En un contexto internacional marcado por la intensificación de la rivalidad entre grandes potencias, Alaska ha adquirido una relevancia estratégica sin precedentes para la alianza entre Estados Unidos y Japón. Su ubicación geográfica, riqueza en recursos naturales y proximidad a zonas de creciente tensión como el Ártico y el Indo-Pacífico la convierten en un punto clave para la seguridad y estabilidad regional

En el actual escenario internacional caracterizado por una creciente rivalidad entre grandes potencias, el Ártico y el Noroeste del Pacífico han emergido como teatros geoestratégicos de vital importancia, cuyas dinámicas están influyendo profundamente en el equilibrio de poder global. La creciente alineación político-militar entre la República Popular China y la Federación Rusa en estos espacios refleja un intento coordinado de erosionar el liderazgo estratégico de Estados Unidos y sus aliados, y de redefinir el orden regional en favor de un nuevo eje euroasiático. En este contexto, el estado de Alaska, tradicionalmente percibido como una periferia geográfica, se ha transformado en una plataforma geoestratégica de primera línea cuya relevancia para la alianza EE.UU.–Japón se ha tornado ineludible.

Desde principios de la década de 2010, Rusia ha intensificado su presencia militar en el Ártico, especialmente a lo largo de la Ruta Marítima del Norte (NSR), desarrollando una infraestructura considerable que incluye bases aéreas, puertos y sistemas de defensa aérea, en un corredor marítimo que conecta el Mar de Barents con el Estrecho de Bering. Esta ruta, que se está volviendo navegable por más tiempo debido al deshielo acelerado del Ártico, se perfila como una alternativa estratégica a las rutas marítimas tradicionales, como el Canal de Suez. Para Moscú, el control de este corredor no solo representa una oportunidad económica sino también una palanca geopolítica frente a Occidente. Tras el aislamiento internacional y las sanciones derivadas de la invasión de Ucrania en 2022, el Kremlin ha profundizado su dependencia económica y estratégica de China, intensificando la cooperación bilateral en el Ártico, donde ambos países buscan establecer una esfera de influencia compartida.
China, por su parte, ha adoptado una estrategia de inserción progresiva en el Ártico a través del concepto de la “Ruta de la Seda Polar”, un componente del megaproyecto de la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés), con el que Pekín pretende asegurar acceso a recursos naturales estratégicos y consolidar rutas comerciales alternativas libres del control de EE.UU. y sus aliados. Su cooperación con Rusia en la NSR le permite a China proyectar poder en un espacio históricamente dominado por Occidente. La presencia conjunta de bombarderos estratégicos chinos y rusos a solo 200 millas de la costa de Alaska en julio de 2024, seguida por patrullas conjuntas en el Ártico y ejercicios navales en los mares de Ojotsk y de Japón, son manifestaciones inequívocas de esta convergencia táctica que busca poner a prueba la capacidad de respuesta y cohesión de la alianza EE.UU.–Japón.
Ante estos desafíos, la posición geográfica de Alaska adquiere una importancia crítica como punto de proyección de poder tanto hacia el Ártico como hacia el Indo-Pacífico. Desde una perspectiva de defensa y seguridad, Alaska alberga instalaciones estratégicas como la Base Aérea de Eielson y la Base de la Fuerza Aérea de Elmendorf, además del sistema de radares de largo alcance del Mando de Defensa Aeroespacial de América del Norte (NORAD), vitales para la detección de amenazas provenientes del norte y del Pacífico occidental. La capacidad de EE.UU. de desplegar rápidamente fuerzas en caso de un conflicto en el Ártico o el noreste asiático depende, en gran medida, del estado de preparación y modernización de estas infraestructuras. Para Japón, cuya seguridad energética y estabilidad geopolítica dependen del libre tránsito marítimo en el Indo-Pacífico, colaborar con Estados Unidos en la preservación del equilibrio regional adquiere un carácter existencial.
