Brasil y Europa: potenciales ganadores de las tensiones comerciales entre Estados Unidos y China

Las crecientes tensiones comerciales entre Estados Unidos y China están transformando profundamente el mapa del comercio agroalimentario global. Más allá de los aranceles y las disputas bilaterales, esta rivalidad está generando nuevas oportunidades para actores como Brasil y la Unión Europea, al tiempo que redefine flujos de inversión, estrategias productivas y alianzas geoeconómicas. En este escenario, el mercado de la carne de cerdo se convierte en un ejemplo paradigmático de cómo los conflictos entre potencias pueden alterar dinámicas estructurales con efectos globales

Productos importados desde Estados Unidos en un supermercado situado en Shanghái, China, el 3 de abril de 2018. Aly Song / Reuters

El recrudecimiento de las tensiones comerciales entre Estados Unidos y China, las dos mayores economías del mundo, está teniendo efectos de amplio alcance que trascienden el plano bilateral y están redefiniendo flujos comerciales, inversiones estratégicas y equilibrios productivos a escala global. En este contexto, sectores estratégicos como el de las proteínas animales —en particular la carne de cerdo— se convierten en escenarios de reconfiguración comercial, en los que emergen nuevos ganadores y se perfilan riesgos sistémicos que impactan tanto en los mercados como en las políticas nacionales de seguridad alimentaria, inversión y diplomacia económica.

Según el más reciente informe de RaboResearch, la intensificación del conflicto arancelario entre Washington y Pekín ha abierto ventanas de oportunidad particularmente favorables para proveedores alternativos como Brasil y los países de la Unión Europea. Las restricciones impuestas por ambas potencias sobre productos agrícolas y cárnicos —especialmente los aranceles aplicados por China al cerdo estadounidense— han incentivado la diversificación de proveedores por parte del mercado chino, tradicionalmente uno de los principales importadores mundiales de carne de cerdo. Como resultado, países sudamericanos y europeos han comenzado a consolidar su presencia en un mercado donde antes predominaban los productos estadounidenses, lo que supone una reconfiguración en los flujos de comercio agroalimentario internacional.

Uno de los efectos más inmediatos ha sido el repunte sostenido de los precios del cerdo en mercados globales. Pese a las incertidumbres macroeconómicas, la interrupción de flujos comerciales tradicionales ha reducido la oferta efectiva disponible para grandes importadores como China, cuya industria porcina ha estado sometida durante años a severos desafíos sanitarios —especialmente la peste porcina africana (PPA)— que diezmaron su cabaña porcina y redujeron su autosuficiencia. Este contexto ha ejercido una presión alcista sobre los precios, al mismo tiempo que ha generado incentivos para que países como Brasil incrementen su capacidad exportadora, invirtiendo en modernización sanitaria, trazabilidad y logística para capitalizar la coyuntura.

La dinámica arancelaria no se limita al cerdo. La política comercial de Donald Trump ha elevado significativamente los aranceles aplicados a productos chinos —alcanzando hasta el 145% en algunos rubros antes de ser parcialmente reducidos— en una estrategia que va más allá del comercio y se inscribe en una lógica de contención tecnológica y reposicionamiento industrial. China, por su parte, ha respondido con medidas similares, afectando la competitividad del cerdo estadounidense en el mercado asiático. Pese a acuerdos temporales para la reducción de aranceles, como el anunciado por ambas partes que redujo tarifas al 30% por un período de 90 días, los expertos señalan que estos gestos no resuelven el trasfondo estratégico del conflicto, que se ha ido estructurando como una competencia sistémica por el liderazgo global en áreas clave como la inteligencia artificial, la energía, las infraestructuras y las cadenas de suministro críticas.

En este contexto, el sector porcino se convierte en un microcosmos de las tensiones globales. Por un lado, los exportadores estadounidenses enfrentan una reducción significativa en los márgenes de ganancia, particularmente en subproductos como vísceras, cuya comercialización depende fuertemente del mercado chino. Por otro lado, China, obligada a diversificar proveedores y enfrentar precios más altos, está impulsando transformaciones estructurales en su modelo de consumo e importación de proteínas. Países como Alemania, España, Brasil y Chile han intensificado sus relaciones comerciales con el gigante asiático, reconfigurando alianzas estratégicas y fomentando nuevos patrones de interdependencia que, en algunos casos, pueden desplazar de forma duradera al proveedor estadounidense.

Además, las tensiones comerciales han desencadenado efectos indirectos en los mercados de insumos agroindustriales, particularmente en el de oleaginosas y alimentos balanceados. El informe de RaboResearch señala que la ralentización de las exportaciones estadounidenses de soja ha derivado en una caída relativa en el coste de la harina de soja en el mercado interno, lo cual podría ser aprovechado por los productores porcinos estadounidenses para reducir sus costes de producción. No obstante, este beneficio coyuntural no compensa la pérdida estructural de mercados externos clave, ni garantiza la sostenibilidad a largo plazo del sector. De hecho, la incertidumbre en torno a la política comercial estadounidense está ya desacelerando las inversiones en expansión del sector porcino, lo que augura un ritmo de crecimiento más lento en los próximos años, en contraste con la expansión proyectada en regiones como Sudamérica y Europa del Este.

La situación se complica aún más por los desafíos sanitarios que afectan a la producción porcina global. La persistencia de enfermedades como la fiebre aftosa, recientemente reaparición en Europa tras décadas de ausencia, así como la peste porcina africana en Asia y Europa, y el síndrome reproductivo y respiratorio porcino en América del Norte, están reduciendo la productividad y aumentando la incertidumbre en múltiples mercados. Estas crisis sanitarias no solo afectan la oferta, sino que también tensionan las relaciones comerciales al provocar restricciones y cuarentenas impuestas por países importadores para proteger su producción nacional.

Por otro lado, el buen desempeño agrícola en Sudamérica —con perspectivas positivas para la cosecha de maíz y oleaginosas— ofrece un factor estabilizador, al contribuir a mantener los costes de alimentación animal en niveles relativamente bajos. Sin embargo, estos beneficios se ven constantemente amenazados por factores geopolíticos como la volatilidad del dólar, la evolución de la guerra en Ucrania, y la incertidumbre en torno a la seguridad del transporte marítimo global. A esto se suma la fragmentación creciente del comercio internacional en bloques geopolíticos, donde las alianzas comerciales comienzan a alinearse con afinidades ideológicas y estratégicas, más que con la eficiencia económica pura.

Desde una perspectiva más amplia, la situación descrita no es un fenómeno aislado del sector agroalimentario, sino parte de una transformación estructural en el orden económico internacional. Las tensiones entre China y Estados Unidos no se limitan al comercio de bienes, sino que abarcan una competencia por el control de las tecnologías del futuro, el acceso a recursos críticos y la definición de las reglas del juego del sistema global. En este marco, el desplazamiento de flujos comerciales, la relocalización de inversiones y la emergencia de nuevos actores en cadenas de valor estratégicas representan una oportunidad para regiones del sur global, pero también implican el desafío de insertarse de manera sostenible en un entorno crecientemente volátil, proteccionista y polarizado.

El caso del cerdo —aparentemente marginal en la agenda geopolítica— ilustra de manera concreta cómo los conflictos entre grandes potencias afectan la seguridad alimentaria, las políticas de inversión y la estabilidad económica de países terceros. Más aún, revela cómo la competencia entre China y EE. UU. está generando una fragmentación funcional del comercio global, que si bien puede ofrecer oportunidades a nuevos actores, también exige una sofisticación creciente en la diplomacia económica, la planificación estratégica y la capacidad de respuesta ante disrupciones sistémicas.


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