En un mundo marcado por la fragmentación del orden internacional y la emergencia de nuevos polos de poder, la Unión Europea se enfrenta a un desafío existencial: redefinir su papel en la escena global. La relación con Turquía, tradicionalmente abordada con cautela y ambigüedad, puede ser replanteada como una prioridad estratégica

Cada 9 de mayo, el Día de Europa, que recientemente acabamos de celebrar, nos recuerda que la Unión Europea no surgió como un mero acuerdo económico, sino como la respuesta civilizatoria más ambiciosa al horror de las guerras que asolaron el continente, que, ahora, se nos vuelve a mostrar con toda su crudeza por el conflicto en su flanco este entre Ucrania y Rusia.
Nacida de la necesidad de paz, cooperación y reconciliación, la UE ha representado, desde su origen, una apuesta por la superación de los nacionalismos destructivos a través de la integración supranacional. Hoy, en 2025, cuando también conmemoramos el 80.º aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, es importante preguntarnos si Europa está realmente a la altura de los ideales que la fundaron y hacia donde está yendo la evolución de esta alianza del viejo continente. Aunque quizás no lo hayamos tenido en cuenta, parte de esa respuesta depende de cómo encaremos nuestra relación con Turquía. Porque, aunque no se diga en voz alta, sin el país otomano, Europa no podrá aspirar a convertirse en un actor global con voz propia en un mundo en plena transformación e incrementar su peso y voz sobre Eurasia.
El contexto internacional en que nos encontramos es de transición profunda. El orden liberal nacido tras 1945 y consolidado tras la Guerra Fría se encuentra en crisis. Las certezas económicas se resquebrajan con la caótica política arancelaria de Donald Trump, la seguridad se redefine, los conflictos regionales proliferan y las rivalidades estratégicas se intensifican. El ascenso de China como potencia tecnológica y comercial, el expansionismo ruso, la polarización en EE. UU. y la reconfiguración del Sur Global obligan a Europa a decidir qué papel quiere jugar en este nuevo tablero. O se adapta y lidera, o queda relegada. Y para liderar, debe ampliar su campo de visión más allá de sus fronteras tradicionales. Turquía, en este sentido, no es quizás solo una opción más, sino una de las mejores opciones que tiene Europa para incrementar su peso global y estratégico en todo el globo.
En general, desde Bruselas y desde muchas capitales europeas se ve a Turquía como un “vecino incómodo” o un “socio problemático”, aunque quizás esto pierde de vista lo esencial: estamos ante una potencia regional con capacidades reales, visión geopolítica y un rol estratégico imposible de sustituir. El país es miembro de la OTAN desde 1952, con una de las fuerzas armadas más potentes de la alianza. Posee una industria de defensa avanzada, experiencia en combate antiterrorista, y una posición geográfica que conecta Europa, Asia Central y Oriente Medio. Controla los estrechos del Bósforo y los Dardanelos, frontera natural con las regiones más inestables del planeta. La guerra en Ucrania, el conflicto sirio, las tensiones en el Cáucaso, los flujos migratorios del sur global… todos estos desafíos tienen un punto en común: Turquía está en el centro de ellos.
Además, ha devenido un pilar energético de Europa. Es un corredor clave para el gas natural que proviene de Asia Central, el Mar Caspio, Oriente Medio y, en menor medida, Rusia. Proyectos como el gasoducto TANAP —conectado al TAP hacia Europa occidental— son fundamentales para la diversificación del suministro, especialmente tras la ruptura con Rusia por la invasión a Ucrania. Más del 70% de los recursos energéticos que Europa necesita se encuentran al norte, sur o este de Turquía. Sin Ankara, el acceso a esos recursos no solo sería más difícil, sino políticamente más costoso y vulnerable.
Desde el punto de vista económico, los datos muestran también una importante realidad a tener en cuenta. Turquía es el quinto socio comercial de la UE, mientras que la UE es su mayor socio. La unión aduanera vigente desde 1996 ha consolidado una interdependencia que ronda los 150.000 millones de euros anuales. Las cadenas de suministro europeas dependen cada vez más de Ankara para bienes industriales, automóviles, tecnología intermedia y productos agrícolas. Además, es un punto de conexión entre Europa y las rutas comerciales hacia África, Asia Central y el sur de Asia.
Turquía y la UE han tenido diferencias profundas
El proceso de adhesión formal a la Unión Europea, iniciado en 1999, ha estado plagado de obstáculos: desde la cuestión chipriota, hasta preocupaciones sobre el respeto al Estado de derecho, las libertades civiles, la libertad de prensa o la política exterior turca en el Mediterráneo. Sin embargo, ya varias figuras políticas del continente empiezan a ver que insistir en que estos desacuerdos que impiden avanzar en la integración es perder de vista el fondo del asunto. Es probable que Europa no necesite socios perfectos; sino socios estratégicos.
En estos momentos de cambio estructural y de la relación con Rusia y con EEUU, que la UE se encierre en sí misma sería el mayor error histórico que podría cometer Europa. Adoptar una mentalidad de “Fortaleza Europa” no solo implica aislarse de los flujos migratorios, comerciales o energéticos del mundo sino también supone renunciar a ejercer liderazgo en un planeta que exige compromiso, influencia y alianzas duraderas. El auge del populismo identitario dentro del continente ha estrechado peligrosamente el margen para pensar en grande, pero el liderazgo requiere precisamente lo contrario: visión, coraje y capacidad de anticipación. En este aspecto, es más que factible pensar que Turquía no representa una amenaza a la identidad europea sino que representa una oportunidad para redefinirla desde la inclusión, la diversidad y la proyección estratégica.
La cuestión sigue siendo que la cooperación debe institucionalizarse en seguridad, defensa, inteligencia, gestión de crisis y tecnología, y se tiene que armonizar la psique y percepción del mundo que tienen los turcos con la percepción y visión del mundo que quieren construir y proyectar los europeos. Turquía ya colabora con la UE en la gestión de flujos migratorios, lucha contra el terrorismo y control fronterizo, y estamos de acuerdo en que formalizar y expandir estas alianzas es imperativo. Así, profundizar en la integración de Turquía en Europa no es solo un asunto de institucionalismo técnico sino que, a medio plazo, es una decisión de calado geopolítico. Más allá de las enormes diferencias existentes entre Ankara y la mayoría de países europeos, es posible que la incorporación de Turquía a la UE no solo reforzaría las capacidades europeas, sino que enviaría al mundo un mensaje claro de que Europa no teme a la complejidad, sino que la abraza como parte de su identidad.