En el corazón del continente euroasiático, Asia Central ha emergido como un eje estratégico clave en la disputa global por recursos, influencia y rutas comerciales. Lejos de ser una región marginal, sus vastas reservas minerales, su posición geográfica y su creciente protagonismo diplomático la han colocado en el centro del nuevo tablero geopolítico. En medio de la competencia entre China, Rusia, Occidente y potencias regionales como Turquía y Japón, los países centroasiáticos buscan mantener su autonomía mientras capitalizan su valor estratégico

Pocas regiones concentran hoy tanto interés estratégico como Asia Central. Integrada por Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán, esta vasta zona continental ha dejado de ser un simple espacio periférico para convertirse en un terreno codiciado por las grandes potencias mundiales. Lejos de los focos mediáticos que suelen concentrarse en el Indo-Pacífico o en los conflictos de Oriente Medio, Asia Central se ha transformado en un eje clave para la geopolítica contemporánea. No se trata solamente de su valor geográfico o de sus vínculos históricos con Rusia y China. Lo que está en juego, fundamentalmente, es su riqueza en recursos críticos, su papel en las nuevas rutas comerciales del siglo XXI, y su potencial para redefinir el equilibrio de poder en Eurasia.
La razón de este renovado protagonismo radica, en gran medida, en su abundancia de minerales estratégicos. Resulta difícil exagerar el valor que estos recursos tienen para la economía global del futuro: Asia Central alberga el 40% de las reservas mundiales de mineral de manganeso, el 30% del cromo, el 20% del plomo y el 10% del titanio, minerales esenciales para tecnologías de transición energética. A esto se suma la posición dominante de Kazajistán en el mercado mundial del uranio, con más del 40% de la producción global, lo que lo convierte en un actor insoslayable en el debate sobre energía nuclear como alternativa descarbonizada. En un mundo que camina hacia la electrificación y la sostenibilidad, estos datos no son menores: quien controle el acceso a estos insumos, controlará también una parte sustancial del desarrollo económico del siglo XXI.
En este escenario, la competencia entre potencias no ha tardado en intensificarse. China ha tomado la delantera con su Iniciativa de la Franja y la Ruta, canalizando inversiones millonarias en infraestructuras de transporte, energía y conectividad digital. Con la firma reciente de la Alianza para la Innovación Energética y Eléctrica con Asia Central, Pekín consolida su rol como principal socio comercial de la región y afianza una estrategia que va mucho más allá de lo económico: estabilizar regímenes aliados, frenar la influencia del islamismo radical en Xinjiang y forjar un bloque eurasiático coherente. Es una política pragmática, pero también estructurada y de largo plazo, frente a un Occidente que hasta hace poco miraba a Asia Central con una mezcla de desdén y desconocimiento.
Rusia, por su parte, mantiene una influencia persistente, aunque ya no indiscutida. Las repúblicas centroasiáticas fueron parte integral del espacio soviético, y hoy muchas de ellas siguen integradas en estructuras como la CEI o la OTSC. A pesar de las sanciones y el aislamiento internacional, Moscú sigue siendo un actor energético clave en la región. En 2023, incrementó sus exportaciones de gas a Kazajistán y Uzbekistán tras la caída de la demanda europea. No obstante, la erosión del poder ruso tras la guerra en Ucrania ha abierto nuevas ventanas para que otras potencias ganen terreno. Lo interesante es que, lejos de alinearse ciegamente con Moscú o Pekín, los países centroasiáticos están optando por una diplomacia de equilibrio, buscando diversificar alianzas y asegurar su autonomía. El rechazo de Kazajistán a integrarse plenamente en los BRICS, pese a las presiones de Rusia y China, y su elección de un estatus de socio junto con Uzbekistán, es una señal clara de esta voluntad.
Y aquí entra en escena un Occidente que, por fin, empieza a comprender la importancia geoestratégica de Asia Central. La Unión Europea ha intensificado su presencia mediante la iniciativa Global Gateway, con una inversión prevista de 300.000 millones de euros hasta 2027 en ámbitos clave como energía sostenible, materias primas críticas, conectividad digital y transporte. A ello se suman proyectos concretos como la transformación digital de Kirguistán o la incorporación de Turkmenistán a la OMC. La UE ha apostado además por el desarrollo del Corredor Medio —la Ruta Transcaspiana— como alternativa a la Ruta del Norte que atraviesa Rusia. Aunque aún no compite directamente, el impulso es claro: consolidar una vía comercial propia que conecte Europa con Asia evitando territorios políticamente problemáticos.

Estados Unidos también ha tomado nota. Con el formato C5+1, ha abierto una nueva vía de diálogo con los países de la región, y ha expresado su apoyo al Corredor Medio. Bajo la anterior administración Biden, esta estrategia se ha alineado con los objetivos globales de contención de China y diversificación de suministros críticos. Y con Donald Trump de vuelta en la Casa Blanca, es previsible que, con su agenda “America First”, también quiera asegurar un mayor acceso a los recursos de la región, aunque desde un enfoque más transaccional que estructural.
A este conjunto se suman otros actores que, sin tanta visibilidad, han sabido construir vínculos sólidos. Japón, por ejemplo, ha sido un donante constante en el período post-soviético y mantiene una relación respetuosa y cooperativa bajo el formato “Asia Central + Japón”. Turquía, por su parte, ha aprovechado su afinidad cultural con la región para impulsar la Organización de Estados Túrquicos, que refuerza su presencia política y económica. Un ejemplo reciente es el acuerdo de gas entre Turkmenistán, Irán y Turquía, operativo desde marzo de este año, que demuestra la creciente diversificación de las rutas energéticas.
Lo que se observa, entonces, es una multiplicación de actores en un tablero cada vez más denso y estratégico. El futuro de Asia Central dependerá de su capacidad para aprovechar esta competencia en su beneficio. Si logran desarrollar infraestructuras modernas, mejorar la gobernanza interna y enfrentar los desafíos climáticos, estos países podrán convertirse en plataformas logísticas, energéticas y tecnológicas entre Asia y Europa. Pero si caen en la dependencia asimétrica de una sola potencia, o si los conflictos geopolíticos se intensifican, la región corre el riesgo de convertirse en un nuevo escenario de rivalidad y fragmentación.
En definitiva, lo que se disputa en Asia Central no es solo el acceso a minerales o rutas comerciales. Se está jugando una parte central del futuro orden global. La transición energética, la autonomía estratégica de Europa, la competencia entre China y Estados Unidos, e incluso el rediseño del sistema multilateral, pasan en parte por lo que ocurra en estas tierras de estepa, montaña y desierto. Y eso exige a los líderes regionales, y a las potencias que se acercan a ellos, una visión más profunda, más estratégica y más sostenible. Porque quien subestime a Asia Central, hoy, corre el riesgo de quedar fuera del juego de mañana.