso, si es difundido de forma eficaz, puede alterar el comportamiento de millones, generar pánico en una población o incluso provocar una ruptura diplomática. El contenido digital, que alguna vez fue un canal de expresión o información, se ha transformado en munición estratégica. Un titular viral, un deepfake preciso o una campaña de desinformación cuidadosamente orquestada pueden equivaler, en términos de impacto, a una intervención militar limitada. Y lo más alarmante es que estas acciones no requieren aviones ni tropas, sino algoritmos, bots y una comprensión aguda del comportamiento humano.

El caso del subcontinente indio es ilustrativo. Las recientes tensiones geopolíticas en la región por el enfrentamiento con Pakistán estuvieron acompañadas por una oleada de contenido falso: videos que no pertenecían al conflicto, imágenes de archivo atribuidas erróneamente y mensajes diseñados para exacerbar la división y el miedo. La reacción del gobierno de India fue, por fortuna, decidida: se activaron unidades de verificación de hechos, como la del Ministerio de Información y Radiodifusión (PIB), se implementó la eliminación de contenido engañoso en tiempo real y se trabajó en coordinación con las principales plataformas digitales. Sin embargo, incluso esta respuesta, por más eficaz que haya sido, revela una verdad inquietante: la desinformación puede actuar más rápido que las instituciones diseñadas para combatirla.

Este fenómeno no es un simple problema técnico o una cuestión marginal del ecosistema digital. Es, en realidad, una amenaza estructural que altera profundamente los equilibrios del poder global. La desinformación permite que actores no estatales —desde grupos ideológicos hasta empresas privadas o intereses extranjeros— compitan en la arena internacional sin necesidad de fuerza física ni reconocimiento diplomático. Asimismo, transforma las relaciones internacionales, que ya no dependen únicamente de acuerdos formales, cumbres o tratados, sino de cómo se perciben y se narran los hechos en la esfera pública global.

Desde una óptica geoeconómica, las implicancias no son menos graves. Las campañas de desinformación tienen la capacidad de desestabilizar mercados financieros, erosionar la confianza del consumidor, afectar la reputación de empresas e incluso condicionar decisiones de inversión. Un informe del World Economic Forum de 2023 posicionó a la desinformación entre los cinco principales riesgos globales para los próximos años, señalando su potencial destructivo sobre la gobernanza económica, la credibilidad institucional y el orden financiero global. En efecto, en un entorno dominado por percepciones, la verdad objetiva parece tener cada vez menos relevancia frente a la narrativa dominante, y ese desplazamiento tiene un costo directo para la estabilidad económica.

A este escenario contribuyen de manera decisiva los propios ecosistemas digitales. Plataformas como X, TikTok o Facebook han estructurado sus modelos de negocio en función de la viralidad y la emoción, dos factores que suelen favorecer precisamente los contenidos más polarizantes, falsos o sensacionalistas. Al mismo tiempo, la falta de alfabetización mediática —incluso en sociedades con alto nivel educativo— hace que una parte significativa de la población no pueda distinguir entre información veraz y propaganda digital. Esta combinación explosiva ha generado lo que puede describirse como un “trastorno informativo estructural”: un entorno donde la manipulación no solo es posible, sino esperada y rentable.

Frente a ello, la respuesta institucional ha sido, hasta ahora, fragmentaria. Salvo contadas excepciones, no existe un marco global para la verificación de hechos ni protocolos compartidos entre gobiernos, organismos internacionales y plataformas digitales. Esta falta de gobernanza efectiva genera un vacío que actores hostiles —estatales o no— no han dudado en aprovechar. La idea de una “alerta de comunicación 24/7” no es retórica: es la descripción de una realidad en la que cualquier evento puede ser distorsionado, amplificado o instrumentalizado con fines estratégicos, en cuestión de segundos.

Además, esta nueva dimensión de la geopolítica plantea desafíos inéditos para las democracias liberales. Mientras que los regímenes autoritarios pueden controlar sus narrativas internas mediante censura y represión, los sistemas abiertos enfrentan una paradoja: al defender la libertad de expresión, se vuelven más vulnerables a las campañas de desinformación, especialmente aquellas diseñadas para socavar su legitimidad desde dentro. En consecuencia, las sociedades democráticas deben encontrar formas de proteger sus principios sin renunciar a ellos, una tarea que exige creatividad institucional, colaboración internacional y, sobre todo, voluntad política.

Por otro lado, la irrupción de la inteligencia artificial generativa agrega una capa adicional de complejidad. La capacidad de producir contenido indistinguible de la realidad —desde imágenes y videos hasta audios y textos enteramente falsificados— plantea una amenaza sin precedentes a la noción misma de verdad. Si no se establecen límites claros y éticos a su uso, corremos el riesgo de ingresar en una era donde ya no sea posible confiar ni en lo que vemos ni en lo que escuchamos. Las implicancias para la diplomacia, la seguridad y la cohesión social son profundas.

En este nuevo orden geopolítico, donde la narrativa importa tanto como los hechos y donde la percepción puede determinar la realidad política, la comunicación estratégica debe redefinirse. Ya no basta con difundir mensajes oficiales ni con tener presencia en los medios: es necesario construir una arquitectura comunicacional basada en la confianza, la transparencia y la responsabilidad. Esto implica invertir en alfabetización mediática, fortalecer las capacidades institucionales de verificación de datos, promover alianzas con plataformas digitales y establecer normas internacionales que protejan el espacio informativo global.

La desinformación no es solo un síntoma del desorden digital; es una manifestación de una lucha de poder que se está librando en el ámbito más intangible pero más decisivo de todos: la mente humana. La batalla por la verdad, en un mundo saturado de datos y estímulos, es hoy tan crucial como cualquier otro conflicto bélico. Y perderla no significará solamente un daño reputacional o económico, sino una erosión progresiva del contrato social que sostiene nuestras democracias, nuestras economías y nuestra convivencia global. Por ello, entender y enfrentar esta amenaza es una obligación ineludible de nuestros tiempos.

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