Ciudades resilientes o ciudades obsoletas: el dilema urgente del siglo XXI

En un mundo marcado por el avance acelerado del cambio climático, las ciudades enfrentan un desafío decisivo: adaptarse o quedar rezagadas. Ya no basta con ser centros económicos vibrantes; hoy, la resiliencia ante fenómenos climáticos extremos se ha convertido en un criterio esencial para medir la competitividad urbana. Este artículo reflexiona sobre cómo esta transformación impacta las dinámicas geoeconómicas y geopolíticas globales, redefiniendo el papel de las ciudades en el siglo XXI

Muchos lugares del mundo sufren inundaciones o desastres relacionados con clima extremo, cada vez más frecuentemente. Foto: Uruguay – Flicker

En la actualidad, cuando los efectos de los cambios climáticos que vemos con mayor y mayor frecuencia han dejado de ser una amenaza futura para convertirse en una perturbadora realidad cotidiana, resulta cada vez más evidente que las ciudades del mundo ya no pueden confiar únicamente en sus credenciales económicas tradicionales para mantener su atractivo global. En pleno siglo XXI, hablar de competitividad urbana sin hablar de resiliencia climática es caer en un anacronismo peligroso. La capacidad de las ciudades para adaptarse, resistir y transformarse frente a los cada vez más frecuentes y severos choques climáticos no solo determinará su prosperidad futura, sino también su relevancia geopolítica.

Las ciudades concentran a más de la mitad de la población mundial y son responsables de aproximadamente el 80% del PIB global. Han sido históricamente nodos de innovación, intercambio económico, y motores de crecimiento. Sin embargo, los incendios forestales que asolaron recientemente la región de Los Ángeles, las inundaciones en Yakarta, o las olas de calor en ciudades europeas, evidencian que ninguna metrópolis, por moderna o desarrollada que sea, está exenta de los impactos sistémicos del cambio climático. Y lo más preocupante, quizás, es que esta no es una tendencia pasajera: el Banco Mundial ha advertido que el número de ciudades expuestas a temperaturas extremas se triplicará de aquí a 2050, mientras que 1.800 millones de personas vivirán en zonas con alto riesgo de inundaciones. ¿Cómo podemos entonces seguir hablando de “atractivo urbano” sin poner la resiliencia climática en el centro de la discusión?

En este nuevo escenario, la noción de competitividad ya no puede reducirse a factores como el crecimiento económico o la eficiencia del transporte. Los inversores, los grandes conglomerados multinacionales y las instituciones financieras internacionales están incorporando en sus criterios de evaluación factores antes considerados periféricos, como la planificación ambiental, la capacidad de respuesta ante desastres naturales o la seguridad hídrica. Hoy, ciudades como París, Vancouver o Singapur no destacan únicamente por su infraestructura avanzada o su ecosistema de innovación tecnológica, sino por la manera en que han integrado la gestión del riesgo climático en sus políticas públicas. Han entendido que la resiliencia no es un gasto, sino una inversión estratégica. París, por ejemplo, no solo apuesta por energías renovables y sistemas de mitigación de inundaciones, sino que busca involucrar activamente a la ciudadanía en la concienciación climática, como lo muestra el regreso del globo Generali a los cielos parisinos, una intervención simbólica y científica a la vez.

Este giro en la comprensión de lo que significa ser una ciudad “exitosa” tiene implicaciones profundas, tanto económicas como políticas. Estamos ante una reconfiguración del mapa geoeconómico mundial. Ciudades que tradicionalmente estaban fuera del radar de la inversión internacional están ganando protagonismo gracias a su visión de futuro. Lima es un ejemplo claro: impulsada por el auge de las finanzas verdes en Perú, se está posicionando como un destino cada vez más atractivo para la inversión responsable (aunque esté también siendo foco de las noticias por el incremento de la inseguridad ciudadana en sus calles). De igual modo, Buenos Aires, Seúl y Melbourne están demostrando que no se necesita estar en el “norte global” para liderar en materia de acción climática. Esas transformaciones están alterando las jerarquías establecidas y abriendo oportunidades para ciudades del Sur Global que, con voluntad política y capacidad técnica, pueden redefinir su lugar en el sistema internacional.

La resiliencia urbana, en consecuencia, debe entenderse como una cuestión de seguridad. La estabilidad política, la cohesión social y la proyección de poder blando de una ciudad dependen, hoy más que nunca, de su capacidad para gestionar riesgos climáticos. Miami lo ha comprendido al lanzar un “bono perpetuo” de 400 millones de dólares destinado a proyectos de resiliencia urbana y ser pionera en la designación de una directora de calor, una figura clave para afrontar las olas de calor extremo que afectan de manera desproporcionada a los sectores más vulnerables. Esta idea, nacida en Atenas con Eleni Myrivili, ha sido replicada en lugares tan diversos como Santiago de Chile o Freetown, Sierra Leona, demostrando que el conocimiento y la experiencia pueden y deben circular globalmente.

La dimensión hídrica, por su parte, representa una de las amenazas más subestimadas. Las ciudades del siglo XXI no solo deben prepararse para inundaciones, sino también para gestionar la escasez y la calidad del agua en un entorno de creciente competencia por este recurso. En este sentido, iniciativas como la Alianza para la Adaptación Global del Agua (AGWA), el Instituto Internacional del Agua o el Water Resilience Tracker impulsado por el Reino Unido, representan pasos importantes hacia una gobernanza hídrica transnacional, especialmente en países de ingresos bajos y medios donde las infraestructuras son aún frágiles.

Pero si hay una lección clave que debemos extraer de esta transformación es que ninguna ciudad puede enfrentar este desafío sola. La resiliencia no es solo una meta técnica, sino un proceso colectivo. Implica colaboración entre instituciones locales, cooperación internacional y, sobre todo, una visión compartida del futuro. La experiencia de la red C40 Cities demuestra que cuando las ciudades trabajan juntas, los avances pueden ser más rápidos y sostenibles. Necesitamos una diplomacia urbana climática que impulse soluciones compartidas, financiamiento coordinado y transferencia de conocimientos entre ciudades del mundo.

En definitiva, no se trata de una opción. Las ciudades que no adapten sus estructuras, políticas y economías a las nuevas condiciones climáticas están condenadas a perder relevancia, inversión y población. Frente a un siglo marcado por la volatilidad, la interdependencia y la urgencia climática, solo las ciudades resilientes —aquellas que pueden absorber el golpe y transformarse— serán las verdaderas potencias del futuro. Las demás, por muy brillante que haya sido su pasado, quedarán atrapadas en la obsolescencia.


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