La dimensión económica de la cooperación se ve reforzada por el potencial energético de Alaska. Con 3.200 millones de barriles de reservas probadas de petróleo crudo y 100 billones de pies cúbicos de gas natural, Alaska representa una fuente estratégica de recursos en un mundo cada vez más condicionado por la seguridad energética. El proyecto Alaska LNG, que contempla la construcción de un gasoducto de 1.300 kilómetros desde la región de North Slope hasta la planta de licuefacción en Nikiski, tiene la capacidad de exportar hasta 20 millones de toneladas métricas de GNL al año. Aunque su coste estimado de 44.000 millones de dólares ha retrasado su ejecución, su relevancia supera la lógica del retorno financiero inmediato: representa una herramienta de geoestrategia energética frente a la dependencia de Japón del proyecto ruso Sakhalin-2 y de las rutas marítimas desde el Medio Oriente, vulnerables a contingencias en el Estrecho de Ormuz o el Estrecho de Taiwán.
Desde el punto de vista logístico, la distancia entre Alaska y Japón permite que los buques de GNL realicen el trayecto en aproximadamente una semana, significativamente menos que las rutas desde el Golfo de México vía el Canal de Panamá. Esta proximidad geográfica, sumada a la fiabilidad del suministro estadounidense, convierte a Alaska en un socio energético ideal para Japón, en un momento en que la diversificación de fuentes se ha convertido en prioridad nacional tras la creciente politización del comercio energético global. Además, Japón, cuyo consumo interno de gas se encuentra en un proceso de declive estructural, está adoptando una estrategia de reexportación de GNL, posicionándose como actor clave en los mercados del sur y sudeste asiático, donde la demanda de gas se proyecta que aumentará más del 50 % para 2040.
El impacto sistémico de este tipo de proyectos es profundo. La expansión de la capacidad exportadora de GNL en América del Norte —que podría más que duplicarse para 2028— contribuirá a incrementar la liquidez del mercado global, ejercer presión descendente sobre los precios y reducir el margen de maniobra de proveedores geopolíticamente inestables como Rusia. La disponibilidad de GNL adicional para Asia desde Alaska, a su vez, permitiría redirigir volúmenes desde los estados continentales de EE.UU. hacia Europa, aliviando parcialmente la presión sobre los suministros europeos tras la pérdida del gas ruso.
Más allá de la energía, Alaska alberga vastos recursos de minerales críticos que hasta ahora han permanecido en gran parte sin explotar. En el contexto actual, marcado por el uso creciente de estos minerales en tecnologías clave —desde baterías y semiconductores hasta sistemas de defensa—, la dependencia de China, que en 2023 controlaba el 70 % de la producción mundial de tierras raras, el 80 % del grafito natural, casi el 100 % del galio y una parte importante de otros minerales estratégicos como el tungsteno y el antimonio, representa una amenaza directa para la seguridad económica de las democracias industriales. En respuesta, Pekín ha implementado restricciones progresivas a la exportación de estas materias primas, intensificando una guerra comercial silenciosa que amenaza con desarticular las cadenas globales de valor.
Estados Unidos ha identificado la necesidad de reconstruir una base industrial y minera nacional que garantice el suministro seguro de estos insumos. Alaska figura entre las regiones con mayor potencial de exploración y explotación, pero la falta de inversión y la complejidad regulatoria han retrasado su desarrollo. Una política federal que agilice los permisos y promueva asociaciones público-privadas podría catalizar una nueva era de minería estratégica en la región. Japón, que desde el embargo chino de tierras raras en 2010 ha adoptado una política activa de diversificación de importaciones, tiene un interés claro en apoyar esta agenda. De hecho, los minerales presentes en Alaska coinciden con más de 35 de los elementos identificados como críticos por el gobierno japonés en su Política para el Suministro Estable de Minerales Críticos, publicada en enero de 2023. La cooperación bilateral en este ámbito podría constituir un modelo de corresponsabilidad estratégica entre aliados.
En conclusión, la transformación de Alaska de una frontera periférica a un nodo central de la arquitectura geoestratégica global es ya un hecho consumado. Frente a un entorno internacional cada vez más volátil, caracterizado por el revisionismo autoritario, las crisis energéticas y la fragmentación del orden económico liberal, la alianza EE.UU.–Japón debe reinterpretar Alaska no solo como una base militar o fuente de recursos, sino como una plataforma integral para la proyección de estabilidad, resiliencia y prosperidad compartida en el hemisferio norte y la cuenca del Pacífico. Un enfoque a largo plazo que integre desarrollo económico, seguridad energética, defensa territorial y cooperación tecnológica será indispensable para salvaguardar los intereses comunes y preservar el equilibrio de poder en una era de rivalidades renovadas.