Alemania ante el Fin del Orden Transatlántico: Autonomía Estratégica y Liderazgo en un Mundo Multipolar

Europa atraviesa un momento decisivo marcado por el colapso del orden transatlántico que definió su papel global durante más de siete décadas. La retirada estratégica de Estados Unidos y la emergencia de un mundo multipolar obligan al continente a redefinir su identidad, su seguridad y su modelo de desarrollo. En este nuevo escenario, conceptos como autonomía estratégica, resiliencia democrática y soberanía tecnológica dejan de ser aspiraciones abstractas para convertirse en imperativos concretos

Alemania intenta volver a tomar las riendas europeas. Foto: AP

Europa, y en particular Alemania, se enfrenta actualmente a una etapa crítica de redefinición estratégica, impulsada por una serie de rupturas geopolíticas que cuestionan el orden internacional tal como se había concebido desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Esta transformación no es meramente circunstancial ni coyuntural: se trata de un cambio estructural profundo que pone en tela de juicio la arquitectura de seguridad, las alianzas históricas y la posición relativa de los actores tradicionales dentro del sistema global. En este contexto, la reciente decisión de Estados Unidos de cerrar un acuerdo integral sobre materias primas con Ucrania no solo marca un giro en la relación transatlántica, sino que también expone la emergencia de un orden multipolar en el que Europa debe redefinir su rol sin la garantía estratégica tradicional que ofrecía Washington.

El acuerdo estadounidense con Ucrania, que incluye acceso preferente a recursos críticos como litio, titanio y tierras raras —claves para las tecnologías del futuro— así como la creación de un fondo conjunto para la reconstrucción, representa un claro ejemplo de la externalización de intereses geoestratégicos. Este tipo de alianzas, donde EE.UU. actúa con un enfoque más transaccional que multilateral, implica una marginación de Europa en territorios en los que antes ejercía influencia directa. La lógica subyacente revela una inclinación creciente de Estados Unidos por priorizar su seguridad económica nacional y sus cadenas de suministro estratégicas, particularmente en un contexto de competencia sistémica con China. Para Europa, esta decisión implica una pérdida de margen de maniobra, a la vez que plantea el reto de desarrollar su propia estrategia de autonomía industrial y tecnológica.

La Unión Europea, habituada durante décadas a operar bajo el paraguas de seguridad proporcionado por Estados Unidos —primero mediante la OTAN y luego mediante un conjunto de acuerdos multilaterales—, ahora debe asumir su responsabilidad como actor geopolítico. Esta transición se produce en medio de tensiones internas derivadas de la divergencia de intereses entre los Estados miembros, y en un momento en el que la democracia liberal se ve presionada tanto desde fuera, por regímenes autoritarios, como desde dentro, por movimientos populistas y euroescépticos. Alemania, en tanto potencia económica de la UE y tradicionalmente reacia al liderazgo militar, se ve empujada a asumir una responsabilidad histórica que excede el marco económico. Su transformación de una economía orientada a la contención fiscal hacia un modelo más intervencionista con inversiones estratégicas en infraestructura, defensa, digitalización y transición ecológica, indica un giro doctrinario que rompe con el paradigma de austeridad que dominó desde la crisis del euro.

Este cambio de orientación es también cultural y simbólico. La política exterior alemana, desde la posguerra, se construyó sobre la premisa de la Westbindung, es decir, el alineamiento incondicional con Occidente. Sin embargo, el giro de Estados Unidos hacia el Indo-Pacífico, su creciente polarización interna, y su reticencia a compromisos multilaterales estables, han erosionado la percepción de fiabilidad de Washington como socio estructural. Esto genera un vacío no solo en términos de seguridad, sino también de identidad política. La narrativa fundacional de Europa como proyecto de paz, anclada en la cooperación atlántica, comienza a perder vigencia frente a una realidad internacional dominada por la competición por recursos, la fragmentación normativa y la emergencia de potencias regionales con agendas asertivas.

La “autonomía estratégica europea” ha sido un concepto recurrente en los debates comunitarios desde hace al menos dos décadas, pero hasta ahora había permanecido más como una aspiración retórica que como una directriz concreta de política pública. En términos operativos, la UE aún carece de una fuerza de intervención común, de una política de defensa coordinada, y de una estructura de inteligencia compartida con capacidad de respuesta rápida. Frente a amenazas híbridas como las campañas de desinformación promovidas por Rusia —como la operación “Doppelgänger”, que emulaba medios occidentales para influir en elecciones y erosionar la confianza pública—, Europa aún muestra una alarmante vulnerabilidad. La combinación de ciberataques, sabotajes físicos a infraestructuras críticas y manipulación digital constituye una forma de guerra difusa que redefine la seguridad nacional y comunitaria, y exige mecanismos de defensa que vayan más allá de los marcos tradicionales de la disuasión militar.

A nivel geoeconómico, esta coyuntura representa un punto de inflexión para la soberanía industrial y tecnológica de Europa. La pandemia, la guerra en Ucrania y la guerra comercial entre Estados Unidos y China han expuesto de manera brutal la fragilidad de las cadenas de suministro globalizadas. El abastecimiento de semiconductores, baterías, alimentos y productos farmacéuticos se ha convertido en un tema de seguridad nacional. Frente a ello, Europa busca construir capacidades estratégicas propias, pero se enfrenta a una paradoja: si bien la autonomía económica es crucial, no puede lograrse mediante el proteccionismo, ya que ello socavaría el principio de apertura multilateral que históricamente ha sustentado la prosperidad del continente.

El nuevo paradigma exige, por tanto, un equilibrio sofisticado entre resiliencia interna e interdependencia externa gestionada. Esto incluye la promoción de industrias críticas dentro de un marco común europeo, la creación de fondos de inversión supranacionales para tecnologías verdes y digitales, y la armonización fiscal e industrial para evitar la competencia desleal entre países miembros. Alemania, al relajar su tradicional “freno a la deuda” para financiar estos proyectos, está marcando un camino que podría convertirse en modelo si logra integrarse en una visión europea compartida.

Pero esta transformación no puede limitarse a la tecnocracia. Como advirtió el sociólogo Andreas Reckwitz, toda modernización implica una pérdida de estabilidad y referentes. El orden liberal internacional que proporcionaba sentido de dirección y previsibilidad se encuentra en crisis. Esta pérdida no debe ser vista únicamente como una amenaza, sino también como una oportunidad para redefinir las estructuras institucionales desde una perspectiva de “resiliencia moderna”. Esto implica no volver nostálgicamente al pasado, sino construir capacidad de adaptación frente a la incertidumbre. En el terreno político, esta resiliencia debe expresarse en una democracia capaz de procesar conflictos sociales, aceptar la diversidad y resistir la tentación de la regresión autoritaria.

Desde esta óptica, la seguridad europea del siglo XXI ya no puede entenderse exclusivamente en términos militares o territoriales. Requiere una ampliación del concepto hacia dimensiones como la seguridad digital, la estabilidad ecológica, la cohesión social y la robustez económica. Esto transforma la política de seguridad en una política de sostenibilidad estructural. La Unión Europea, para mantenerse como actor relevante, debe articular narrativas culturales compartidas que otorguen sentido, refuercen la solidaridad y canalicen los intereses divergentes de sus miembros hacia objetivos comunes.

En este marco, tres interrogantes estratégicos deben guiar la reflexión institucional y ciudadana: ¿Cómo puede Alemania ejercer un liderazgo europeo sin caer en la hegemonía? ¿Cómo puede Europa construir soberanía económica sin cerrar sus mercados ni quebrar el orden liberal? ¿Y cómo pueden las sociedades europeas enfrentar la pérdida de certidumbres sin refugiarse en el nacionalismo o el inmovilismo?

A estas preguntas se suman otras áreas críticas que requieren respuestas integradas: el impacto de la inteligencia artificial en los procesos democráticos, la sostenibilidad del Pacto Verde Europeo frente a la competencia global, y la necesidad de indicadores de desarrollo que superen el PIB como medida única de bienestar. Afrontar estas transformaciones exige nuevas competencias institucionales y una cultura política capaz de integrar la complejidad sin simplificaciones populistas.

En definitiva, el futuro europeo se jugará no solo en los tratados, las inversiones o las capacidades militares, sino en la capacidad de articular una visión compartida y adaptativa que transforme la incertidumbre en una fuente de innovación política, económica y cultural. Europa está en un cruce de caminos donde debe elegir entre la irrelevancia estratégica o el liderazgo cooperativo en un mundo en transformación. Lo que está en juego es mucho más que su lugar en el mapa: es su papel en la historia.

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